Un nombre escrito en una cartulina, en la primera línea de un formulario, escondido entre docenas de nombres y apellidos y filiaciones y edades, en uno de los paquetes de fichas atados con una goma elástica que llevaba todas las semanas a la comisaría un botones del Consuelo, y que habría acabado en el incinerador o en las estanterías del sótano después de un examen reticente, aunque distraído, si el subcomisario Florencio Pérez no se empeñara en revisarlos aunque ya lo hubieran hecho sus subordinados. Decía subordinados por llamarlos de algún modo, porque en realidad vivía atemorizado por ellos, chuleado, ésa era la verdad, pensaba cuando la ira le permitía concederse una palabra innoble, encerrado en su despacho, asediado más bien, liando cigarrillos con mano un poco temblorosa frente al balcón que daba a la plaza del General Orduña y conjeturando endecasílabos que ya no iba a escribir, imponiéndose tareas monótonas y absorbentes, como aquella tan inútil de revisar una por una las fichas de los hoteles cuando ya las habían repasado los dos inspectores a sus órdenes, los de la secreta, les decían en Mágina, aunque no había nadie que no los conociera o que viéndolos por primera vez no dictaminara su condición de policías, policías modernos, eso sí, de nueva ola, como los curas de clergyman, pensaba el subcomisario con resentimiento y desdén, sin bigotes de cepillo, mirada ceñuda y trajes mal planchados y como de luto: los dos llevaban bigote, desde luego, pero eran bigotes feraces, caídos hacia las comisura de la boca, como los de un presentador de la televisión, con esa repulsiva y nada higiénica proliferación capilar que constituía para el subcomisario el signo más lacerante de los nuevos tiempos. Llevaban, al unísono, patillas largas y gafas de sol con los cristales verdes y en forma de pera, corbatas de lazo ancho, camisas con los picos de los cuellos monstruosamente largos, chaquetas de doble cruce con botones dorados y pantalones de pata de elefante, y en vez de los inveterados cafés con leche y carajillos de coñac que habían nutrido desde que el mundo era mundo o desde que el subcomisario recordaba las mañanas inhóspitas y las noches en blanco de los policías de Mágina, ellos cruzaban con arrogancia taurina la plaza del General Orduña y se acodaban en la barra de aluminio del Monterrey para tomar cañas con gambas a la plancha o cubalibres de ron, jugándose las convidadas a los chinos e intimando con las mujeres rubias que fumaban en los veladores de los soportales y con los hijos más perdidos de las mejores familias de la ciudad, entre los que también solía verse, con gran dolor del subcomisario, que aliaba a la afición taurina el patriotismo local y la preocupación por los desvíos de la juventud, a Carnicerito de Mágina, que había tenido una actuación más bien deslucida en la última feria de octubre y pasaba el invierno holgazaneando en los bares y dejando aparcado su Mercedes blanco en las zonas prohibidas, sin que los municipales se atrevieran nunca a ponerle una multa.
A él, al subcomisario Florencio Pérez, los inspectores le llamaban, con bochornosa franqueza, «el abuelo», le daban palmadas en la espalda, según la nueva moda de la espontaneidad, se interesaban afectuosamente por la fecha próxima de su jubilación: ¡había que dar paso a las generaciones jóvenes! Fumaban Winston de contrabando y redactaban impresentables informes enturbiados de siglas y de faltas de ortografía que el subcomisario ya ni siquiera se molestaba en subrayar con lápiz rojo. En la mesa camilla del teniente Chamorro, sentado frente a una copita de anís y un plato de borrachuelos, el subcomisario Florencio Pérez, ex combatiente, ex cautivo, ex secretario de la Acción Católica de Mágina, daba salida a su amargura: «Chamorro, no se me obedece, no se me tiene consideración, no se respetan mis canas. ¿No fui yo siempre abanderado de todos los avances de la criminología? ¿No he dedicado con abnegación ejemplar mi vida entera al servicio del Régimen? Pues ahora me apartan como a un retablo viejo» (y al decir lúgubremente esta última frase se dio cuenta con satisfacción fugaz de que le había salido un alejandrino: célebre o desconocido, uno era poeta desde que nacía, lo llevaba en la sangre).
De modo que llegaba por las mañanas después de tomarse el primer café con leche en el Royal, al principio de la calle Mesones, tosiendo con solemnidad cavernosa por culpa del primer cigarrillo liado, y al pasar junto a la cola de pueblerinos que habían llegado en los primeros autocares de línea para hacerse el carnet de identidad gozaba de un breve preludio de orgullo recobrado cuando los veía apartarse a su paso y dejar libre la puerta de la comisaría, con un murmullo de respeto, algunos hombres hasta se quitaban las boinas o los arcaicos sombreros que se habían puesto para venir a la capital de la comarca, y las mujeres usaban todavía pañolones negros y refajos de luto y no sabían firmar: olían a campo, a sudor, a penuria, como las muchedumbres feroces que solían invadir la plaza muchos años atrás, pero eran dóciles y se acercaban a las ventanillas con el mismo recogimiento que al confesionario, y cuando él, por hacer algo, y a espaldas siempre de los inspectores, accedía a rellenarles a algunos de ellos la solicitud de carnet y les indicaba con seca amabilidad la esquina del impreso donde debían trazar una de aquellas firmas laboriosas, los veía maravillarse de lo que él mismo llamaba la sencillez de su trato con los inferiores y lo anegaba un modesto acceso de felicidad evangélica, bienaventurados los mansos, pensaba, bienaventurados los limpios de corazón. Pero pasaba junto al cuerpo de guardia y los policías de uniforme gris miraban hacia otro sitio para no cuadrársele, y en cuanto a los inspectores prefería no verlos, andaba por el pasillo sombrío husmeando su olor a colonia Varón Dandy como un animal pusilánime que olfatea sus depredadores, temiendo encontrarse con alguno de ellos y no ser saludado con el debido respeto. Con frecuencia, a primera hora de la mañana había suerte, porque los inspectores no llegaban, como él, en cuanto daban las ocho en el reloj de la plaza, ya que según decían dedicaban las noches a practicar informaciones oculares por los locales de esparcimiento donde tenían su refugio los malhechores de la ciudad y a vigilar con sigilo los domicilios particulares en los que había fundadas sospechas de que celebraban reuniones clandestinas los elementos subversivos de la localidad, entre ellos el teniente Chamorro, de quien le constaba al subcomisario, y a cualquiera, que a las once de la noche estaba puntualmente dormido, después de echarle a su burra diminuta un buen pienso de paja mezclada con trigo abundante, beber un gran vaso de agua para limpiar el organismo y leer durante media hora en la cama algún libro de enseñanza y provecho.
