Pero la luz estaba encendida, y los visillos descorridos, y la mancha de claridad se extendía a través del pequeño jardín inundado de hojas por los primeros vendavales del invierno hasta llegar a la verja. Vio a su padre de pie tras la ventana del comedor, y deseó que el Praxis no saliera del coche, aunque ahora no sentía desconfianza ni atracción hacia él. A ninguno de los dos se le ocurría una despedida convincente. Él apagó el motor y detuvo los limpiaparabrisas ya inútiles y en el silencio incómodo que no sabían romper escucharon el rumor poderoso del viento invernal entre los árboles de la colonia. Vuelto a medias hacia ella encendió un cigarrillo y la llama del mechero iluminó una cara que ya no parecía joven: la cara de alguien dotado de la vida y la experiencia remota de los hombres maduros. Pensó que la iba a besar y que tal vez no se negaría: se acordó de otras despedidas semejantes, junto al porche de madera blanca de su casa de Queens, compañeros de la high school que la traían de una fiesta en los coches de sus padres y que al intentar ávida y confusamente besarla le dejaban en la boca un sabor agrio de cerveza y tabaco. «Bueno», dijo, sonriendo, con un exceso anglosajón de formalidad, tendiéndole una mano en el espacio angosto del coche, como si hubiera salido a despedirlo al vestíbulo, ya sí tengo que irme». ¿Habría sido más correcto invitarlo a entrar, al menos para darle la ocasión de agradecer el ofrecimiento y rechazarlo con una disculpa? Pero sospechaba, dentro de su confusión, que si lo invitaba a entrar él aceptaría, y no podía imaginarse entonces el encuentro con su padre, el modo en que éste lo miraría de arriba abajo con un creciente desagrado por su desaliño y su locuacidad. Vagamente acordaron que volverían a verse: él estrechó su mano sin retenerla más de unos segundos y no puso en marcha el motor ni encendió los faros hasta que no la vio desaparecer al otro lado de la verja. Sabiendo que era observada cruzó la calle más erguida, consciente de su estatura y de su paso, del ritmo con que movía sus caderas, tan incómoda como si llevara zapatos altos de tacón. Mientras empujaba la verja pensó volverse hacia el coche que aún no se había movido para decir adiós con un gesto de la mano, pero entonces escuchó con alivio el motor y vio su sombra y los barrotes proyectados por los faros sobre la grava del jardín. De nuevo en la oscuridad, que olía a tierra húmeda y a hojas podridas, abrió la puerta de la casa y frotó las suelas de las botas contra la alfombra donde ponía «Bienvenidos». Al colgar su cazadora en la percha del vestíbulo comprobó que el abrigo y el sombrero de su padre aún estaban mojados: sin duda él también acababa de volver y no había tenido tiempo de inquietarse por su ausencia. Si él le preguntaba decidió no mentirle: pero su padre no le preguntó. Estaba sentado en el sofá, junto a una mesa baja donde había una lámpara encendida y dos copas de coñac, de espaldas a la ventana, con un libro sobre las rodillas y una pequeña estufa eléctrica cerca de los pies, y no parecía el mismo hombre cuya silueta oscura había visto ella unos minutos antes asomada al jardín. Pero ya conocía el modo rudimentario en que disimulan los hombres y se dio cuenta de que esa actitud era falsa: la había esperado de pie junto a la ventana, había visto el coche e intentado vislumbrar la cara del conductor, al oír que se abría la puerta de la verja se había apresurado a sentarse de nuevo en el sofá y a fingir que estaba tan absorto leyendo que ni siquiera advirtió su llegada. La luz de la lámpara acentuaba su perfil agudo y sus rasgos angulosos y enjutos, sus cejas espesas, la doble arruga vertical a los lados de la boca. En la penumbra de la habitación se hacía más cerrada la noche por la que cabalgaba el jinete del grabado. Su padre alzó los ojos del libro, por encima de las gafas, y como hacía siempre que ella llegaba se las quitó para esperar un beso, sonriéndole. Sentada