Noches de invierno, a finales de año, los escaparates de la calle Nueva y del Real iluminados hasta muy tarde, altavoces con villancicos en los soportales de la plaza del General Orduña, las acacias adornadas con bombillas intermitentes, la estrella de Belén sobre la torre del Reloj, los grupos de mujeres caminando muy aprisa con paquetes envueltos en papel de regalo, un brillo de luces en el asfalto húmedo y en los adoquines, una fría oscuridad como alojada en las calles laterales, donde no había tiendas de juguetes ni hileras de bombillas, sino los mismos portales cerrados y las tabernas sombrías donde se emborrachaban los bebedores de siempre, los antiguos, los de vino blanco y aguardiente a granel, boinas torcidas y faldones al aire. Buscaba a mis amigos, iba al salón Maciste, subía hasta el Martos, pero tal vez se habían ido al cine y esa noche ya no podría verlos, caminaba por la calle Nueva entre el agobio de la gente y de los villancicos, odiando las caras que veía y la ciudad en la que estaba encerrado como un preso en el patio de una cárcel, con los pasos medidos en cualquier dirección, con un hastío insoportable de rostros embotados por una felicidad tan nauseabunda como una cucharada de jarabe o de aceite de ricino, buscando a Marina, que tal vez se había ido a pasar las vacaciones a otra ciudad, alejándome hasta más allá de las últimas luces de la calle Nueva para subir a la avenida desierta de Ramón y Cajal y aventurarme en la colonia del Carmen y atreverme a llegar a su casa, donde no había luces encendidas ni ladraban los perros: nos acordamos del mismo invierno en la misma ciudad y es como si una parte de nuestras dos vidas, la de Nadia y la mía, consistiera en una sola y duplicada desolación, y cada uno posee y cuenta los recuerdos del otro, la búsqueda de alguien que aparece y se pierde como un espejismo, la soledad en medio del gentío, la huida hacia las calles mal iluminadas y hacia los confines desiertos donde alcanzaba su insoportable plenitud la desdicha enfática de la adolescencia.
Igual que Marina, él volvió a Mágina cuando empezaron de nuevo las clases en el instituto. Ella estaba en su cuarto, tendida en la cama, sin ganas de leer ni de escuchar música, sonó el teléfono en el comedor y se incorporó de un salto, su padre la llamó. Es para ti, le dijo, tendiéndole el auricular, dejó sobre la mesa el periódico que había estado leyendo y desapareció tan discretamente que ella no se dio cuenta hasta que oyó cerrarse la puerta del vestíbulo. No había vuelto todavía cuando ella salió con una gran bolsa de plástico en la mano, repitiendo mentalmente, para tranquilizarse, el nombre de una calle, el número de una casa, la letra de un piso donde él ya estaba esperándola. Llamó al timbre, oyó un roce de pasos, él estaría viéndola, diminuta y cóncava, a través de la mirilla, más nervioso que ella tal vez, mucho más inseguro, necesitando fingir que tenía demasiada experiencia para ser vulnerable. Pero no quiero que Nadia me siga contando, incluso me niego a imaginar lo evidente, lo que esa tarde sucedió y volvió a repetirse muchas veces hasta mediados de junio, no sólo el temblor de los primeros abrazos y la impaciencia de manos y lenguas en el camino ya indudable hacia el dormitorio: tampoco el juego turbio y angustioso de una clandestinidad que no era únicamente política, ni las previsibles canciones que él le hizo escuchar, ni todos los sueños degradados por la palabrería y la mentira. La miro desnuda y reclamándome en la media luz de un anochecer o de una madrugada insomne y no puedo soportar la evidencia de que otros hombres han estado con ella y les ha sonreído al tenderles sus brazos separando los muslos igual que me recibe a mí. Hasta ahora nunca supe que el amor quiere prolongar su dominio hacia el tiempo en que aún no existía y que se pueden tener celos feroces del pasado.
