Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas, y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara, de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.
En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio, dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.
Despertó sin un solo residuo de fatiga o de sueño, un poco antes del amanecer, cuando aún había una oscuridad de noche cerrada en la ventana, y se quedó quieto, con los ojos abiertos, en una actitud de alerta sin motivo, escuchando tras la pared la respiración de su hija, que dormía en la habitación contigua. Pero estaba seguro de que lo había despertado algo, no un sobresalto del sueño sino un accidente de la realidad, y al moverse quería, como un cazador, que se repitiera ese mismo sonido ahora que él estaba en guardia y podía descubrir su naturaleza y su origen. Porque al despertar había notado un impulso de su juventud, la energía alarmada y súbita de los amaneceres de cuartel, y después el sosiego que tanto le complacía cuando era un cadete y al abrir los ojos comprobaba que aún no era inminente el toque de diana. Eso había soñado, pensó, que tocaban diana, que había vuelto al internado militar o a la academia y que si no saltaba rápidamente de la cama sería castigado. Encendió la luz de la mesa de noche, se puso las gafas y miró su reloj: eran las siete en punto. Y justo cuando el segundero alcanzaba la señal de las doce oyó un sonido muy lejano y muy débil que lo conmovió como si aún le durara el impudor de los sueños: estaban tocando a diana en el cuartel de Mágina, y el viento del oeste le traía esas notas tan debilitadas como si sonaran al fondo de la distancia del tiempo. Había dormido con la ventana abierta, porque antes de acostarse bebió más de lo que su hija hubiera aceptado y no quería que oliera rastros de alcohol cuando entrara a buscarlo: aún no circulaban automóviles, y en el silencio de la madrugada los sonidos tenían una claridad nítida y estremecida, como los colores de un paisaje a la luz de un día limpio de noviembre. Los pájaros en el parque próximo, las primeras campanadas de las iglesias, el reloj de la plaza del General Orduña, que dio las siete un poco después, cuando ya se había extinguido el eco de la corneta que tocaba diana y el comandante Galaz seguía inmóvil bajo las sábanas, imaginando el escándalo de pisadas de botas por las escaleras del cuartel, las caras de miedo y sueño de los soldados que corrían hacia la formación medio vestidos todavía, las gorras en la nuca, los cordones desatados, los más torpes quedándose atrás o arrollados por los otros, los gritos broncos de los cabos de cuartel y los sargentos de semana.
Caras sin afeitar, cabezas despeinadas, cuerpos mal aseados con olor a noche y a mantas y uniformes viejos, miradas de aburrimiento, de miedo, de melancolía, de hambre. La formación se cerraba con un ruido de botas y de manos abiertas golpeando los costados al unísono. En su dormitorio del pabellón de oficiales él también se levantaba a las siete, aunque no estuviera de servicio. Saltaba de la cama como si fuera una íntima vejación permitirse un instante más de pereza y hacía treinta flexiones rápidas y elásticas sin apoyar ni una sola vez el vientre en el suelo y luego se erguía de un salto y se daba una ducha de agua fría que lo incorporaba definitivamente a la lucidez cruel del despertar y la disciplina. A las siete y cuarto su ordenanza le servía el café, ardiente y sin azúcar, y solía encontrarlo inmóvil ante la ventana abierta, tal vez sosteniendo todavía la navaja de afeitar, limpiando lentamente su filo en una toalla, como si la navaja fuera un arma y la luz del amanecer el indicio de un ataque enemigo. Conservaba una memoria infalible para los nombres, y todavía se acordaba del último ordenanza que tuvo: Moreno, Rafael Moreno, un soldado flaco, con la nariz larga y fina, con las orejas grandes, con una atemorizada lentitud campesina en sus gestos. Dejaba el servicio de café sobre la mesa de pino donde había siempre una pistola en su funda y un libro forrado con papel de periódico, y antes de salir daba un desmañado taconazo y se cuadraba echando muy atrás la cabeza. «¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?» «Gracias, Moreno, tráigame en seguida las botas.» Las botas limpias, relucientes de grasa, las hebillas bruñidas, la gorra de plato con una ligera inclinación a la izquierda calculada frente al espejo. En el cuarto de baño se vio despeinado y en pijama, con un rastro de barba blanca y gris, con la piel del cuello pálida y un poco descolgada. Para afeitarse bien se puso las gafas y procuró que el ruido del agua en el grifo no despertara a su hija. El orden inflexible de los objetos, de las palabras y las horas, de cada gesto singular, la mirada interrogando en el espejo algún signo de debilidad o de sueño, las yemas de los dedos deslizándose sobre la piel del mentón para comprobar que no había una sola aspereza, un