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Se quebró todo en una noche, en un solo minuto, una raya trazada en el tiempo, una hendidura al principio más delgada que un cabello en una superficie de cristal o una grieta invisible en la pared de una torre, en la fortaleza hermética de su disciplina y en la tensión nunca apaciguada de su manera de vivir obedeciendo día tras día y de la mañana a la noche un catálogo tan minucioso de gestos sin sentido que le permitían la sensación tranquilizadora de entregarse a una actividad sin resquicios de pereza o de duda, ajena a los azares y a las incertidumbres de la vida real, la que sucedía al otro lado de los muros del cuartel, donde la gente no marcaba el paso ni vestía uniforme ni ocupaba lugares y peldaños exactos en una jerarquía tan prolija como la de las castas en la India. Había al menos dos hombres dentro de él, uno que era, según le gustaba a él mismo imaginar, un autómata perfecto, una copia prodigiosamente culminada de un ser humano, con imitaciones de ojos que brillaban y parecían mirar y de cabellos y piel, una especie de doble o de ayuda de cámara más leal todavía que el soldado Rafael Moreno, el ordenanza, un modelo de caballero militar, como decía el coronel Bilbao, una figura hecha de materiales misteriosos que escondía en su interior mecanismos sutiles, simulacros de pulmones, de corazón, de vísceras, duplicaciones de estados de ánimo y de sentimientos y actitudes que tal vez eran reales en los otros, el valor, la obediencia, la bondad, el orgullo, el amor a la patria y a la familia y a los hijos, el respeto a los superiores, la franqueza con los iguales, la rectitud y la autoridad hacia los subordinados, la desconfianza hacia todo lo que procediera del exterior, del mundo turbulento y real, de la vida civil. Se despertaba por las mañanas y el doble hacía acto de presencia antes de que el ordenanza abriera la puerta y pidiera permiso para entrar con la bandeja del café: cobraba forma visible en el espejo del lavabo, revelado, como una cara impresa en un negativo, por el agua fría, por el jabón y la navaja de afeitar, que iban poco a poco dibujando sus rasgos sobre el óvalo en blanco de la otra cara que nadie veía. Pero aún quedaban zonas inseguras, un gesto de debilidad o de apatía en la boca, un brillo demasiado penetrante en los ojos recién salidos del sueño, y había que vigilarlo y que comprobar su perfección antes de salir, como comprueba un actor japonés los pormenores infinitos de su maquillaje, de su peluca y de su vestuario, y cuando a las ocho en punto el comandante Galaz cruzaba un tramo de pasillo y bajaba las escaleras hacia el patio, golpeando las baldosas con los tacones resonantes de sus botas, el doble ya había adquirido una identidad absoluta que nadie, ni su dueño, podría desenmascarar, y los soldados de guardia se cuadraban a su paso y los mandos inferiores se apresuraban a tirar sus cigarrillos y a ajustarse el correaje y revisar con algo de pánico el brillo de sus botas.

