Un cobrador tal vez, un vendedor a domicilio, con una especie de boina de plástico que hacía juego con el impermeable y una flaca cartera de plástico negro bajo el brazo, la clase de cartera donde se guardaban facturas modestas o documentos de gestoría. Esperaba debajo de un paraguas, aunque llovía muy poco, con un aspecto más bien patético de docilidad y paciencia, como un cobrador infortunado. Se enredó lastimosamente con el paraguas, la cartera y la boina cuando quiso descubrirse y tenderle la mano al comandante y buscar algo en sus bolsillos, todo al mismo tiempo, y el paraguas mal cerrado cayó al suelo y la mano que se dirigía hacia la boina se detuvo y quiso rescatar la cartera que también se caía, sujeta por el codo. Sacó la otra del bolsillo, pero tampoco pudo estrechar con ella la mano del comandante Galaz porque tenía algo entre los dedos, una pequeña tarjeta de visita. Su cara redonda, con una gran papada que abrigaba cuidadosamente la bufanda, tenía una ajada desolación infantil, aunque sin duda no era mucho más joven que el comandante Galaz, pero era una cara con blanduras femeninas, temblorosa, casi imberbe, una de esas caras lunares que en vez de madurar se reblandecen y debilitan con los años. Como un viajero desesperado que no acierta a subir su equipaje a un tren ya en marcha se quitó la boina y la guardó arrugada en un bolsillo, abandonó el paraguas en el suelo, le entregó la cartera al comandante Galaz, como intentando poner método al desastre, buscó otra vez la tarjeta de visita, que se le había perdido, la encontró mojada y arrugada entre los pliegues de la boina de plástico, murmuró su nombre, acertó a sonreír, resoplando suavemente, como si en el último minuto hubiera alcanzado el tren.
«Claro que usted no se acuerda de mí, después de tantos años, tampoco es que habláramos mucho, la verdad es que hablar, lo que se dice hablar, sólo hablamos una vez, cuando usted fue a mi estudio para hacerse aquella fotografía de uniforme, bueno, tampoco era mi estudio, entonces yo trabajaba para don Otto Zenner, que en paz descanse, mi maestro, pero aquel retrato sí que me acuerdo de que se lo hice yo, cuando usted acababa de llegar a Mágina, le pregunté que si era un retrato oficial o familiar y usted me dijo que las dos cosas, que se lo iba a enviar dedicado a su señora, y al verlo el otro día por la plaza del General Orduña me sonó su cara y en seguida me acordé, será por mi trabajo pero yo tengo una memoria muy buena para las caras, y la de usted no ha cambiado mucho, lo natural, claro, con los años, y me dije, Ramiro, sería un detalle que le llevaras esa foto al comandante Galaz, y entonces me acordé de la otra, es mucho peor, claro que es una instantánea, yo me había comprado entonces una cámara portátil con mis ahorros, y un flash moderno, sin que don Otto lo supiera, don Otto decía que esa manera de hacer fotos era un insulto a nuestro arte sublime, y me iba por ahí a retratar a la gente que veía por la calle, como los repórters internacionales, y aquella noche en que estalló el Movimiento me tiré a la ciudad con mi cámara y me dije, Ramiro, ésta va a ser una noche histórica, decían que los del cuartelillo de la Guardia Civil estaban sublevados, y que ustedes, los militares, iban a salir del cuartel para tomar el ayuntamiento, la plaza estaba llena de corros de gente y ya se veían armas y banderas, se había declarado la huelga general, y don Otto me ordenó que atrancara la puerta y cerrara los postigos, porque los bolcheviques intentarían asaltarnos de un momento a otro, yo lo obedecí, lo dejé en el laboratorio, borracho, escuchando himnos alemanes en su gramófono, y me escapé por la puertecilla de atrás, hacía un calor tremendo, ya era de noche y aún subía fuego de las piedras, me encaminé al cuartel a ver lo que pasaba y entonces vi un gentío que venía de allí, los militares ya han salido, me contaron, en una columna de coches y camiones, parece que van hacia el ayuntamiento, estaban abiertos los balcones de todas las casas y las luces encendidas y se oían muy alto las emisoras de radio, así que en lugar de al cuartel fui a la plaza de Santa María, y logré entrar en el ayuntamiento, rodeado de gente, todo el mundo hablaba a gritos y se oía una música muy fuerte en la radio, un desbarajuste, pero nos callamos todos al oír los motores de los camiones de ustedes, yo me asomé a una ventana de la planta baja, en una oficina que estaba llena de papeles tirados en el suelo, y vi llegar los camiones, se alinearon en la plaza, delante de la iglesia de Santa María, y empezaron a bajar los soldados, yo estaba muerto de miedo, pero no paraba de hacer fotos, pensaba que si moría esa noche a lo mejor se salvaba por casualidad la película y me recordaban como a un héroe, y luego salí al patio y me asomé a la escalinata donde estaba el alcalde y lo vi subir a usted, solo, con la pistola al cinto, sin prisa pero con mucha energía, sin mirar a nadie, y el alcalde, a mi lado, temblaba de miedo, suponía que usted iba a detenerlo o a matarlo, y entonces usted se paró en el segundo o en el tercer escalón y se cuadró, y yo disparé la cámara y no oí lo que usted decía, pero aquí tiene la foto, una copia, y la otra también, la primera, en cuanto lo vi me dije, Ramiro, a lo mejor es una impertinencia de tu parte, pero seguro que al comandante Galaz le gustará tener estos recuerdos.»