muy cerca de él, en un brazo del sofá, le tocó la cara con sus dedos fríos y le dijo que en seguida iba a ponerse a prepararle la cena. Le preguntó qué estaba leyendo: había notado que al aproximarse ella su padre volvía el libro boca abajo y lo deslizaba hacia el ángulo más apartado de la mesa. Como en broma él retuvo su mano: no era algo que a ella pudiera interesarle. Ágilmente, riendo, como cuando era niña y jugaban a pelearse, alargó la mano libre y obtuvo lo que buscaba y se apartó de él hacia el otro extremo de la habitación. Pero no se trataba de un libro: eran dos fotografías con marcos de cartulina y protegidas con papel de seda, cada una de ellas con una firma en cursivas doradas en el margen inferior derecho, dos erres mayúsculas y enlazadas como en el emblema de los Rolls Royces, Ramiro Retratista, leyó. Su padre, serio de pronto, le pidió que se las devolviera. Ella encendió la luz del techo para verlas mejor y levantó el papel de seda que protegía la primera: un militar joven, retratado en escorzo, con la gorra de plato un poco ladeada y una estrella de ocho puntas sobre la visera, sonriendo apenas bajo un bigote muy fino. En la segunda, que era sin duda una instantánea, el mismo militar, mirando hacia arriba desde el tramo intermedio de una escalinata, permanecía en posición de firmes y tenía la mano derecha extendida junto a la sien. Tardó en reconocer a su padre porque era la primera vez en su vida que veía imágenes de su juventud.
Había sonado el timbre y al oírlo pensó que sería su hija quien llamaba, pero le extrañó, porque ella nunca se olvidaba las llaves, igual que no se olvidaba de recoger la ropa sucia del cuarto de baño ni de retirar cada noche antes de acostarse los ceniceros o las copas, con un sentido del orden natural e instintivo, que la circundaba en la casa como el olor de la colonia que usaba, sin esfuerzo, sin premeditación, del mismo modo que otras personas fomentan el desorden con su sola presencia. Entraba en su dormitorio cuando ella no estaba, no por esa turbia curiosidad policial de un padre hacia su hija adolescente, sino para complacerse a solas y sin las limitaciones del pudor en la ternura de que ella existiera, veía su ropa en el armario, sus libros alineados en una estantería, sus discos, que él íntimamente detestaba, los pares de zapatillas deportivas y de botas, la ropa interior y las camisas y jerseys doblados en los cajones, y le gustaba el limpio olor femenino y el orden en el que parecían cobijarse todas las cosas, y cada pormenor le confirmaba su amor hacia ella y la gratitud por la fortuna que había tenido al engendrarla, al asistir a su crecimiento y a su aprendizaje, al haberla inducido tal vez, involuntariamente, a poseer una serena actitud de certidumbre que se manifestaba en la disposición de los objetos que le pertenecían tan indudablemente como en los rasgos de su cara o en su manera de mirar.
Pero había sonado el timbre otra vez, era posible que ella hubiera vuelto y que al detenerse ante la verja se diera cuenta de que olvidó las llaves al salir, se disculparía cuando él le abriera, y se levantó del sofá y pensó que nada más entrar vería el cenicero colmado y la botella de coñac sobre la mesa de la lámpara, reprobando en silencio esos indicios de desorden. Él mismo fue así en otro tiempo, aunque con una crispada obsesión de la que ella carecía, un maniático del lugar exacto de las cosas, de las superficies pulidas, de los uniformes abrochados sin una sola arruga, correas relucientes, botas charoladas, habitaciones desnudas, mesas sin un rastro de ceniza, papeles clasificados en los cajones, filas de soldados que revisaban sus ojos como la cinta métrica de un agrimensor. Desde lejos, desde la barandilla de la galería a la que se asomaba con desgana el coronel Bilbao, la formación era una especie de milagro geométrico, un rectángulo de cabezas y hombros y una oleada simultánea de brazos que se dirigían a las