Para no perderse en un laberinto de pasados deciden establecer el principio de todo en el testimonio más antiguo que poseen: el médico joven, tal vez hambriento, desvelado en su cama, sobresaltado cuando logra dormirse por el tumulto de la última noche de carnaval, por las broncas y melopeas de borrachos que celebran el entierro de la sardina danzando exasperadamente en torno a un ataúd de cartón y a un guiñapo enmascarado, en una plaza fangosa donde no hay más luces que las de las antorchas y los farolillos de papel y en cuyo centro no se alza todavía la estatua de un general, sino una fuente de tres caños en la que abrevan al amanecer las cabras y las burras de leche. Había llegado de Madrid tan sólo unas semanas atrás, urgido por la conveniencia de huir de una persecución política cuyos motivos nunca explicó porque tal vez ni para él mismo estaban muy claros, pero que acaso no eran ajenos a la desbandada de internacionales y republicanos que tuvo lugar tras el asesinato del general Prim en la calle del Turco. Había pasado una noche de mal sueño y de frío en el vagón de tercera de un tren que sólo llegaba hasta las primeras quebradas de Despeñaperros, y desde allí vino a la ciudad en un carretón más incómodo y lento que la peor diligencia y al cabo de casi otro día de viaje por desfiladeros y cañadas abiertas entre roquedales fantásticos y luego por un paisaje inhóspito de monte bajo, dehesas baldías y laderas de pizarra que poco a poco se convirtió en una extensión ilimitada de tierra roja y dunas de olivares que se volvían azules al atardecer.
Era de noche cuando el carretón lo dejó en la plaza que se llamaba entonces de Toledo, junto a los soportales sin luces, frente a la torre negra donde ni siquiera estaba todavía el reloj que los milicianos detuvieron a tiros medio siglo después. Dejó en el suelo su maletín de médico y la bolsa de lona donde guardaba el canuto de estaño con el título, los pocos libros que no había malvendido para costearse el viaje y la bata blanca cuyo carácter de novedad higiénica le ganaría, esperaba, junto a la barba, el vocabulario escogido y el fonendoscopio, la confianza de sus pacientes futuros. Se ajustó el hongo negro a las sienes, se echó sobre el hombro izquierdo, con ademán emprendedor, un pliegue de la capa, empezó a andar no sabía hacia dónde con una determinación apenas malograda por la fatiga, el frío y la incertidumbre. Allí mismo, en la plaza de Toledo, alquiló días después a una mujer medio ciega y muy sucia dos habitaciones tan ventiladas como vacías a las que asignó en seguida los títulos respectivos y más bien imaginarios de vivienda particular y consultorio. En la primera instaló una cama con el colchón de bálago y una manta que por su olor debía de proceder de una caballeriza, así como un espejo y una palangana, y en la segunda dispuso tras mucha reflexión una mesa con tarima de brasero, un biombo con dibujos orientales tras el cual imaginaba que se desvestirían rumorosamente las damas enfermas y un sillón de aire frailuno en el que se sentó a esperar vestido con su bata blanca, apoyando el codo en el filo de la mesa y la mano en el mentón, como si posara para una fotografía, fumando pensativamente cigarrillos medicinales mientras miraba la puerta, el biombo, su título enmarcado en la pared, el suelo de ladrillo, las manchas de humedad, volviéndose de vez en cuando hacia el balcón para examinar sin melancolía, porque era muy poco aprensivo, el aspecto arcaico y desconsolador de la plaza de Toledo, casas bajas y feas, como aplastadas o torcidas, soportales insalubres y umbríos, aquella torre oscura que prevalecía como un coloso decrépito sobre los tejados y aquella fuente que era más bien un abrevadero rodeado de barro y de estiércol.
Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba EI Fomento del Comercio, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad, mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro. Concluía el chocolate, se limpiaba los labios con un cernadero remendado, doblaba pulcramente el periódico, meneaba con un badil el mezquino braserillo y se disponía a esperar la llegada de algún enfermo, sin la menor sombra de desaliento o impaciencia y sin dudar nunca de sí mismo ni del éxito inminente de su pericia en la medicina, que en aquellas fechas, le dijo muchos años más tarde a Ramiro Retratista, era exigua, pues no sólo carecía de toda experiencia que no fuera la de asistir distraídamente a la disección de un cadáver amojamado y recosido cien veces, sino que sus conocimientos teóricos no pasaban de algunas máximas y descripciones anatómicas aprendidas de memoria para salir del paso en los exámenes que se celebraban de cualquier manera en las aulas turbulentas de la Universidad Central, más ocupadas en aquellos tiempos por las diatribas políticas y los furiosos motines que precedieron el triunfo de la Gloriosa que por las disertaciones de los catedráticos, muchos de ellos partidarios activos de la revolución o carcamales desconsolados por la ruina de la dinastía.
De modo que aprendió medicina mucho después de colgar en la pared de la habitación que llamaba consultorio su título de médico, cuando por fin se puso a leer en sus días de soledad y penuria los grandes volúmenes intactos que había traído de Madrid, no por afición, sino por aburrimiento, pues los periódicos que llegaban a Mágina de la capital, cuando llegaban, venían con un retraso arqueológico, y los que se publicaban en la ciudad no eran sino unas hojas lastimosas con poemas agropecuarios o patrióticos, anuncios de novenas y esquelas mortuorias. No había telégrafo, ni iluminación de gas, ni cafés, nada más que bodegas sórdidas que hedían a mosto fermentado: no había, por no haber, ni enfermos, o al menos él no tuvo noticia de que hubiera ninguno hasta esa noche de carnaval en que con tanta urgencia y tan malos modos se le requirieron sus servicios. Pero cuando eso ocurrió llevaba ya dos meses en Mágina, seguía sin poder mudarse la camisa con ribetes de mugre y vivía prácticamente de la caridad o la indulgencia de su patrona, que le servía con puntualidad su único alimento diario, el tazón de chocolate tal vez sustraído de la despensa parroquial, y se santiguaba y lo miraba de través con sus ojos cegatos cada vez que él le prometía el pago inmediato de los alquileres atrasados o se ofrecía a auscultarle el pecho a modo de compensación, con su celebrado fonendoscopio, aparato que hasta entonces no había tenido ocasión de usar sino en el examen siempre satisfactorio de su propio organismo.
