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Pero estaba todo tan lejos, era tan fácil quedarse imaginariamente tendido en la cama, con el cerrojo echado, con una noche graduada y propicia en la ventana abierta, en el valle blanco y azulado de luna, todo tan infinitamente lejano de él como los rastrojos incendiados y las luces diminutas que temblaban en la ladera de la Sierra y los faros de algún automóvil solitario que brillaban con destellos intermitentes en los caminos abiertos entre los olivares, como los silbatos de los trenes nocturnos que pasaban a la orilla del río y avanzaban más lentamente al emprender la subida de la colina de Mágina. Sería el otro, el autómata a cuya sombra él se acogía como a una vestidura que lo volviera invisible, quien bajaría al patio del cuartel unos minutos después de las ocho para recibir las novedades de los capitanes y pasar revista a las compañías formadas y volverse despacio y acercarse al lugar rezagado donde esperaba el coronel Bilbao y cuadrarse ante él y decirle, a la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el batallón. Nada podía cambiar esa mañana, ni nunca, eso pensaba yo, le dijo a Nadia, y ni siquiera le hacía falta pensarlo para estar seguro de que todo se repetiría, del mismo modo que a nadie le hace falta pensar que el sol no se detendrá en medio del cielo o que los edificios junto a los que camina no van a caer derribados de golpe. A las siete y cuarto en punto su ordenanza le había traído el café caliente y las botas recién embetunadas, justo cuando él se estaba terminando de afeitar, a las siete y media examinó y firmó una relación exhaustiva de uniformes y armas que le había entregado la tarde anterior el cabo Chamorro, a las ocho menos diez terminó de fumar el primero de sus seis o siete cigarrillos diarios acodado en la ventana y tiró la colilla al precipicio vertical sobre el que se levantaba el muro sur del cuartel, a las ocho y media, después de la formación del desayuno, tomó un segundo café en el bar de oficiales y fingió que no advertía el silencio que se había hecho cuando él entró ni la cobarde hostilidad en las mismas caras de todos los días, a las nueve abrió enérgicamente la puerta de las oficinas del batallón y caminó hacia su despacho sin mirar a los suboficiales administrativos y a los escribientes que permanecían de pie junto a las mesas llenas de papeles, a las nueve y cinco, frente a su escritorio, bajo el retrato oficial desde donde parecía mirarlo la cara triste y bulbosa del presidente de la República, abrió con llave un cajón y trató de reanudar la carta mediada que había guardado en él la tarde antes, pero el autómata se negaba aquella mañana a escribir y la pluma resbalaba en la mano húmeda de sudor.

Nada sucedería, pensaba, nada más que el calor y el tedio de la mañana del sábado, el ruido de las máquinas de escribir al otro lado de las mamparas de cristal translúcido que separaban su despacho de la oficina común, los papeles, las hojas de permisos que debía firmar, los toques de corneta a las horas prescritas, los gritos de los suboficiales que dirigían con desgana la instrucción, el sonido acompasado de las botas sobre la grava del patio y el de los fusiles al golpear el suelo o los hombros de los soldados, se prohibía rigurosamente pensar en los posibles signos de alteración o desorden que había venido percibiendo en los últimos tiempos, reuniones a deshoras en la sala de oficiales, visitas de civiles notoriamente armados con revólveres bajo las chaquetas de verano que entraban en el cuartel por la puerta trasera, conversaciones interrumpidas en el comedor cuando aparecía él, rumores sobre una próxima huelga general, sobre quemas de cosechas y motines en los cortijos del valle, política, decía con desprecio cuando alguien se atrevía a preguntarle su opinión, bulos inventados por gente ociosa que no sabe atenerse a la neutralidad militar, le contestó hacía dos o tres noches al coronel Bilbao, que a las tres de la madrugada hizo que lo llamaran para preguntarle oblicuamente cuál sería su actitud si se produjera una intervención del Ejército. Pero también el coronel había cambiado, ya no daba vueltas por su despacho con la guerrera abierta, las manos a la espalda y la cabeza caída sobre el pecho, ya no lo miraba con aquella devoción de padre fracasado que a él le hacía sentirse tan incómodamente un impostor. En la formación general de las mañanas, cuando él se le cuadraba para darle novedades, el coronel Bilbao apartaba los ojos y respondía sin convicción a su saludo, y luego regresaba en seguida a su despacho y se encerraba en él y había veces en que el capitán ayudante no le permitía el paso al comandante Galaz, diciéndole que el coronel estaba hablando por teléfono o que tenía una visita de mucho protocolo.