culatas de los fusiles y piernas que se ponían rígidas sobre la grava: pero de cerca se veían las caras, los rasgos de estupidez y de pobreza, la mugre y el desgaste de los uniformes, los ojos con legañas, con una inmóvil desesperación por huir de la que nadie más que él parecía darse cuenta. Pero también él lo olvidaba, o cerraba los ojos para no ver que el orden de la guarnición y de las filas de soldados era una maquinaria implacable de sumisión y desdicha, como el de una oficina o una fábrica o un tajo de segadores. Se había acostumbrado a no saber, a no mirar más allá de cierto límite, a no imaginar que existía otro mundo a un paso del cuartel donde la gente no llevaba uniforme ni caminaba en línea recta y marcando el paso. Había conocido desde niño una sola forma de vivir y no se le ocurría que pudiera haber otras, que él pudiera no haber sido un militar. No amaba el Ejército, pero tampoco amaba a su primera novia el día que se casó con ella, y nada de eso le impidió ser un oficial modélico ni un marido escrupulosamente fiel. El mundo exterior lo desconcertaba. La mayor parte de los militares con los que trataba le parecían incompetentes o absurdos, pero podía distinguir grados en su nulidad o en su estupidez: al menos los entendía, mientras que a los civiles los encontraba incomprensibles, como si vivieran en otro país o tuvieran costumbres que sería preciso estudiar no para imitarlas sino para deducir las normas de su comportamiento. Durante años le pasó lo mismo con los americanos, y no sólo porque le costó habituarse a su inglés, sino porque no lograba predecir sus reacciones ni calcular con un poco de tranquilidad lo que estarían pensando mientras lo miraban a los ojos. Únicamente lo serenaba o lo disculpaba la apariencia del orden: un objeto fuera de lugar lo sobresaltaba como un ruido de carcoma en la noche o la primera grieta que anuncia la ruina de una casa, y por eso cuando pasaba revista a una dependencia o a una formación los oficiales inferiores se quedaban paralizados de miedo, en posición de firmes, pues no pasaba por alto ni la menor deficiencia y lo examinaba todo como si llevara una lupa o un microscopio, el polvo bajo las camas, la limpieza de las cocinas, el brillo y la eficacia de las armas, y como nunca anunciaba de antemano sus visitas de inspección los oficiales y los suboficiales del cuartel de Mágina perdieron desde su llegada la negligente rutina en la que habían vivido los últimos años, consentida por la misantropía alcohólica del coronel Bilbao y favorecida por la ausencia de jefes intermedios: en la cantina de los soldados ya no había papeles ni restos de comida tirados en el suelo, el calabozo fue desinfectado y encalado, los camareros de la sala de oficiales usaron otra vez chaquetillas y guantes blancos, los jergones del cuerpo de guardia volvieron a tener sábanas limpias y los centinelas de descanso ya no se quejaban del olor a caballo de las mantas ni del martirio de las chinches. Pero no era, como sospechaban algunos de sus enemigos, un militar filántropo, o uno de aquellos oficiales politizados que simpatizaban abiertamente con la tropa: cuidaba del cuartel y de los hombres a su mando como se habría ocupado de mantener a punto un automóvil si el azar impasible de su vida lo hubiera destinado al trabajo de chófer, con la misma indiferencia y perfección con que llevaba a cabo todos los actos obligatorios de su vida, y jamás se le habría ocurrido un gesto de familiaridad con un soldado, no por desprecio, sino por un sentido de la jerarquía idéntico al que le inducía a abstenerse de la más mínima falta de consideración hacia un superior. Cruzaba la puerta de una compañía y el cuartelero rígido, que al oír el paso rápido de sus botas se había apresurado a tirar el cigarrillo y a alisarse el uniforme, anunciaba con un grito su aparición, y en el interior se oía un rumor unánime de botas y de manos con las palmas abiertas golpeando costados, y