Apagó la luz del cuarto de baño y cerró la puerta suavemente, terminó de vestirse con el mismo esmero que ponía cuando llevaba uniforme y se preparaba para asistir a un desfile solemne. La camisa limpia, doblada por su hija y guardada en un cajón, el chaleco, la americana, el pequeño escudo de la universidad en el ojal, la pajarita, el sombrero. Las madrugadas ya eran frías, pero descartó el abrigo como una innoble concesión a la vejez. Entró a tientas en el dormitorio de su hija: dormía de lado, abrazando la almohada, con la boca entreabierta y el pelo en desorden sobre la cara, tenuemente blanca a la luz del amanecer. Se removió bajo las sábanas, dijo algo en voz alta, unas palabras indescifrables que tal vez estaba soñando en inglés, y luego su cuerpo volvió a serenarse y se extendió un poco más sobre la cama. Hija mía, error mío, herencia mía no buscada ni merecida, que mirarás el mundo cuando yo esté muerto y llevarás mi apellido y una parte de mi memoria cuando ya nadie se acuerde de mí. Le dejó una nota en la mesa de noche: volvería antes de las nueve. Ahora los soldados estarían lavándose y haciendo las camas urgidos por los cabos de cuartel y dentro de unos minutos sonaría la corneta para la formación del desayuno, y luego vendría el aviso del cambio de guardia. En el bar del hotel bebió un té con leche. Su estómago ya no toleraba el café, pero le gustaba tanto olerlo que procuraba ponerse cerca de alguien que estuviera tomándose una taza. Pensó pedir una copa de aguardiente, pero temió que más tarde su hija le oliera el aliento. No le diría nada, pero lo miraría con un gesto de reprobación que era el único que había heredado de su madre: también había heredado de ella la forma de la barbilla y el color del pelo y de los ojos, pero no, por fortuna, la frialdad de su expresión. Vivió durante dieciocho años con una mujer en cuya mirada no había nadie, frente a dos pupilas tan objetivas como el cristal de un espejo, y ahora ni siquiera tenía que intentar olvidarla para no sentirse responsable de su desgracia, su enfermedad y su muerte. No era difícil olvidar, sino acordarse de ella. Algunas noches se despertaba creyendo oír los latidos de su corazón, que resonaban como golpes metálicos desde que le implantaron unas válvulas artificiales, como avisos de amenaza y chantaje. Luego los golpes se detuvieron en la habitación del hospital y fue como si alguien hubiera desconectado un televisor. Ni él ni su hija volvieron a encender el que ella siempre miraba, silencioso ahora e inútil como un mueble anacrónico, con su pantalla convexa y gris reflejando la sala que ella nunca más iba a limpiar con devoción neurótica y el sofá donde ya no estaba sentada, con su alto peinado rígido y su maquillaje excesivo, con una copa transparente en la mano.
Golpes metálicos resonando en el pecho de una mujer enferma como una torpe maquinaria que sostenía en ella el ritmo difícil de la vida: redobles de tambor y toques de trompeta a lo lejos, viniendo del oeste, traídos hacia él por el viento en el que había un olor a lluvia próxima. Frente a la entrada del cuartel ya se habría formado la guardia y un suboficial estaría izando la bandera. Salió del hotel y caminó despacio por la avenida, contra el viento, pasando junto a los garajes donde empezaban a levantarse las cortinas metálicas y los escaparates inmensos de las tiendas de coches y cruzándose con oficinistas madrugadores y ateridos, estudiantes que subían hacia el instituto, hombres del campo que llevaban de la brida sus bestias. En el lugar de la antigua estación ahora había un parque con una gran fuente en el centro: por las noches la veía iluminada desde su habitación, y el conserje le había explicado, con orgullo local, que no había en toda la provincia un chorro de agua que subiera tan alto o tuviera aquellos cambios de luces. Bajó hasta la calle Nueva, se detuvo en la esquina del hospital de Santiago, pensando continuar en dirección a la plaza del General Orduña, pero entonces vio frente a él una ancha calle con dos filas de castaños de Indias que descendía hacia el sur y parecía acabarse frente al mar. Las casas blancas a ambos lados eran más bajas que las copas de los árboles, y en lo más hondo, a la derecha, contra el perfil alto y brumoso de la sierra de Mágina, se veía sobre los tejados el depósito de agua del cuartel. «No tiene pérdida», le habían dicho una vez en la estación, «en cuanto llegue al final de la calle Nueva podrá ver el depósito». Vestía aquella mañana un traje de lino gris claro que le daba, junto al bronceado de Ceuta, un cierto aire de indiano. Llevaba una maleta ligera en la que no guardaba más que su uniforme con la estrella de ocho puntas recién cosida a las bocamangas, su correaje y su pistola, unos pocos libros forrados con papel de periódico, una muda de ropa interior. Pero estaba cansado del viaje y no tenía ganas de