El halago de los malos amigos, que sólo contarían con uno mientras tuviera cinco duros en el bolsillo, el resplandor turbio de los bares, la atracción de las mujeres que practicaban en los hombres incautos un vampirismo que los enloquecía y los acababa consumiendo, como a Carnicerito, la blandura que traía consigo la pereza y la comida no ganada duramente, no disputada palmo a palmo a la tierra hostil y al clima traicionero, los vicios que enfriaban la sangre, la temeridad de desear lo que no estaba destinado a nosotros: nos relataban los horrores de los años del hambre como enunciando una profecía que vagamente nos amenazaba a nosotros, los que no conocimos esos tiempos, los que no vivíamos el año cuarenta y cinco, el único de todo el siglo del que se acordaban por su número, cuando las semillas no germinaron en la tierra y en las ramas de los olivos no llegaron a florecer los racimos amarillos de las aceitunas, cuando a las recién paridas se les agriaba la leche y hasta a los hombres más colosales les aparecían manchas pardas en la piel y se les hinchaba el vientre de comer hierbas amargas y caían fulminados al suelo con los ojos en blanco, reventados por el hambre. Un cuarenta y cinco es lo que hacía falta que viniera, decían, para que supierais agradecer lo que tenéis, pan blanco y carne de pollo y no boniatos y algarrobas, lo que os hemos dado con el sacrificio de nuestra juventud y nuestra vida y ahora desdeñáis. Pues no podían entender que nos importara tan poco todo lo que nos habían ofrecido, que nada de lo que fue su mundo tuviera que ver con nosotros, ni la tierra, ni los animales, ni siquiera las canciones que a ellos les gustaban ni su manera de vestir ni de cortarse el pelo. Mientras nos reprendían, en el comedor, a la hora de la cena, mirábamos con indiferencia la televisión. No ponen fe, decían, mirándonos a los más jóvenes trabajar en el campo con desgana, con torpeza, con irritación, viéndonos terminar de cualquier modo una tarea que hubiera requerido lentitud y paciencia para volvernos cuanto antes a Mágina, para despojarnos de las ropas viejas que olían a sudor y estaban manchadas de barro o de polvo y lavarnos con agua fría y vestirnos de domingo, o peor aún, con vaqueros, pues llegó un tiempo en que también despreciamos los severos trajes que nuestras madres nos habían encargado en el sastre o comprado a plazos en El Sistema Métrico y ya no quisimos volver a ponernos corbata, ni siquiera el Jueves Santo ni el día del Corpus, y andábamos, decían, como adanes, con vaqueros y zapatillas deportivas, con el pelo casi tapándonos las orejas, como los vociferantes maricones de los conjuntos que salían en la televisión.
Eso buscábamos, cuando subíamos agrupados hacia la plaza del General Orduña con las manos en los bolsillos y los cuellos de los chaquetones levantados, como marineros o gángsters, mis amigos y yo, Serrano, Martín, Félix, todo lo que más miedo les daba a nuestros padres, miedo y una especie de aguda repugnancia física, buscábamos las malas compañías y el humo y las canciones en inglés que sonaban en el Martos, queríamos dejarnos el pelo tan largo que nos llegara a los hombros y fumar marihuana y hachís y LSD -suponíamos vagamente que el LSD también se fumaba-, queríamos viajar en autostop al otro extremo del mundo y hacia el fin de la noche oyendo con los ojos cerrados a Jim Morrison o subir una tarde a la Pava y no regresar nunca, o volver varios años más tarde tan cambiados que nadie nos reconocería, enmascarados por el pelo largo y la barba, con botas y chaquetones militares, con la cara de furia, experiencia y dolor de Eric Burdon, con camisetas como la que llevaba Jim Morrison en la portada de aquel disco que un día apareció en casa de Martín, llevado por su hermana, nos dijo, a quien se lo había prestado una amiga extranjera. Y nos sentíamos atrapados en la víspera interminable de la libertad y de la nueva vida, detenidos en un límite cuya oscuridad ulterior nos atraía tanto y nos daba tanto miedo como el olor y la cercanía de las mujeres, inaccesibles y próximas, sentadas junto a nosotros en una banca del instituto, tan cerca que nos rozaba el perfume limpio de su pelo y el aroma un poco acre a tenue sudor y a tiza que venía de ellas en las últimas clases, tan imposiblemente lejos como si pertenecieran a otra especie entre cuyas costumbres no estaba la de advertir que existíamos, al menos en el mismo grado que los tipos mayores que las esperaban al salir, los que las invitaban los domingos a gin tonics en la barra del Martos o entraban con ellas en la penumbra rosada de la discoteca que había al fondo del patio, cuya puerta acolchada nosotros nunca habíamos cruzado no sólo por falta de dinero, sino porque no conocíamos a ninguna muchacha que quisiera acompañarnos.
Pero eran las vísperas, al menos para mí, sólo me faltaba un curso para irme de Mágina, si me daban la beca, si obtenía las notas muy altas que me eran necesarias para conseguirla, y de antemano me despojaba del miedo y de la nostalgia, me veía subiendo al amanecer hasta la acera del Martos, que a esas horas estaría cerrado, llevando en la mano derecha la maleta en la que guardaba mi ropa, mis libros y mi máquina de escribir, mirando con desdén al pasar las mismas calles y casas que había estado viendo durante tantos años para ir al colegio de los Salesianos y luego al instituto, despreciándolo todo, sintiendo casi piedad por los que no se iban, por los hombres cabizbajos que a esa hora salieran hacia el campo con la brida de un mulo echada sobre los hombros, por los tenderos de guardapolvos grises que estarían levantando cortinas metálicas o disponiendo cajas de frutas en la acera, igual que mi padre en el mercado. Me iría, antes de un año, calculaba, en octubre, y cuando volviera, si volvía, yo también sería un forastero, un renegado, un nómada. Y ahora descubro, al cabo de dieciocho años, media vida después, que yo soy en parte ese desconocido en quien soñaba convertirme entonces, que tal vez, si me he encontrado con Nadia, no he sido del todo infiel a la solitaria locura de aquel adolescente a quien ya no se le parece mi cara.
Llegaron un mediodía de principios de octubre, recién terminada la feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención -especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas- en la puerta de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono. Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta, pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos, turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera. En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus ex compatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre. Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la mesa, de mayor a menor, leía el New York Times o la Enciclopedia Británica, o libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés, nunca libros ni periódicos españoles.
Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido -que ella recordara, nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer-. Salió del cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar, pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella, como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te parece si nos vamos a España.»
Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes, como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación. Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara.» Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella había exigido en sus últimos días -con la sospecha desesperada y rencorosa de que ni después de muerta accederían a concederle un deseo- y desde que volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después, tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar, mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador, inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.