Un acto, dijo, apretando la mano de ella sobre su pecho descarnado y hundido, áspero de vello blanco, agitado por una lenta respiración laboriosa, la cara vuelta hacia su hija desde la cabecera de la cama que ella misma había elevado con una manivela, postrado, inaccesible, tranquilo en su casi agonía, diciéndole ahora lo que debió o quiso decirle hacía diecisiete años, lo que entonces prefirió callar no porque lo hubiera decidido sino porque de todas sus costumbres la más arraigada era el silencio: también, a veces, las palabras son actos, decisiones brutales, gestos imposibles, y él podría cifrar la mayor parte de su vida no en lo que dijo o en lo que hizo sino en lo que calló y dejó de hacer. Ahora, tan a destiempo, tan demasiado tarde que hablar en voz alta era lo mismo que imaginar palabras o soñarlas, se abandonaba a una larga y borrosa declaración interrumpida a veces por la asfixia, confusa de delirio, como un manuscrito parcialmente ilegible por la dificultad de la caligrafía y las manchas que han desleído en algunas zonas la tinta, y todas sus vidas anteriores y cada uno de los hombres que había sido a lo largo de ellas confluían como corrientes de voces tributarias en su narración y en la figura ya póstuma con que se entregaría a la muerte. El descendiente ejemplar de una dinastía gloriosa de militares españoles, el joven oficial rápidamente ascendido a capitán en los últimos avatares de la guerra de África, el diplomado en la academia de Sandhurst, el yerno de un general con título nobiliario y esposo de la hija de militares más atractiva y distinguida de Ceuta, el austero comandante de treinta y dos años que apenas bebía y no fumaba nunca en público y consagraba sus horas fuera de servicio a la lectura de enciclopedias científicas en la biblioteca del cuartel, el renegado de los suyos, el héroe de los diarios republicanos de Mágina en los primeros meses de la guerra civil, el desterrado en Orán y luego en México y por fin en los Estados Unidos, el bibliotecario de una universidad modesta de Nueva York, el galanteador sin convicción de una compañera de trabajo ya un poco mustia, aunque diez años más joven que él, entristecida por un divorcio previo y una larga abstinencia sexual, católica, entregada confusamente una noche, embarazada, casi a los cuarenta, mordiendo el pañuelo con que se había secado las lágrimas en el café donde se lo confesó, donde habían bebido alguna copa al principio, por las tardes, al salir del trabajo, el esposo y padre ya tan maduro que su única hija americana parecía su nieta, el pulcro y todavía fuerte jubilado que alquiló durante menos de un año un chalet en las afueras de Mágina: su nombre invariable, el que le habían asignado cuando nació para otorgarle un destino, abarcaba una pluralidad de identidades casi del todo extrañas entre sí: la vida de cualquier hombre, le dijo a Nadia, podía llegar a ser tan larga que cupieran en ella varias biografías enteras, y sin embargo ahora, en el final, sólo era un viejo desaseado y tendido en una cama de hospital que aspiraba desesperadamente el aire con la boca abierta y hablaba en voz baja y creía seguir hablando cuando perdía el hilo de sus palabras igual que un hombre perezoso y dormido cree en sueños que se ha levantado y sale a la calle y camina con lucidez y determinación hacia el trabajo.
Apresada por su mano, ávida de oírlo, su hija se inclinaba sobre él, pero no siempre podía entender el murmullo monótono que le fluía de los labios, las palabras españolas pronunciadas en aquel hospital entre gritos lejanos de enfermos y ecos de nombres repetidos por los altavoces en inglés. Un acto, dijo, o soñó que decía, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido, puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben las murallas de Jericó: se quedaba callado, fatigado de hablar, y las palabras seguían brotando en su delirio, por fin asiduas, obedientes a su voluntad, no un ademán grandioso, no una palabra violenta que resuene bajo una cúpula, sino algo mucho más simple, tan simple como la química del agua o la vertical de la caída de un objeto, como la geometría que ordena en un cuadro súbito y perfecto tras un solo grito de mando a un batallón de soldados, un hombre que ha obedecido durante muchos años y en menos de diez segundos decide que ya no obedecerá, y no sólo lo decide, sino que lo cumple, con incertidumbre y terror, pero al mismo tiempo con una convicción invencible, o que está frente a una mujer y extiende esa mano que permanecía inmóvil y como paralítica y aprieta la mano de ella, así, como aprieto yo la tuya ahora mismo, ese es el misterio más grande, el único, y él sólo lo descubrió en Mágina y ya no fue nunca más quien había sido hasta entonces, el misterio de los actos no soñados o deseados o imaginados, prescritos en las ordenanzas, detallados en los manuales de comportamiento, sino los que irrumpen en medio de la realidad como la llamarada de un incendio, los inauditos, los inesperados, los que modifican para siempre la materialidad de las cosas. Le sudaba la mano y permitió que ella desprendiera la suya, la extendió abierta y alzada delante de su cara, como para cubrirse de la luz que entraba por la ventana, una mano abierta y untada en lodo rojo hace diez mil años que todavía mancha la pared de una cueva, eso es un acto para siempre, un espasmo de amor o de indiferencia o de odio que engendra a un ser humano, igual que yo te engendré a ti, dijo, y por un instante volvió a sonreírle con su cara indestructible y severa de veinte años atrás: actos, no palabras, no miserables deseos ni sueños ni libros ni películas, la mordedura de una hormiga en un pedazo de pan, el trabajo de alguien que arranca el fruto de la tierra, el coraje aterrado de un hombre que salta de una trinchera y no sabe que está siendo un héroe, la temeridad de no repetir nunca más una cadena de gestos que parecían minerales y eternos. Eso me importa, nada más, eso era lo que quería decirte, y hasta eso es ya inútil, pero me da lo mismo, tú no me puedes entender, ni nadie que no vaya a morirse dentro de unos días, aunque a lo mejor tú sí, tú has sentido siempre lo que yo sentía y lo has sentido al mismo tiempo que yo: lo único que yo decidí y cumplí hasta el final en toda mi vida, el único acto verdadero, el que la cambió definitivamente y para siempre, fue disparar contra un teniente fanático que había desobedecido mis órdenes, matarlo sin vacilación ni remordimiento mientras me miraba a los ojos y estaba tan cerca de mí que yo oía rechinar sus dientes apretados y notaba el temblor de sus mandíbulas.