«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo mejor me pierdo.» Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.
Sentado junto a la ventana , al final del aula, mirando hacia el patio donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres, veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento, imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling Stones, It's only rock'n'roll but I like it, pero de cualquier modo me gustan mucho más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o escupa esas palabras, Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed, fly, fly away, márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho, lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.
Hablo de un extraño, de quien fui y ya no soy, del espectro de un desconocido cuya verdadera identidad sería lastimosa o ridícula si me encontrara frente a ella, si no hubiera extraviado, por ejemplo, los diarios que escribía entonces y pudiera leerlos otra vez, enrojeciendo de vergüenza, supongo, de lástima y piedad por él, yo mismo, y por su sufrimiento y sus deseos, por su amor absurdo y destinado al fracaso y su sentido tribal de la amistad. Es en la música donde tal vez lo encuentro, en las canciones de entonces que ahora vuelvo a oír y me conmueven igual que si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera posible enaltecerlo o corregirlo, agregarle una sabiduría que nos fue inaccesible, una ironía y una felicidad que casi nunca, entonces y después, dejaron de ser imaginarias: jinetes en la tormenta, nosotros tres, imaginando que huimos, con nuestros sueños de San Francisco y de la isla de Wight y nuestras caras implacables de Mágina, jinetes en la tormenta que pasean los domingos por la plaza del General Orduña y la calle Nueva mirando a las muchachas con melancolía famélica y se gastan las pocas monedas que les dan jugando al futbolín en el salón Maciste, comprando Celtas cortos en los soportales, subiendo hacia el Martos para introducir en la ranura de la máquina nuestros últimos duros y cerrar los ojos bebiendo una cerveza e imaginando que fumamos marihuana y no un cigarrillo negro. A Félix no le gusta venir con nosotros al Martos, yo noto que se aleja de mí, le gusta el latín y la música clásica, y a mí el inglés y la música pop, cuando estamos agrupados junto a la máquina de discos como alrededor de un fuego que nos vivificara Félix pone cara de aburrimiento y lleva distraídamente el ritmo con el pie, no bebe cerveza, casi no fuma, no habla de mujeres, sólo piensa en sacar buenas notas para que le den la beca salario, porque su padre sigue inmovilizado en la cama y muy pronto morirá, y su madre los ha sacado adelante a él y a sus hermanos fregando suelos y escaleras en las casas de los señoritos. Félix va por la calle silbando tenuemente un adagio barroco y en seguida se despide de nosotros, se va a la biblioteca pública a traducir latín, parece que vive para eso, en su casa tiene siempre puesta la radio pero no oye «Los cuarenta principales» o «Para vosotros jóvenes», sino programas interminables de música clásica. A veces siento que es infiel a mí, a nuestro pasado en la calle de la Fuente de las Risas, cuando yo inventaba historias para contárselas únicamente a él, pero tal vez, me digo con remordimiento, la verdad es lo contrario, que yo le he sido infiel, que prefiero estar con Martín y Serrano, porque a ellos les gustan las mismas canciones que a mí y detestan ir a clase y vivir en Mágina y quieren dejarse el pelo largo y vestir vaqueros gastados con inscripciones hippies y fumar marihuana y hachís.