Tenía sobre la mesa, que seguía siendo su arqueológica mesa de roble, pues le negaba resueltamente la entrada a su despacho a los muebles metálicos, los paquetes de fichas de los últimos dos meses, ordenados por hoteles y fondas. Era verdad que el turismo progresaba en Mágina, aunque decayera tanto después del verano y de la feria de San Miguel. En un artículo de Singladura lo había expresado con vehemencia Lorencito Quesada: el turismo era el nuevo maná del siglo veinte para estas tierras secularmente retrasadas. Había encendido su estufilla eléctrica, que le calentaba los pies en aquella nevera donde nunca daba el sol, por culpa de la sombra húmeda de la muralla, aunque nunca podría compararse al calor familiar de un brasero de orujo. Había rezado un padrenuestro frente al crucifijo colgado entre las fotografías del Caudillo y de José Antonio, y luego, tras un examen rápido de la plaza, de los soportales y de la estatua impávida del general -«…eternizan el bronce tus hazañas…»- se frotó las manos como siempre que tenía por delante una tarea placentera y se dispuso a dedicar las horas más tranquilas de la mañana a la revisión de las fichas de los transeúntes. Desprendía las gomas elásticas, ponía un montón de cartulinas a su izquierda, junto al pisapapeles de la basílica de Montserrat, las golpeaba por los cantos como un mazo de naipes para que no sobresaliera ningún pico, se olvidaba de todo, hasta del paso del tiempo y de los campanazos estremecedores del reloj de la torre, ya no oía el ruido cada vez más molesto del tráfico que entorpecía la plaza, se humedecía el pulgar de la mano derecha, inspeccionaba reflexivamente la primera ficha de todas, como para asegurarse de que no era una falsificación, y conforme iba leyendo nombres y fechas de llegada y salida y lugares de origen la imaginación se le iba hacia las ciudades y países de donde procedían los viajeros, pensando a veces con un poco de remordimiento tardío que él no había estado casi en ninguna parte, aunque en el fondo tampoco le importaba, dónde se podía vivir más a gusto que en Mágina, la Salamanca andaluza, como escribía siempre Lorencito Quesada, con el embrujo de sus calles, la nobleza de sus palacios, el esplendor de su Semana Santa, a la que no le hacía sombra ni la de Sevilla, la acendrada devoción y la austera sencillez de sus gentes, la majestad de sus iglesias, de ese hospital de Santiago al que todos reputaban como segundo Escorial. Y al cabo de una o dos horas, ya fatigado de leer nombres de desconocidos, pasaba las fichas con menos atención -había una separada de las otras, con una indicación que decía: «¡ojo!»: era la de un profesor que había llegado a principios de curso al instituto, y del que se tenía información fehaciente sobre sus actividades de proselitismo en la Universidad de' Madrid -, cuando vio de pronto aquel nombre escrito, y se subió las gafas sobre la nariz para estar seguro de que lo había leído correctamente. Al principio dejó la cartulina frente a él, sin mirarla de nuevo, aislada, tan singular al lado de las otras como la estatura de un hombre que sobresale de una multitud. Leyó de nuevo el primer apellido, Galaz, escrito a bolígrafo sobre una línea de puntos, con mayúsculas, como una arrogante afirmación, y comprobó que no podía tratarse de una coincidencia, porque el nombre y el segundo apellido eran los que él recordaba, y luego sus ojos se detuvieron en la firma y vio que no había cambiado mucho en los últimos treinta y siete años: era igual a la que había al pie de la orden mecanografiada que decretaba la puesta en libertad del detenido Florencio Pérez, y que él había guardado siempre en un cajón de su mesa de noche como recuerdo de los tiempos en que estuvo a punto de ser fusilado. La edad coincidía, y el lugar de nacimiento, Madrid, pero en el apartado de la profesión ponía bibliotecario, y su residencia actual era una ciudad de los Estados Unidos que se llamaba Jamaica, Queens: qué raro, él siempre pensó que Jamaica era un país del Caribe, pero cualquiera sabía, si el mapa del mundo no hacía más que cambiar, igual que todo, ahora los países variaban de nombre con la misma facilidad que los conjuntos de música moderna en los que cantaba su hijo menor, el que más disgustos le daba, el preferido en secreto, el hijo pródigo.