llegar tan pronto al cuartel y empezar la ceremonia extenuante de presentaciones, parabienes y saludos, el probable encuentro con viejos compañeros, los brindis con mediocre jerez en la sala de oficiales. Parecía mentira, le dirían, con entusiasmo, con envidia oculta y rencor, treinta y dos años y ya era comandante. En Ceuta, su mujer, cuando supo la noticia, compró dos benjamines de champán y rompió a llorar mientras brindaban, se atragantó y manchó su amplio vestido de embarazada. En cuanto encontrase una vivienda adecuada mandaría a buscarla: quién sabe cómo sería esa ciudad perdida a donde iba destinado, Mágina, qué incomodidades deberían ella y el niño soportar si desde el principio se marchaban con él. En los recuerdos y en los sueños algunas veces las confundía a las dos: la hija y esposa y madre de militares españoles, la bibliotecaria americana con la que se casó veinte años después por la exclusiva razón de que la había dejado embarazada la única vez que se acostó con ella. Algo tenían en común: las dos eran católicas, hacia ninguna de las dos había sentido nada que se pareciera al amor. Incluso hubieran podido intercambiar sin dificultad los reproches que preferían hacerle, el hábito de las lágrimas en los dormitorios oscuros y tras las puertas cerradas y del vengativo silencio. Se recordó liviano y solo, en la mañana de abril, en una ciudad desconocida, sin necesidad ni nostalgia de nadie, sin la obligación perpetua de simular y asentir, caminando por calles empedradas donde verdeaba la grama al sol oblicuo, dorado y tibio de las once, sentado luego en un café, en los soportales de una plaza donde había una torre y la estatua circundada de acacias de un general a quien él conocía, porque sirvió a sus órdenes en la guerra de África. El perfil de la estatua era singularmente fiel a su modelo: en la plaza de Mágina, como en las barrancas peladas de Marruecos, el general Orduña miraba hacia el sur con la altanería estupefacta de quienes ganan batallas por casualidad y no llegan a comprender en qué momento ni por qué motivo un confuso desastre se convierte en victoria.
Pero ahora la calle que iba hacia el cuartel no se llamaba Catorce de Abril sino Dieciocho de Julio: la sórdida fecha tenía para él algo de conmemoración personal. Si no hubiera ido solo no se habría atrevido a bajar por ella: cómo explicarle a su hija que no tenía nostalgia de haber sido un militar, que lo que estaba buscando no era un escenario muerto y tal vez vergonzoso del pasado, sino la solución a un enigma imposible, el de su vida hasta los treinta y dos años, el de su entrega inflexible a una tarea que nunca le importó: la de llegar a ser lo que otros decidieron que fuese y aclimatarse desde el final de la infancia a la disciplina militar tan sin esfuerzo ni deseo como si no hubiera otro destino posible para él. Al cruzar la calle Nueva desde la esquina del hospital casi le arrebató el sombrero el viento que venía de las colinas de olivares del oeste. La pendiente le obligaba a caminar más aprisa y le concedía el sentimiento tranquilizador de no ser él mismo quien guiaba sus pasos. Parecía que la calle y el horizonte se ensanchaban y que eran más altos los castaños. Con las puertas de las casas abiertas de par en par las mujeres barrían y fregaban los zaguanes y algunos hombres con boinas y pellizas y pantalones de pana cinchaban mulos atados a las rejas y luego emprendían el camino del campo echándose sobre los hombros las riendas de cáñamo. Al bajar por la acera le llegaba el olor caliente de las cuadras y oía ráfagas de seriales y de canciones de la radio mezcladas con voces agudas de mujeres que apuraban a sus hijos porque se les estaba haciendo tarde para ir a la escuela. Niños con mandiles azules, con carteras al hombro, con el pelo mojado y aplastado, salían de los portales y se quedaban mirándolo con interés y recelo, igual que algunas mujeres que lo examinaban sin disimulo y sólo seguían barriendo cuando él había pasado. Pero ya no tenía aquel miedo absurdo a ser reconocido que estuvo inquietándolo los primeros días. Quién iba a conocerlo después de tantos años, a quién de los supervivientes de entonces podía importarle su regreso, si él mismo ya era otro, si ni siquiera tenía la sensación de volver. Tan desconocido como entonces, tan despojado, tan sereno, llegó al final de la calle, a la explanada desnuda frente al terraplén y al horizonte del valle, sumergido todavía en una niebla azul claro en la que se hundían como raíces colosales las estribaciones de la Sierra. A la derecha, al otro lado de las casas, se alzaba el volumen de piedra oscura del cuartel, con sus torreones en los ángulos, con los alféizares de ladrillo rojo, con el portalón abierto entre dos garitas con almenas y el escudo rojo y dorado del arma de Infantería. A la izquierda, hacia el este, se prolongaban por las laderas arboladas