No quiso continuar acercándose a la puerta del cuarteclass="underline" ya oía, sobre la grava del patio, los pisotones de los soldados que hacían instrucción y las voces de mando de los suboficiales. A los sesenta y nueve años aún soñaba angustiosamente algunas veces que escuchaba el toque de diana y no tenía fuerzas para levantarse o carecía de una parte del uniforme, de modo que sería arrestado en cuanto el sargento de semana pasara revista. Pero se le hacía tarde, eran más de las nueve, cuando llegara al hotel su hija ya estaría cansada de esperarlo. Pensó mentirle cuando le preguntara a dónde había ido. Volvió aprisa, por las mismas calles, mirando apenas a su alrededor, un poco asombrado por su indiferencia. En recepción le dijeron que su hija estaba desayunando en el bar. La vio detrás de los cristales, recién duchada, con el pelo húmedo y la cara de sueño, ajena a él, conversando en la barra con alguien. Iba a empujar la puerta y la curiosidad y los celos instintivamente le hicieron detenerse: su hija hablaba con un hombre a quien él no conocía, no muy joven, de treinta y tantos años, le sonreía y se inclinaba con atención hacia él.
Me rebelaba en silencio contra ellos, bajando la cabeza, procurando no mirar a sus ojos, no ver sus caras endurecidas por la obstinación del trabajo y de la voluntad, por el estupor de no entender y la decisión de no aceptar lo que no comprendían y les daba miedo. El mundo había cambiado a su alrededor, había en casa televisión y frigorífico y cocina de gas y hasta un grifo de agua corriente en el patio, había tractores en el campo y máquinas de cavar y segadoras, pero en ellos la única novedad era el asombro, porque el recelo que ahora sentían no era sino una derivación del miedo de siempre, del terror vivido, aprendido y heredado, del hábito de hablar en voz baja y con medias palabras y no poseer más garantía de supervivencia que la mansedumbre y la reclusión inquebrantable en los lazos de sangre. De qué manera había cambiado todo, que rápido, como en esas películas en las que se ve a una pareja de granjeros pobres y recién casados que cortan y amontonan fatigosamente troncos en medio de un valle salvaje, y empiezan a construir una cabaña, y en seguida la cabaña está terminada y es invierno y sale humo por la chimenea, y en el interior, junto al fuego, la mujer amamanta a un niño rubio, y en un parpadeo de los ojos el granjero mísero va vestido con levita y sombrero blanco y conduce un coche de caballos por una alameda que no ha tardado ni dos minutos en crecer, y en el siguiente fotograma el niño que hace nada era amamantado es adulto y se despide de su madre para ir a la guerra, y vuelve de ella al cabo de varios años, y sus padres tienen el pelo blanco y lo reciben en el porche de una casa con columnas delante de la cual no hay un coche de caballos, sino un automóvil, y ya no hay manera de saber quién es el padre ni quiénes son los hijos ni de quién es el funeral que se celebra en un cementerio con césped unos segundos antes de que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las palabras «The end». Pues a esa velocidad se transfiguraban las cosas, no ya en los relatos de los viajeros que venían de Madrid contando maravillas, sino en la misma Mágina, y a ellos les pasaba en la realidad igual que viendo las películas, que se les iba el hilo, que no reconocían los cambios de los personajes, que no alcanzaban a cubrir los tiempos eludidos entre los fotogramas ni a vincular el pasado inmediato con el vertiginoso presente. Que un niño de pecho se convierta en adulto en dos minutos de película ofendía el riguroso sentido de la verosimilitud de mis abuelos, pero no era más concebible que un guarnicionero al que habían conocido siempre cosiendo albardas y jáquimas en un portal fuera ahora un magnate de la ferretería, por ejemplo, o que un triste vendedor a comisión de máquinas Singer poseyera una cadena de tiendas de electrodomésticos y condujera un Dodge Dart. Todo era inverosímiclass="underline" las familias en cuyos cortijos trabajaba mi abuelo en su juventud ahora estaban en la ruina, y sus palacios eran derribados para construir bloques de pisos. Los hijos desobedecían a los padres y abandonaban el campo para trabajar en la construcción, en los talleres de coches o de carpintería metálica; las mujeres fumaban en público y llevaban pantalones, los hombres se dejaban el pelo largo y parecían mujeres, a los cantantes no se les entendía, se estaba volviendo habitual el escándalo: contaban que un hijo del subcomisario Florencio Pérez, que iba para cura, abandonó de repente el seminario y se hizo comunista y ateo, y cuando vino a Mágina traía el pelo por los hombros y una barba sucia y enredada, así como una novia o amante extranjera con una falda tan corta que se le veían las bragas. «¡Casas de veinte pisos!», declamaba mi abuelo Manuel, «¡Cintas magnetofónicas! ¡Máquinas de varear los olivos!» Platos de duralex, muebles de formica que relegaron como una vergüenza a los pajares las pesadas mesas y aparadores y las sillas de anea en las que anidaban las chinches, neveras que enfriaban las cosas sin necesidad de cargarlas de hielo, estufas de butano, braseros eléctricos… Pero todo, en el fondo, era falso: la carne de los pollos gigantes sabía a paja, los huevos de las gallinas condenadas al insomnio en las granjas modernas tenían las yemas pálidas y no alimentaban, la leche de botella debilitaba a los niños, el butano era más venenoso que el humo de un brasero mal apagado y podía estallar como una bomba derrumbando casas enteras, la luz de los televisores podía dejarlo ciego a uno, los cantantes de la televisión en realidad no cantaban, sólo movían los labios y agitaban las caderas, la mitad de las noticias que daban en los telediarios eran mentiras, los americanos no habían llegado a la Luna, si se continuaba abandonando la tierra aquel simulacro de prosperidad se hundiría para devolvernos al año cuarenta y cinco, a los tiempos más negros del hambre.