Sólo su padre desconfió siempre de él, le dijo a Nadia: de modo que también él tuvo un padre a quien acaso se parecía su cara en el final de su vejez y una inimaginable infancia a principios de siglo. Mi padre, tu abuelo, dijo, desconfiaba de mí porque había sido un niño introvertido y de mala salud y no me gustaba montar a caballo y me aburría en los desfiles y me hacían llorar los disparos de salvas. Y siguió desconfiando cuando ingresé en el internado militar y obtuve las calificaciones más altas, no sólo en historia, en geografía y matemáticas, sino también en gimnasia, me abrazaba el día de final de curso cuando yo regresaba del estrado con mi diploma y las medallas de buen comportamiento prendidas en la pechera del uniforme de cadete, pero yo notaba en sus ojos, a veces húmedos de orgullo paternal, con esa caballeresca y contenida emoción que él llamaba, me acuerdo, laconismo castrense, que sospechaba algo oculto bajo mi comportamiento impecable, una tendencia vergonzosa que alguna vez se revelaría, más temprano o más tarde, cuando él estuviera más desprevenido, como un centinela que ha velado durante toda la noche y que al amanecer cierra los ojos un instante y ya está perdido. Me miraba muy fijo, aunque yo no lo viera sabía que estaba mirándome con una interrogación alarmada en los ojos, me miraba así desde la tribuna de honor de la academia durante un desfile y por encima de las botellas y los vasos en el comedor de nuestra casa, y cuando él mismo me entregó el despacho de teniente y nos cuadramos el uno frente al otro antes de estrecharnos la mano con un vigor idéntico al que él usaría con los otros alumnos sus ojos me escrutaron con más violencia que nunca, con pavor, como si a medida que yo cumplía paso a paso todos los episodios de mi educación para convertirme en lo que él había determinado y exigido fuera creciendo el peligro del desastre inminente: no imaginaba cuál, porque carecía por completo de imaginación, y la suplía con una capacidad febril de expectativa, era incapaz de creer que no hubiera ningún motivo que justificara su temor, pero esa misma falta le parecía ya un augurio, tanto más desesperante porque al no sospechar su origen no podría prever un remedio o un antídoto para cuando llegara el desastre. Lo que lo alarmaba era la falta de fisuras en mi obediencia, la pulcritud tan absoluta de mis actos, de mis palabras, hasta de mi uniforme, que sólo podía ser, pensaba él seguramente, la apariencia ocultadora de alguna perversidad, de algún desorden tan oscuro que su portador, yo mismo, su hijo, el primogénito del general Galaz, dedicaba todas las facultades y las astucias de su alma a esconderlo. «¿No te emborrachas nunca con tus compañeros? ¿No vas con mujeres…? Seguro que sí, no me mientas, yo también soy un hombre y he sido joven como tú. Lo único que sí te pido es que tomes precauciones higiénicas… ¿no serás un pervertido? Te conviene buscar novia, no digo yo que ahora mismo, porque eres muy joven todavía, sólo que lo vayas pensando, que te fijes, sin prisa, con mucho tiento, chicas no faltan por aquí, y que cuando la hayas elegido la respetes, pero eso no quita que de vez en cuando te permitas un desahogo, es ley de vida, una función corporal, necesaria, imprescindible para un organismo sano, tú me entiendes, para un hombre normalmente constituido, aunque todos sabemos que hay aberraciones, y en el ejército como en cualquier otro sitio, por desgracia, pero a eso no es a lo que yo iba, un poco de distracción, salir los sábados por la noche con tus compañeros, y si no estás de pase una buena parranda alguna vez no hace daño, pero eso sí, como un reloj a retreta, ni una falta de puntualidad en tu hoja de servicios, ni una mancha, hijo mío…».

Involuntariamente imitaba la voz ruda de su padre, se oía a sí mismo y le parecía que la voz de aquel hombre muerto hacía más de medio siglo se encarnaba en la suya, desfigurándola tanto que su hija no la reconocía, igual que su cara olvidada volvía ahora a su memoria claudicante y se le presentaba en los espejos, en el que ella le ponía delante cuando terminaba de afeitarlo, el mismo que acercarían a su boca cuando su aliento ya no pudiera empañarlo. Pero por fortuna el general Galaz no vivió para conocer el cumplimiento de todos sus vaticinios, la irrupción del desastre y de la vergüenza que aniquilaron la carrera militar de su hijo y mancharon para siempre su nombre, y con él la gloria de todos sus mayores, los capitanes y coroneles y brigadieres Galaz, cuyas fotografías y retratos al óleo poblaban las paredes de su casa. El general Galaz murió, como había vivido, temiendo lo peor y al mismo tiempo enaltecido