aparecía el capitán o el suboficial de más alta graduación y se le cuadraba con un ímpetu olvidado hasta entonces en el cuartel. Él no mandaba descanso en seguida, respondía tranquilamente al saludo, veía el nerviosismo o el miedo del capitán o del sargento de semana y lo dejaba firme casi un minuto entero, mirándolo a los ojos, complacido por la brusca suspensión de todo movimiento que provocaba su llegada, y luego exigía que se lo mostraran detalladamente todo, desde las armas hasta el orden y la limpieza de la furrielería y los libros de contabilidad de la oficina, con una actitud no amenazadora, pero sí impenetrable, que desconcertaba a sus subordinados más que un grito o que la promesa de un arresto, con una distancia sin altanería que descartaba de antemano cualquier posibilidad de confabulación o indulgencia. En la sala de oficiales y en la de suboficiales se murmuraba sobre su dureza inflexible y su orgullo: se atribuía a despreciables influencias políticas la rapidez de su carrera. No confraternizaba con nadie, no participaba en las murmuraciones usuales sobre un próximo levantamiento militar, no visitaba el casino ni el prostíbulo, no se le pudo atribuir una querida, no entraba a la sala a tomar una copa cuando salía de servicio: incluso no parecía que saliera nunca, ni que tuviera otra vida fuera del cuartel ni más aficiones que el cumplimiento neurótico de las ordenanzas y la lectura de enciclopedias sobre estrategia militar cuyos volúmenes alineados en la biblioteca del cuartel nadie había abierto en los últimos veinte años. Hablaba con fluidez idiomas extranjeros, contaban, había pasado dos años en una academia militar de Inglaterra, la misma a la que asistió de joven, durante su destierro, el rey don Alfonso XII, explicó con orgullo, en un brindis celebrado en su honor, el coronel Bilbao. Salvo el día de su llegada, nadie recordaba haberlo visto de paisano. Estaba casado, tenía un hijo, esperaba otro, pero pasaban las semanas y su mujer no venía a reunirse con él. El coronel Bilbao, tan desdeñoso con todos, tan encerrado siempre en su despacho de la torre, lo mandaba llamar a cualquier hora del día o de la noche y se quedaban horas enteras conversando. Entre los oficiales su único defensor era el teniente Mestalla: joven, nervioso, entusiasmado, fanático, adicto a la gimnasia, a las marchas, a los ejercicios de tiro, a las duchas de agua helada. El tedio de aquella guarnición de tercer orden, la frustración y el alcohol no habían tenido tiempo de gastarlo. Castigaba con fría brutalidad a los soldados torpes o cobardes, los humillaba si no se atrevían a saltar el potro o eran incapaces de trepar por una cuerda, y ansiaba parecerse al comandante Galaz, salvar a la patria, combatir en una guerra para ascender en seguida o recibir a título póstumo una laureada. «Mi comandante, perdone el atrevimiento, pero debo decirle que antes de que usted llegara esto parecía más que un cuartel un balneario para viejos reumáticos.» Tan excesivamente joven, con su desprecio petulante hacia lo que él llamaba la vida civil, con ese temblor de las mandíbulas apretadas cuando se quedaba inmóvil ante una formación. No pestañeó cuando el comandante Galaz desenfundó tranquilamente su pistola y le apuntó al pecho, pero las mandíbulas le temblaban como si mordiera una presa. Disparó contra él como contra un espejo que le devolviera una imagen monstruosa de sí mismo: lo hizo apenas una hora antes de que le tomaran esa foto que su hija no hubiera debido ver, una de las dos que le trajo, enmarcadas en cartulinas con un filo dorado, aquel hombre del impermeable azul marino, la bufanda y la boina, que dijo llamarse Ramiro y haberlo conocido antes de la guerra y se quedó parado ante él, sin atreverse a entrar todavía: sonó por segunda o tercera vez el timbre una tarde de noviembre y al asomarse a la ventana del salón el comandante Galaz vio que era un desconocido y no su hija quien había llamado.