Hablaba sin levantar los ojos, gordo y tímido, hundido en el sofá, sin quitarse el abrigo que llevaba debajo del impermeable ni la bufanda bien doblada para que le protegiera la garganta y el pecho de cualquier peligro de enfriamiento, con las rodillas juntas y la cartera de plástico en el regazo. Se había resistido a entrar, él no quería ser una molestia, tan sólo había venido para entregar aquellas fotos, pero el comandante insistió, no por verdadero interés, sino por cortesía, y Ramiro Retratista volvió a disculparse al entrar en el vestíbulo y dio profusamente las gracias cuando el comandante le ayudó a desprenderse del impermeable, era un honor para él ser recibido en aquella casa, pero no quería molestar, se sentaría nada más que un momento, y lo hizo al principio en el borde del sofá, con la cartera entre los brazos, disponiéndose a abrirla, no le parecía correcto aceptar una copa, pero negarse con insistencia era una falta de buena educación, así que bebió un poco de coñac, con aire de continencia, apenas mojándose los labios, y poco a poco se fue hundiendo en el sofá y bebía a tragos más largos, aunque protestaba cuando el comandante se disponía a servirle un poco más, no le sentaba bien la bebida, se le subía muy pronto a la cabeza y hablaba más de la cuenta, pero empezó a encontrarse más a gusto, sin miedo ya a las corrientes de aire, con el calor del coñac en el estómago y arrebolándole la cara y el de la estufa eléctrica tan cerca de los pies. No tenía costumbre de beber, y aún se acordaba con remordimiento de las feroces borracheras solitarias que le deparaba en otro tiempo el aguardiente alemán de don Otto Zenner, pero tampoco tenía costumbre de hablar y aquella tarde, casi sin darse cuenta, sació las ganas retardadas de hacerlo, y aunque el comandante no hablaba mucho más que el sordomudo Matías le sonreía de un modo que a él lo animaba a no detenerse, sirviéndole de vez en cuando un poco más de coñac, asintiendo a sus palabras con las manos enlazadas sobre las rodillas, en una actitud que a Ramiro le parecía la más propia de un caballero que él hubiera visto nunca, la cabeza erguida, la frente alta, los ojos claros y atentos bajo la sombra de las cejas, aquel aire tan viril que le daban las dos arrugas verticales a los lados de la boca, el traje de sport, la pajarita, los zapatos recios y elegantes: calculó que sería un poco más viejo que él, pero la vejez no lo había abatido ni le había desfigurado los rasgos, porque éstos, más que por la carne o por la piel, estaban definidos por los huesos, modelados en una dureza como de pedernal que permanecería indestructible hasta que se muriera. Las arrugas de la frente se le acentuaron cuando miró las fotografías, pero no sonrió con esa satisfacción automática de quien contempla su cara. Miró primero la foto hecha en el estudio, se pasó una mano larga y pálida por el mentón, no se acordaba de cuándo se la hizo, aunque sí del motivo, su mujer le había pedido una foto con el uniforme nuevo, con la estrella de comandante en la gorra de plato y en la bocamanga, y él quizá se la envió después de escribirle una dedicatoria en el margen, y luego supo, por una carta de ella, que la había enmarcado y la había puesto sobre el piano vertical del salón, y que se la mostraba al niño para que no olvidase la cara de su padre y le diera besos como a una estampa religiosa. Durante cuánto tiempo la habría conservado, qué habría hecho con ella cuando le dijeron que él había traicionado a los suyos y destruido su carrera, que estaba al otro lado, no sólo de las fronteras establecidas por la guerra sino también de las que trazaban implacablemente la decencia y el honor, la lealtad a la familia, a la religión y a la patria, a todas las palabras que él había obedecido sin fervor, pero con una entrega absoluta, con una dedicación sin fisuras, hasta aquella noche de julio en la que fue tomada la segunda fotografía, ya convertido, en ese mismo instante, en un desertor y un apóstata, en un renegado para el que no podría haber indulgencia o perdón. Imaginaba el llanto, los gritos, la mujer hinchada y sudorosa apartando la foto de todas las demás que había sobre el piano y tirándola al suelo y pisándola hasta romper el cristal en añicos, cortándose con una esquirla aguda cuando se inclinara para recogerla y mirar de nuevo la sonrisa invariable y desgarrarla o quemarla literariamente en la hornilla de la cocina, desmayada tal vez, víctima simultánea de su traición política y de su deslealtad sentimental, caída pesadamente al suelo con su vientre a punto de abrirse en el parto de un hijo al que él ya no conocería, el oficial de treinta y seis años que caminaba junto a una silla de ruedas por el pasillo central de una iglesia de Madrid.