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En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores, en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas, las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.

Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas, donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.

Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones, decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría a convertirme en maître, palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del mercado, le había dicho que ser maître era hoy en día más que ser ingeniero o médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.

Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro -porque la mayor parte de los que volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar grandes coches que pasaban por suyos- sólo había triunfado de verdad un matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del Dígame -tenía la cara larga y el perfil grave y ensimismado, como Manolete- y algunas veces irrumpía en Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña, al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.

Bajábamos del instituto y al vislumbrarlas desde lejos, en la mancha oblicua de sol que prolongaba la sombra del general hasta las losas de los soportales, se nos cortaba de antemano la respiración, y el vaticinio de sus piernas desnudas nos sumía en una fervorosa y desatada desdicha. Mujeres con grandes gafas oscuras, con un pañuelo a modo de diadema alrededor de la frente, con los labios pintados de rojo, de violeta, de rosa, con relojes de pulsera tan grandes como los de los hombres -no esos relojillos mínimos y medio hundidos en las mantecosas muñecas de las mujeres que conocíamos nosotros- pero con una correa muy ancha, de cuero negro, según una moda que resultó fugaz, pero que a nosotros nos parecía un signo de exotismo y de audacia. Fumaban cigarrillos extralargos con filtro, sosteniéndolos en el extremo de sus largos dedos con anillos y uñas rojas y ovaladas, muy largas también, como todo en ellas, los muslos, las melenas lisas y teñidas, las manos, los cigarrillos, hasta las sonrisas, las carcajadas que resonaban al mismo tiempo que el hielo tornasolado en los vasos y las pulseras en sus muñecas delgadas y casi frágiles, como sus picudos tobillos, en los que a veces relucía una tenue cadena de oro, como los curvados empeines que descendían hasta ajustarse al molde exacto de los tacones de charol.

En los veladores metálicos del Monterrey, a un paso de los hombres con oscuros trajes de pana que miraban el cielo en espera de lluvia y la estatua del general y el reloj de la torre con una paciencia mineral, parecían envueltas en una lujosa claridad de indolencia y de whisky, una bebida de la que hasta entonces sólo supimos que existía en las películas del Oeste, y si al pasar junto a ellas las mirábamos disimuladamente, con las cabezas bajas, con las carpetas de apuntes bajo el brazo, con la expresión ensombrecida por el deseo y el bozo, nunca encontrábamos sus ojos, ocultos tras las gafas oscuras, sino facciones tan rígidas como las de una esfinge, labios rectos y fríos, curvándose en el cristal de una copa o en torno al filtro de un cigarrillo que no olía sólo a tabaco rubio y a dinero, sino a jabón de baño y a piel no dañada por el trabajo ni el sol, dorada por la pereza en arenales junto al mar, en esa playas que se veían en las películas en tecnicolor y a las que la mayor parte de nosotros no habíamos ido nunca: incluso el mar tenía entonces en nuestra tierra de secano como un prestigio de invento reciente.

Sabíamos que eran forasteras no sólo porque fumaran en público y se sentaran en la terraza del Monterrey sino porque sus cuerpos parecían obedecer a otra escala, a una medida de longitud y de esplendor inaccesible para las mujeres de Mágina, a una calidad de indolencia y de tránsito, de provocación, indiferencia helada y aventura, como las mujeres del cine y las de aquellas revistas extranjeras de modas que compraban las madres de algunos de nuestros amigos. Que alguien de Mágina, Carnicerito, anduviera con ellas, que las mostrara como trofeos gloriosos en el asiento de piel de becerro de su Mercedes blanco, nos parecía oscuramente un desquite entre sexual y de clase, de modo que no lo mirábamos pasar con envidia, sino con orgullo, casi con la misma exaltación con que oíamos en los anocheceres de verano el estampido de los cohetes que anunciaban el número de orejas cortadas por él en alguna corrida. La gente se paraba en la calle y aplaudía, y hubo una tarde memorable en que se sucedieron cuatro cohetes y a continuación, después de un silencio en el que se extendía el humo y el olor de la pólvora, estalló por sorpresa un gran trueno que sacudió los cristales de todas las ventanas: Carnicerito, en La Maestranza, había cortado un rabo y lo habían sacado a hombros por la puerta grande. En la iglesia de San Isidoro, el párroco, don Estanislao, aguileño y huesudo como la estatua de san Juan de la Cruz que hay en el paseo del Mercado, vehemente taurino, interrumpió la misa al oír el último cohete, y cuando dio gracias a Dios por el éxito de Carnicerito, los fieles, desconcertados al principio, prorrumpieron en una cerrada ovación, según atestiguó Lorencito Quesada, corresponsal de Singladura, el diario de la provincia, en una crónica que al ser leída por el obispo le deparó al sacerdote entusiasta una sanción que hasta las personas más devotas de Mágina consideraron excesiva.

Ni que decir tiene, pensaban, que Su Eminencia era forastero, y que mal podía comprender lo que Lorencito Quesada llamaba lastimosamente la indiosincrasia de nuestra ciudad, tan volcada en su torero epónimo como en las procesiones de su Semana Santa y en su menesterosa artesanía del esparto y del barro, recién hundida por la invasión de las fibras y los cubos de plástico y el cristal irrompible, tan falta de celebridades y de relevancia en el mundo desde el siglo XVI, lejos del mar, de las carreteras nacionales y de las líneas importantes del ferrocarril, aislada entre los olivares como en medio del océano, tan inútilmente hermosa y tan ignorada que cuando se rodaban exteriores de películas en sus plazuelas y en sus callejones aparecía luego en el cine con otro nombre. Ni siquiera Carnicerito pudo escapar a la larga de ese maleficio que nos perseguía: al cabo de dos o tres temporadas triunfales, en las que no había domingo en que no se superpusieran a los toques de las campanas llamando a la última misa los cohetes que daban noticia de las orejas que cortaba, el número de sus corridas fue menguando tan paulatinamente como el de los estampidos, y dijeron que tenía mala suerte con los toros, que otros matadores, auxiliados por empresarios deshonestos, le tendían zancadillas, que había caído en manos de falsos amigos y de apoderados desleales. Se le seguía viendo en su Mercedes blanco, recostado, con sus trajes de colores claros, su pelo húmedo de brillantina, sus patillas largas, en los sillones de reluciente aluminio del Monterrey, y las mujeres forasteras y rubias fumaban junto a él y sostenían en sus manos largos vasos con bebidas doradas, pero en su expresión severa, en su cara fina y pensativa que cada vez se parecía más a la de Manolete, había ahora, contaban, una permanente amargura, tal vez el desengaño o la fatiga del éxito, de las cámaras de los fotógrafos, de la persecución de aquellas mujeres, a las que hasta de lejos se les veía que eran notorias lagartas y sólo buscaban de él su fama y su dinero, que lo debilitaban, decía mi padre, disipándole las fuerzas que le habrían sido tan necesarias para enfrentarse a los toros. Fuera de Mágina, de nuestras calles y oficios usuales, de la complicidad urdida por la sangre, el mundo era una selva cruel en la que sólo los canallas y los forasteros alcanzaban a sobrevivir. Fuera de su casa y renegado de los suyos un hombre en seguida se hundía en la depravación. En la mesa camilla, por la noche, mi abuelo Manuel me miraba muy serio y me decía: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Cómo iba a no saberlo, si me lo había repetido mil veces. Pero me callaba, ya sin devoción, ya desdeñando aquella voz que no muchos años atrás había contenido todas las posibilidades de la maravilla y el misterio. «Pues que nunca se te olvide: un muchacho de bien se parece a un teatro en que se descompone con las malas compañías.»