Guardó de nuevo la carta en el cajón, sin saber aún que era la última y que nunca terminaría de escribirla, se permitió, contra su costumbre, un segundo cigarrillo, adormecido por el calor, por el humo, por el ruido de las máquinas de escribir y de las aspas de los ventiladores, acordándose del sueño en el que había visto a la criatura, decidió bajar por sorpresa a las cocinas para inspeccionar el orden y la limpieza del almacén, necesitaba no interrumpir la cadena usual de los actos ficticios, no abandonarse a la pereza, no permitir que el doble o el autómata bajara la guardia, inmovilizado por el desconcierto y el pánico. Una figura borrosa apareció tras el cristal y vio moverse el pomo de la puerta, aplastó el cigarrillo y guardó el cenicero, se irguió apoyando los codos en el filo de la mesa: era el cabo Chamorro, pequeño y miope, con un portafolios bajo el brazo, con unas gafas redondas de montura barata, disciplinado y rudo, con una vulgaridad campesina en sus gestos y en su manera de llevar el uniforme. No era de fiar, le había dicho el teniente Mestalla, se le habían encontrado en su taquilla libros de propaganda libertaria, pero escribía a máquina más rápido que nadie y no cometía faltas ortográficas, a diferencia de la mayor parte no sólo de los oficinistas sino también de los mandos. El comandante Galaz simpatizaba vagamente con él, pero se había guardado siempre de manifestarlo, porque era tan incapaz de tratar espontáneamente a un inferior como de permitirle confianzas a un criado. El cabo Chamorro le presentó una relación minuciosa y seguramente imaginaria de soldados presentes en el cuartel y raciones de rancho y él hizo como que la revisaba y la firmó, ésa era otra de sus tareas ficticias y ocupaba un lugar secundario pero no desdeñable en el equilibrio del mundo, los nombres copiados una y otra vez por orden alfabético, las cantidades exactas pero también falsas de carne o legumbres o aceite, el precio al céntimo de cada artículo y la suma detallada de todo, ilusoria y perfecta como la apariencia de disciplina y de valor de una columna de soldados en posición de firmes. Pero aquella mañana el cabo Chamorro no se marchó en seguida después de guardar los papeles en el portafolios. Se quedó parado frente al comandante, y éste lo notó y prefirió fingir que no se daba cuenta, y como el cabo no se decidía a salir y le daba vueltas nerviosamente a la gorra entre las manos el comandante lo miró con frialdad y le dijo, gracias, Chamorro, con una entonación indiferente y a la vez imperiosa que abolía sin posibilidad de discusión la presencia del cabo: así de educadamente se le ordena a un criado que abandone una habitación, y un momento después, como si la orden lo volviera invisible, el criado ya no está. Pero el cabo Chamorro seguía sin moverse. El cuello de su camisa estaba sucio y él olía a sudor y a pobreza. «Mi comandante», dijo, «con su permiso de usted tengo una cosa que decirle, a lo mejor usted pensará que es meterme en lo que no me importa, así que si quiere arrestarme o mandarme a las cuadras estará en su derecho, pero haga el favor de oírme antes, usted anda siempre en lo suyo y me parece, con perdón, que no se da cuenta de muchas cosas, pero uno, aunque no quiere, oye lo que no debe, o lo que otros no quieren que oiga, y yo he oído hablar de usted al capitán Monasterio y al teniente Mestalla, en la biblioteca, que ya es raro, aunque esté mal decirlo, creían que estaban solos, pero yo los oí, ayer tarde, hablaban no sé qué de un telegrama cifrado que había venido de Melilla, y dijeron que el único del que no estaban seguros cuando llegara la hora de la verdad era de usted, y que si hacía falta se lo llevaban por delante. Y anoche no vea usted la que cogieron en la sala de oficiales, aunque esté feo decirlo, mi comandante, oían lo que contaba la radio sobre lo del ejército de África y brindaban, a lo mejor a usted le llegaron las voces hasta su dormitorio, un camarero amigo mío me ha dicho que el capitán Monasterio sacó la pistola y habló de subir a detenerlo a usted mientras dormía. Muerto el perro se acabó la rabia, eso dijo, mi comandante.»