Bajo el brillo como de tecnicolor que había adquirido el mundo ellos sospechaban la torva perduración de todas las viejas amenazas: no confíes en nadie más que en ti mismo y en los tuyos, no te señales nunca en nada, que no se te olvide lo que les pasó a tantos que se destacaron por ambición o imprudencia, o ni siquiera eso, que tuvieron mala suerte y fueron arrastrados cuando llegó la venganza como por una inundación: el vecino de la casa de al lado, o su hijo, aquel que vivía en Madrid y escribía en los periódicos y murió en un tiroteo con los guardias civiles, el pobre tío Rafael, que se pasó diez años en el servicio militar y volvió medio tísico y comido de piojos y de feroces sabañones que al cabo de casi treinta años seguían lacerándolo, el teniente Chamorro, asediado siempre por la policía, tan habituado como un ladrón a las humedades y a las humillaciones de la perrera. En la huerta, cuando el teniente Chamorro, en los descansos del almuerzo, hablaba de la revolución social y de la colectivización de la tierra, el tío Rafael lo escuchaba embobado y mi padre se quedaba mirándome de soslayo y yo lo notaba cada vez más incómodo. En invierno, hacia las diez de la mañana, comíamos embutidos y carne con tomate en la casilla, al calor de la lumbre, y en verano buscábamos la sombra fresca de un granado y mi padre me mandaba a buscar tomates, cebollas, pimientos y guindillas que yo lavaba bajo el chorro helado de la alberca y luego él cortaba en trozos menudos y aliñaba con aceite y sal en una fuente de barro, y el tomate carnoso y fresco y los trozos de pan untados en aceite tenían en el paladar un sabor inmediato de paraíso y de abundancia que otorgaba una sagrada materialidad a las invocaciones libertarias del teniente Chamorro: la tierra era pródiga y agradecía el trabajo honrado y cuidadoso, sólo algunos hombres rapaces la convertían en un infierno envenenado de necesidad y de usura, y alguna vez, en el porvenir, igual que en los primeros días de la humanidad, la única tarea noble sería el trabajo de las manos y el de la inteligencia, y el dinero y la explotación del hombre por el hombre se habrían olvidado. Mi padre, tan indiferente a la fatiga y a la somnolencia como al resplandor de aquellas profecías, se ponía en pie, limpiaba su navaja en el pantalón, daba una palmada. «Venga, a trabajar, que se os van las horas muertas diciendo tonterías.» El teniente Chamorro, viejo y digno, con su boina sucia y sus gafas graduadas, movía la cabeza mientras tapaba su fiambrera y respondía con palabras aprendidas en los ateneos de su juventud. «Protesto enérgicamente. El peor enemigo de la libertad y de la justicia no es la dictadura de Franco, sino la ignorancia de los pobres.» El teniente Chamorro había aprendido a leer y a escribir durante su servicio militar en el cuartel de Mágina, donde alcanzó el puesto de cabo mecanógrafo un poco antes de que empezara la guerra. Se enroló en las milicias que combatieron en la Sierra el avance de los facciosos desde la provincia de Granada, y con sorpresa suya descubrió que tenía aptitudes para la estrategia y el mando. Por iniciativa del comandante Galaz fue enviado a la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, de donde salió con el grado de teniente de Artillería. Fue apresado en la retirada de Cataluña, pasó varios años en la cárcel y cuando lo soltaron volvió a Mágina para trabajar otra vez a jornal en el campo. Pero seguía leyendo cualquier libro que encontraba con la misma pasión con que había leído casi todos los de la biblioteca del cuartel, y tenía una máquina de escribir donde mecanografiaba con lentitud y paciencia recuerdos de su vida y prolijos tratados de economía libertaria cuyas hojas iba quemando por prudencia a medida que las terminaba. Algunas tardes y casi todos los domingos bajaba a la huerta con el tío Pepe y el tío Rafael para ayudar a mi padre. Si faltaba varios días seguidos era que lo habían llevado preso a la perrera, no porque hubiera conspirado, pues según decía ya le faltaban fuerzas y entusiasmo, y lo cansaban la inutilidad, la poca ventilación y el exceso de humo de las reuniones clandestinas, sino por costumbre, porque el general Franco iba a pasar cerca de Mágina camino de sus cacerías en la Sierra o porque se anunciaba la visita a la ciudad de un ministro o de un arzobispo. Entonces el subcomisario Florencio Pérez, que era amigo suyo de la infancia, iba a su casa con una expresión patética de contrición y de luto y le decía, sentado en la mesa camilla, tomando tal vez un dulce y una copa de aguardiente que la mujer del teniente Chamorro le ofrecía como a una visita de respeto: «Chamorro, no tengo más remedio, me veo en la triste obligación de cumplir con mi deber.»