descuido mínimo en el afeitado, el libro forrado para que nadie leyera su título y guardado bajo llave antes de salir, la atención detenida durante los últimos segundos en el valle donde amanecía, al otro lado de la ventana, en la figura del jinete sin nombre que cabalgaba de noche y cuyos rasgos parecían rejuvenecer con la claridad de la mañana. El tubo de luz sobre el espejo del lavabo le daba a su piel una blancura excesiva y acentuaba las arrugas a los lados de la boca y las bolsas de los párpados. Le olía a alcohol el aliento: al expulsarlo el espejo se empañó y dejó de ver su cara. La barbilla alta, las mandíbulas apretadas, la mirada al frente, enconada y vacía como un grito de mando. Ahora sería por lo menos general de división, y los domingos por la mañana, al terminar la misa, con su uniforme de gala y su fajín y la pechera brillante de condecoraciones, empujaría devotamente el coche de inválida de aquella mujer de pelo blanco y boca caída que ni siquiera lo había mirado al pasar junto a él. Su cabeza oscilaba como si ya no la sostuvieran los músculos del cuello, y tenía un rosario enredado en las manos. Qué alivio, en el cuartel de Mágina, despertarse en una cama donde estaba solo, en una habitación donde no había más que una mesa desnuda y una pequeña estantería y un grabado en la pared y a donde no entraba nadie más que él y su ordenanza, porque no tenía la costumbre, como otros oficiales, de invitar a los compañeros a beber y a jugar a las cartas y a hablar zafiamente de mujeres después del toque de silencio. Nadie sabía su secreto: carecía tan absolutamente de vocación militar como de cualquier otra vocación imaginable. Era como si desde que nació le hubiera faltado un órgano interno que los demás hombres poseían, pero cuya ausencia no era perceptible y podía hasta cierto punto ser disimulada con éxito. En lugar de ese órgano, una especie de víscera que segregaba orgullo y coraje y honor, el comandante Galaz imaginaba desde la adolescencia que tenía una oquedad de aire, un espacio oculto y vacío, como un cofre sellado que no contiene nada. Pero también hay hombres que viven con un solo riñón y cobardes que se vuelven héroes en un rapto de pánico. Para no ser descubierto había pasado la primera mitad de su vida cumpliendo con una exasperada precisión hasta las normas más ínfimas de la disciplina militar. En el internado, en la academia, en las guarniciones de la Península y de África donde estuvo sirviendo desde los veinte años, veía a otros permitirse negligencias a las que él nunca accedió. Bebía muy poco, fumaba al día cinco o seis cigarrillos, y los fumaba siempre a solas, en su habitación, no porque temiera alentar en los otros alguna sospecha de debilidad, sino porque el tabaco le procuraba un efecto narcótico al que únicamente en la soledad le parecía prudente abandonarse. El jefe de la guarnición, el coronel Bilbao, que había sido compañero de su padre, lo animaba siempre a buscar una casa en Mágina: no podía quedarse en ese cuarto del pabellón de oficiales que era más bien la celda de un monje; le convenía, para no estar tan solo, traerse pronto a su mujer y a su hijo, teniendo en cuenta además que ella estaba embarazada. El coronel Bilbao tenía el pelo blanco y encrespado y el cuello inclinado hacia adelante como un ave al acecho y la cara morada de coñac y embotada de insomnio. Su despacho estaba en la torre sur, bajo la terraza de los reflectores, y la luz de las ventanas que daban al valle y al patio del cuartel no se apagaba en toda la noche. A la cinco o a las seis de la madrugada dormitaba en su sillón de madera labrada con la guerrera floja y un hilo de saliva colgándole del labio inferior, grueso y rojo en la cara tan pálida como la desgarradura de una herida. Su asistente llamaba a la puerta del dormitorio del comandante Galaz y le pedía de parte del coronel que tuviera la bondad de acudir al despacho. «Galaz, si no fuera porque usted es tan amable de venir a hacerme compañía a estas horas ya me habría pegado un tiro.» La noche de julio en que se voló la cabeza el coronel Bilbao también parecía dormitar en su sillón con la guerrera desabrochada y la cabeza caída sobre el pecho, pero el hilo de saliva que le colgaba de la boca era rojo y espeso y había manchado un pliego de papel con el emblema de la guarnición donde el coronel sólo había escrito el nombre de la ciudad y la fecha. El coronel Bilbao tenía en Madrid una hija divorciada a la que suponía perdida en el activismo político y el libertinaje y un hijo inepto al que odiaba porque a los treinta años no era más que un sargento sin porvenir ni vocación. El coronel Bilbao dedicaba una parte de su insomnio a escribir a sus dos hijos cartas insultantes que no siempre rompía al amanecer. Sentado frente a él, el comandante Galaz bebía café y cortos sorbos de brandy y lo escuchaba en silencio. «Galaz, ¿sabe usted por qué tenemos hijos? Para que nuestros errores duren más que nosotros.»