De no haber sido por su carácter animoso, por sus imperturbables convicciones higiénicas, se habría sentido rápidamente estafado y desterrado, tan lejos de Madrid, de los cafés con orquestinas y mecheros de gas y de la palpitante actualidad política, pero él ofrecía a la adversidad y al desánimo una resistencia tan orgullosa como al frío, y del mismo modo que se paseaba todas las mañanas, hasta las más crudas y ventosas de aquel primer invierno de su vida en Mágina, sin taparse la boca con el embozo de la capa y respirando a conciencia el aire helado para que se le ventilaran los pulmones y se le oxigenara la sangre, así aguantaba la penuria y se sobreponía al tedio y aceptaba los rigores monacales de su soledad como circunstancias fortalecedoras del organismo y del espíritu, debilitados, se decía, por el desarreglo y la bohemia de la vida en Madrid y por los fervores enfermizos del sectarismo político. Otro en su lugar se habría rendido: incluso él mismo, si hubiera tenido a donde retirarse. Pero aquella falta absoluta de recursos tenía la virtud paradójica de no dejarle otra salida que la tenacidad, así que cada mañana siguió bebiéndose sus tazones de chocolate y poniéndose su bata blanca y mirando las paredes vacías y los dibujos del biombo y la puerta en la que no aparecía otra figura que la muy poco alentadora de la patrona medio ciega, y cada noche se desprendía de la bata antes de pasar a la otra habitación que sólo un optimista tan imbatible como él podía seguir considerando su vivienda particular, y se acostaba sobre el jergón de bálago y se cubría con la manta de mulo y con el levitín y con su chaqueta de viaje y la capa y hasta con la bata doctoral, pues a medida que avanzaba el invierno se hacía más insoportable el frío, sin que por eso hubiera nadie que atrapara un resfriado o un principio de pulmonía o al menos que tuviera la ocurrencia de acudir en busca de remedio a un médico pobre, joven y desconocido en la ciudad.
Pero actuaba como si supiera que al cabo de muy pocos años se habría convertido en médico de cabecera de la mejor sociedad y en confidente y aun en seductor de damas aprensivas, y sólo la llegada del carnaval lo puso algo melancólico, más que nada porque era refractario a todo júbilo colectivo y porque tenía un sentido casi hiriente del ridículo ajeno, y no podía menos que presenciar con desagrado la brutalidad de los excesos alcohólicos, lacra funesta de las clases humildes y obstáculo para su redención. Procuró no salir esos días, y la noche del martes se acostó imaginando con alivio el silencio del miércoles de ceniza. Había cerrado los postigos, pero encajaban mal y no impedían el paso del frío ni de las voces beodas que cantaban coplas indecentes en las que se escarnecía de manera unánime la majestad de don Amadeo de Saboya. Tardó en dormirse, contra su costumbre, y cuando le llegó el sueño vino enturbiado de máscaras de carnaval y tenebrosos callejones por los que andaba muerto de hambre y de ganas de orinar y perseguido por berlinas, postillones embozados y fogonazos de trabucos que tal vez eran la resonancia de los cohetes que estallaban bajo su balcón en la plaza de Toledo.
En el sueño sonaron tres golpes que volvieron a repetirse en la dudosa realidad cuando abrió los ojos y no supo todavía que estaba despierto. Oyó abrirse la puerta del consultorio que daba al corredor: no tenía llave, sino un pestillo que podía alzarse desde fuera con facilidad. Pensó confusamente que aún lo defendía la segunda puerta, la de su alcoba, bajo la cual se insinuaba ahora una raya de luz. Oyó pasos acercándose y quiso saltar de la cama y asegurar un cerrojo inexistente y no se movió. Al otro lado alguien sacudía sin cautela el pomo de la puerta. Empleó desesperadamente su voluntad en desear que no se abriera y en contener las ganas de orinarse. A medida que la puerta de cuarterones oscuros se deslizaba ante él un rectángulo tembloroso de luz y una sombra muy alta se extendieron hasta los pies de la cama. Un hombre con una capa de terciopelo que tenía en la oscuridad un brillo oleoso, con una chistera tan alta que debía inclinarse para no chocar con el dintel, con un antifaz amarillo que se adhería como un pañuelo a su nariz y a sus sienes y una gorguera de encaje blanco, sostenía en la mano izquierda una linterna sorda y esgrimía en la derecha algo que podía ser un bastón o una fusta. Dijo, no preguntó: «usted es médico», y él, incorporado a medias en la cama, sujetando la capa, el levitín, la chaqueta y la manta, para que no cayeran al suelo, con la misma sensación de ignominia con que se sujetaría el pantalón, pensó que esa voz le sonaba de haberla oído en alguna otra parte, tal vez en Madrid, y que quien quiera que fuese el hombre de la máscara había venido para pedirle cuentas de un delito en el que no estaba seguro de no haber participado con su complicidad.