de orgullo, unos días después de que su hijo alcanzara el grado de comandante, cuando ya le había dado un nieto varón que haría perdurar su apellido y faltaban unos pocos meses para que le diera otro, y ahora no importaba que fuera una niña: esa cosa creciendo en el vientre de ella, pensaba de vez en cuando el comandante Galaz en su retiro de Mágina, mientras mandaba una formación o leía en su cuarto tendido en la cama y con un cigarrillo entre los dedos, concediéndose una claudicación secreta a la pereza, esa criatura innominada, sin sexo, sin rasgos humanos todavía, con membranas, con arborescencias de venas azules bajo el blando cráneo translúcido, con una forma indeterminada y acuosa de animal submarino, latiendo en la negrura y dilatándose en su concavidad, como un pulpo o un pez de grandes ojos idiotas, esa criatura extraña y temible que sin embargo había sido originada por él, en una sórdida noche conyugal de la que ni siquiera se acordaba, en un acto tan despojado de emoción o sentido como los acoplamientos ciegos de los animales inferiores, sangre de su sangre, decían con reverencia, sangre y vida que sin él no hubieran existido y de las que no podría renegar: antes del amanecer, en el cuartel de Mágina, en el preludio ya sofocante del día de su deshonra y su heroísmo, el comandante Galaz se despertó estremecido de terror porque había soñado que una criatura acuosa como un pulpo lo estaba mirando, y el despertar no lo alivió: la criatura existía, aunque él no quisiera acordarse de ella, aunque hubiera encargado a su doble que escribiera cartas y enviara fotografías dedicadas y se interesara afectuosamente por la salud de su esposa y le mintiera que seguía buscando una casa adecuada en la ciudad, si bien tal vez era más razonable esperar a que pasaran los calores de julio, Mágina era un horno en verano, y ni siquiera había hospital militar. No se levantó aún, tenía abierta la ventana que daba al valle del Guadalquivir pero no entraba por ella ni un poco de brisa, en toda la noche no se había estremecido el aire quieto y caliente, y la luz de la luna sobre los barbechos y los olivares añadía al calor una consistencia caliza. Permaneció acostado, desnudo, contra su costumbre, con los ojos abiertos, fijos en el techo muy alto donde empezaba a notarse una cierta claridad sin origen preciso, pensando en la criatura, que no sólo había estado en su sueño, sino que verdaderamente existía en la realidad, acordándose del cuerpo hinchado y sudoroso que ahora mismo estaría revolviéndose en la gran cama conyugal de la que él desertó con alivio hacía tres meses: una mano posada en el vientre podría percibir ya los movimientos de la criatura, golpes bruscos, sinuosas ondulaciones de repticlass="underline" en el estetoscopio se oirían con seca claridad los latidos del corazón, muy rápidos, desacompasados, como un galope veloz o un tamborileo de los dedos nerviosos sobre una lámina de metal, como pequeños pasos, como si aquella cosa se le estuviera acercando desde tan lejos, de día y de noche, infatigable, igual que el jinete del grabado, desde la ciudad donde ella la sentía crecer y esperaba la previsible carnicería bendecida de su advenimiento, las rodillas flexionadas y los muslos abiertos sobre una camilla, las manos enguantadas y ensangrentadas del médico y sus antebrazos desnudos como los de un carnicero, la criatura roja y sucia brotando entre la sangre y las heces y levantada luego por los pies a la luz de una lámpara que exageraba el brillo del sudor y el rojo caudaloso y oscuro de la hemorragia. Se puso en pie de un salto, se tendió boca abajo en el suelo, se incorporó rígidamente sobre las palmas de las manos y las puntas de los pies y empezó a contar en voz alta las flexiones que hacía, sin descansar nunca el vientre en las baldosas. Y luego los abrazos ofuscados de la familia de ella, los parabienes del médico, con la frente todavía sudorosa y las tres estrellas de capitán cosidas en la bata blanca, las felicitaciones en el cuartel, el brindis por el recién nacido en la sala de oficiales, la caja de farias ofrecida a quien quisiera tomar uno, incluso a los camareros, que no obstante solicitarían permiso antes de hacerlo. «Con su permiso, mi comandante, pero un día es un día.» Y él, su doble, estrechando manos y recibiendo palmadas sonoras en la espalda y pensando, mientras miraba aquellas caras, que alguna vez la de su hijo recién llegado al mundo se parecería a ellas, que le aguardaba la misma vida y la misma corrupción y que nadie sino él mismo, su padre, el autómata que lo suplantaba, habría sido cómplice y culpable de su existencia y su segura idiotez o desgracia.