de las huertas las ruinas de la muralla antigua de Mágina, los tejados y las fachadas blancas de los miradores, las iglesias de los barrios del sur. Ésta sí era la ciudad que él había conocido, la que había ido descubriendo a lo largo de una mañana perezosa de abril, con las manos en los bolsillos de su pantalón de turista o de indiano, pues le habían guardado la maleta en aquel café de la plaza del General Orduña, con una secreta felicidad indolente que le era más valiosa porque hasta entonces apenas había sabido que existiera y no iba a durarle más que unas pocas horas. «Mi comandante, ya nos tenía preocupados, lo esperábamos a primera hora de la mañana, y el coronel Bilbao nos dijo que usted nunca se retrasa.» En cuanto vio a aquel teniente tan joven cuadrarse ante él y mirarlo con sus ojos fijos y fanáticos bajo la visera de la gorra supo que era un peligro. Pero eso fue más tarde, después de las siete, cuando ya anochecía. Se quedó dos horas sentado en el velador de los soportales, rodeado por el rumor de los grupos de hombres del campo que fumaban de pie y parecían esperar algo que no llegaba a suceder, se permitió, pues nadie iba a saberlo, una cerveza y un vermú, comió tranquilamente en una fonda de la calle Mesones, disfrutando de cada minuto memorable y trivial, mirando por la ventana a las mujeres que pasaban, bajó al azar por una calle con cafés y pequeñas tiendas de tejidos y se encontró de repente en una plaza que le pareció de una horizontalidad ilimitada, con palacios de piedra amarilla y escalinatas y patios con columnas de mármol y una iglesia al fondo que tenía una portada con bajorrelieves de centauros y estatuas de mujeres con los pechos al aire que sostenían escudos nobiliarios. Como en las ciudades marítimas, un abismo de azules se desplegaba al final de algunas calles orientadas al sur. De vez en cuando, entre el escándalo de las campanas, oía los toques lejanos de la trompeta del cuartel y un redoble de tambores monótonos. Pero, inexplicablemente para él, que había vivido siempre acuciado por los relojes y las obligaciones, no tenía prisa, y volvió hacia el centro de Mágina desviándose al azar por los callejones umbríos y las pequeñas plazas con acacias o álamos donde sólo escuchaba voces y ruido de cubiertos en el interior de las casas, cascos de caballerías, pasos igual de solitarios que los suyos. Al volver una esquina lo sorprendió una espadaña por donde la hiedra había trepado hasta alcanzar la cruz de hierro que la culminaba y la fachada de un palacio flanqueado de rudas torres medievales que tenía en el alero una fila de gárgolas. Luego no supo en qué lugar de la ciudad había encontrado la tienda del anticuario donde compró el grabado de Rembrandt que colgó aquella misma noche en su dormitorio del pabellón de oficiales. Andaba distraído y cansado, por culpa de la caminata tan larga y de la cerveza y el vermú, llevaba un rato queriendo orientarse y decidió que debía preguntar a alguien. La tienda ocupaba la planta baja de un palacio con los muros abombados y las piedras oscurecidas de humedad y de líquenes, y en el escaparate, tras la reja de una ventana, había un arcón viejo, un almirez de cobre, un jarrón agrietado de porcelana azul, un grabado sombrío, sin enmarcar, con los bordes gastados y curvándose hacia el interior como los de un pergamino. Un hombre joven cabalgaba sobre un caballo blanco por un paisaje nocturno. Había tras él la sombra boscosa de una montaña y el perfil de algo que parecía un castillo abandonado, pero el jinete le daba la espalda, con desdén, casi con vanidad, con la mano izquierda apoyada en la cadera, con una expresión de absorta serenidad y arrogancia en la cara tan joven. Era indudablemente un soldado, alguna clase de guerrero: llevaba un gorro que parecía tártaro, un arco y un carcaj lleno de flechas, un sable curvo y enfundado. El comandante Galaz, que no solía fijarse en la pintura ni en las antigüedades, se lo quedó mirando un rato en el escaparate y luego entró en la tienda y pagó por el grabado una cantidad mínima: él mismo se extrañó de hacerlo, porque carecía de la costumbre de hacerse regalos. Pero ya siempre lo llevó consigo y lo tuvo colgado frente a sí en todos los lugares donde vivió su vida futura y su destierro. Lo había traído ahora, en su equipaje escaso, guardado en un cilindro de cartón, lo desclavó otra vez y lo volvió a guardar en la misma funda el día en que decidió volver para siempre a América, y cuando su hija, dieciocho años más tarde, al día siguiente de su entierro, fue al almacén de la residencia de ancianos a recoger las cosas que le habían pertenecido, sólo encontró un baúl lleno de fotografías tomadas en Mágina, una Biblia en español y un cilindro de cartón en cuyo interior había media docena de diplomas militares y aquel grabado del jinete que cabalga temerario y sonámbulo en medio de la oscuridad.