El Praxis dice que no quiere ser el típico profesor que hace preguntas y exige respuestas de memoria, que él busca otra manera de enseñar, otra praxis, repite, infaliblemente, y también dice mucho «en tanto en cuanto», si nos hace salir a la tarima es para entablar un diálogo de tú a tú, pero pregunta, vaya si pregunta: abre el cuaderno donde tiene apuntados nuestros nombres y yo me encojo instintivamente en la última banca como para evitar que me alcance un disparo, pero por esta vez hay suerte, porque ha caído otro, el de la banca que hay delante de la mía, Patricio Pavón Pacheco, que en los exámenes se sienta siempre a mi lado para copiarme, que no tiene idea de literatura ni de praxis ni de historia y ni siquiera de religión y falsifica certificados médicos para irse a fumar y a beber anís al Martos durante la hora de gimnasia, que en las clases de dibujo usa la regla y el compás para tocar una imaginaria batería mientras canta por lo bajo Get on your knees, de los Canarios, o esas canciones infectas que empiezan a sonar cuando se acerca el verano, lleva el pelo largo y escurrido de grasa y no se quita nunca en clase las gafas de sol con montura dorada y cristales verdes, usa camisetas entalladas y pantalones de pata de elefante y cinturones con ancha hebilla metálica y dice dedicar los domingos a seducir marmotas y fuma rubio mentolado y enciende los cigarrillos con un mechero de la Legión. Patricio Pavón Pacheco está orgulloso de su nombre, dibuja las iniciales en el interior de un círculo con el emblema hippie, le importa un rábano el instituto porque él lo que quiere es hacerse legionario y seducir extranjeras, dice que los veranos los pasa de camarero en Mallorca y que no da abasto a tirarse a tantas alemanas y suecas y holandesas como se le ofrecen, y alguna vez, disimuladamente, debajo de la banca, me muestra un pequeño envoltorio de papel de plata y lo deslía y se lo pasa fugazmente bajo la nariz y me invita a que lo huela, y ese olor dulce y penetrante que no se parece a ningún otro me estremece de miedo y de curiosidad, chocolate, me dice por lo bajo, con su voz salivosa, le das una calada a una mujer y se vuelve loca, sobre todo si lo mezclas con cubalibre y con rubio mentolado. El Praxis, en la tarima, ha dicho sus dos apellidos mirando hacia el fondo de la clase, como si no supiera a quién aludía, «Pavón Pacheco», y él, como si ya estuviera en la Legión y sonaran las primeras notas de su himno, se ha puesto en pie y ha levantado la mano y ha dicho, «Patricio», y ha salido contoneándose entre dos filas de bancas, más alto de lo que en realidad es gracias a la desmesurada plataforma de sus zapatos a la moda, con los pulgares en la hebilla del cinturón, sin molestarse siquiera en llevar su cuaderno de ejercicios, para qué, si no ha hecho la redacción sobre un poeta olvidado de Mágina que al Praxis le gusta mucho, se queda de espaldas a la pizarra con los brazos cruzados y las piernas abiertas, mirando de soslayo al profesor, sin quitarse las gafas, como un cantante en un escenario, y un minuto después, cuando ya ha cosechado un sermón del Praxis sobre algo que él llama la responsabilidad autoasumida, vuelve a su banca y antes de sentarse me sonríe y me parece que me guiña un ojo, petulante y feliz, con una desahogada vanidad de proxeneta. Al Praxis se le nota mucho que ha venido nuevo este año, se sienta en una banca cualquiera en vez de en la mesa del profesor y dice que quiere ser amigo nuestro y que al final de curso no haremos exámenes tradicionales, de todo lo cual obtuvo Pavón Pacheco la temprana consecuencia de que es un piernas, un botarate y un julái. Mientras el Praxis lee en voz alta unos versos sobre la guerra que no terminan nunca yo miro a Marina haciendo flexiones en el patio, y me marea la agitación de sus pechos debajo de la camiseta blanca, me imagino acariciándoselos, tomándolos en las palmas de mis manos, besando sus pezones, que en un sueño que tuve eran de color verde oscuro, como el maquillaje de sus párpados, y me da vergüenza, la misma que me queda después de masturbarme, vergüenza y sobre todo un dolor tan perpetuo como el de un enfermo crónico. Veo las espaldas de mis amigos en las bancas anteriores, los hombros hundidos, los codos sobre el libro, imaginando que estudian, igual que yo, Serrano se vuelve hacia mí y me hace un gesto, le da un codazo a Martín, nos sonreímos un instante como juramentados, y cuando el Praxis solicita tímidamente silencio vuelven a interesarse por el libro de texto y yo también miro el mío y escribo en él el nombre de Marina. Voy a cumplir diecisiete años y desde los catorce estoy enamorado de ella, y aunque somos compañeros de clase apenas hemos hablado cuatro o cinco veces, casi nunca fuera del instituto, desde luego, cuando nos cruzamos por la calle me dice adiós y si hay suerte me sonríe, se le nota que no acaba de verme, y casi lo agradezco, porque si me viera la indiferencia