No dijo nada, no varió la expresión de su cara ni hizo una sola pregunta. Desconcertado por su silencio, sofocado de calor, el cabo Chamorro se atrevió a limpiarse la frente con un pañuelo sucio y permaneció firme ante él, mirándose las puntas de las alpargatas, con el portafolios bajo el brazo y la gorra sudada entre las manos. Seguramente lo imaginaba invulnerable, o resignado a la capitulación o al suicidio, o aliado en secreto con los conspiradores. Después de un breve silencio en el que siguieron escuchándose las máquinas de escribir y las aspas de los ventiladores, el comandante dijo, «gracias, Chamorro», y el cabo salió tan confundido del despacho que olvidó repetir la fórmula de despedida. Una hora más tarde lo vio cruzar serena y decididamente entre las mesas alineadas de la oficina, y creyó que cuando pasara junto a él lo miraría, pero el comandante Galaz salió como si no viera ni escuchara a nadie, con la cabeza alta y los ojos fríos y orgullosos de siempre, con su impecable uniforme de verano, su pistola al cinto y sus botas relucientes, dejando tras de sí un olor a cuero engrasado y flexible y a loción de afeitar. Va a hacer algo, pensó el cabo Chamorro, convencido de que aquella actitud de energía y eficacia ocultaba una determinación irremediable, va a contarle al coronel lo que yo le he dicho y dentro de unas horas el teniente Mestalla y el capitán Monasterio estarán arrestados en el cuarto de banderas. Pero cuando sonó el toque de fajina y los soldados formaron en el patio aún no había ocurrido nada, y el cabo Chamorro apenas vio de lejos al comandante Galaz: aquella tarde supo con alarma que estaban cancelados todos los pases de salida, y su amigo Rafael Moreno le dijo que no había visto al comandante y que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave.

Se abrió a las diez y media de la noche. Las seis horas que permaneció encerrado en ella le parecieron luego al comandante Galaz tan largas como los treinta y dos años anteriores de su vida. Había entornado los postigos de la ventana y en la penumbra dorada y sofocante como polvo de trigo lo aplastaba el silencio de la tarde de julio, una quietud pesada y mentirosa de siesta, un deseo innoble de dormirse empapado en sudor. No haré nada, dijo en voz alta, no ocurrirá nada. Aprendió esa tarde que la suma de los hábitos repetidos por un hombre tiene la contundencia abrumadora de un glaciar. No sentía miedo, sino una ira sin objeto ni destinatario preciso que se volvía contra él mismo convertida en rencor. Fumaba acodado en la mesa donde había un libro y una pistola en su funda, y frente a él, en la pared, estaba el grabado del jinete polaco, la cara joven y tranquila, la sonrisa fría, la mano izquierda apoyada en la cadera, como en un frívolo ejercicio de equitación. Un acto, uno solo, los dedos que desabrochan la correa de la funda, la mano que avanza sobre la mesa y envuelve la culata, que levanta suavemente la pistola y sitúa el cañón en la sien y el dedo índice que busca el gatillo y lo oprime poco a poco hasta que retumba el disparo en el techo alto de la habitación. Recordó estampas de militares fracasados y heroicos, oficiales encerrados en una habitación a los que les era concedida la posibilidad de una muerte honrosa. Recordó la pistolera negra de su padre, más temible cuando estaba vacía, olvidada tal vez sobre un aparador. El último acto digno de un soldado, cuando lo ha perdido todo y no le queda una esperanza razonable de seguir viviendo con honor: oficiales condenados a muerte y despojados de sus insignias en ceremonias infames se negaban a que les vendaran los ojos y exigían el derecho a mandar el pelotón de fusilamiento. El comandante Galaz se imaginó firme y temerario frente a una línea de fusiles, o encerrado en aquella misma habitación y poniéndose en la boca abierta el cañón de la pistola, no en la sien, como en los libros, porque un disparo en la sien no siempre anula la posibilidad de la supervivencia o de una agonía miserable y ridícula. Los suicidas son torpes, le había dicho un médico de Mágina, el doctor Medina, la mayor parte de los suicidas mueren por equivocación o torpeza, con una indignidad de animales desangrados.