probablemente se convertiría en hostilidad, si me viera como yo me veo por las mañanas, en el trozo de espejo que hay colgado en la cocina, sobre la palangana donde me lavo con el agua que mi madre ha sacado del pozo antes del amanecer y calentado en el fuego, exactamente igual que lo hacían su madre y su abuela, qué pobreza, ni cuarto de baño tenemos, me lavo a manotadas con la misma furia con que se lavaban cuando yo era niño mis tíos, me peino, procurando que el pelo me cubra las orejas, miro mi nariz, que según mi abuela Leonor se parece al asiento de una bicicleta, me hago la raya, me echo el flequillo sobre los ojos, es inútil, siempre tendré cara de palurdo, cara de hortelano, de mocetón de Mágina, quién pudiera parecerse a Jim Morrison, o a Lou Reed, con sus gafas oscuras, sus chaquetas de cuero, su cara chupada, y no la mía, que es una cara de hogaza, una cara irremediable que no mejoran ni el flequillo sobre la frente ni las solapas subidas de mi guerrera azul marino de la Guardia de Asalto, que rescaté del fondo de un armario y me pongo como un gesto de insumisión contra mis padres, y lo peor es que aún quedan señales del grano morado que me salió en la punta de la nariz, es un tormento diario cuya virulencia luego no sabré recordar, el asco hacia uno mismo, la vejación de verse desnudo y saber que no se es deseado, la barba irregular, los granos en la cara, los cortes que me hago al afeitarme, las camisas a cuadros naranja y los jerseys de ochos que me hace mi madre, por no hablar de la vergüenza de los calzoncillos, cuando nos desnudamos para la clase de gimnasia, los calzoncillos blancos de tela que me llegan a la mitad de los muslos, cortados y cosidos por mi madre y mi abuela, enormes, como calzones de futbolista, hasta Martín y Serrano se ríen de mí, porque ellos usan calzoncillos modernos, de esos que en la televisión llaman slips, ceñidos a las ingles, por no hablar de la humillación de no saber saltar el potro ni ese artefacto temible al que llaman el plinto, echo a correr temblando y cuando he de impulsarme para dar la voltereta me quedo inmóvil como un mulo asustado, los pies hincados en el suelo, las manos colgando a lo largo del cuerpo, es inútil, nunca me atreveré, el profesor de gimnasia, don Matías, que también nos da formación del espíritu nacional, me grita y me llama cobarde y hasta me empuja, pero no puedo, no sé, soy tan torpe como los más gordos de la clase, el pelotón de los torpes, nos llama don Matías, y entonces yo me acuerdo de cuando mi padre me dice que me monte de un salto en la yegua y yo lo intento y me quedo colgado a la mitad, cayéndome ignominiosamente por el lomo, queriendo asirme a la crin, volviéndome hacia él con la cabeza baja para que no vea que he enrojecido, para no ver la decepción en su cara. «Qué poca sangre tienes», me dice, cuando no sé hacer algo que él quisiera que hiciese, cuando no subo de un salto a la yegua o no tengo fuerzas para ajustarle la cincha o para cargarme un saco de hortaliza a la espalda. Sin duda me lo repetirá también esta tarde, cuando llegue a la huerta y lo encuentre enojado porque he tardado mucho, sonará la campana del final de la clase, las chicas habrán desaparecido del patio, ella también, estarán duchándose y saldrán desnudas y envueltas en toallas húmedas al pasillo de los vestuarios, el pelo mojado sobre la cara, la piel reluciente, eso no sé imaginarlo, nunca he visto desnuda a una mujer, ni siquiera en fotografías, se pondrán blusas ligeras y pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y saldrán a la calle con sus bolsas al hombro camino de cualquiera sabe qué citas con tipos mayores y más altos que yo, y si hay suerte me cruzaré con ella y me dirá adiós, y si no la hay saldré deprisa con mis libros bajo el brazo y ni siquiera esperaré a Martín y a Serrano ni me detendré a oír un disco en el Martos, porque mi padre está esperándome, tengo que llegar a casa cuanto antes y cambiarme de ropa, me tengo que poner botas y pantalones viejos y bajar lo más rápido que pueda hacia el camino de las huertas para ayudarle a mi padre a cargar la hortaliza en la yegua, para subirla luego al mercado, adonde él irá a vender mañana, antes de que amanezca, con su chaqueta blanca y esa sonrisa que para nosotros es desconocida, porque sólo la usa ante sus parroquianas, las mujeres que van todos los días a comprarle y le hacen bromas y le dicen, parece mentira, lo joven que estás. Y es cierto, lo pienso ahora, en el pasillo, cuando todavía suena la campana y se abren las puertas de todas las aulas y el aire se llena de voces y de olores femeninos, en el mercado parece mucho más joven que en casa o en la huerta, será porque mira y sonríe abiertamente y hay un timbre de jovialidad en su voz. Pero no sé quién es ni cómo es y sólo empezaré a comprenderlo cuando pasen los años y el odio y la necesidad de sublevarme contra él se extingan y empiece a descubrir lo mucho que nos parecemos.