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Palabras, le dijo a Nadia con desprecio medio siglo después, cuando por fin se disponía a enfrentarse a su muerte verdadera e invocaba con ironía y casi piedad al joven oficial que ya no estaba seguro de haber sido, literatura y cobardía, la tentación tan poderosa como el calor de julio de resignarse y aceptar, de quedarse cobijado en la sombra de su vida ficticia mientras el autómata o el doble cumplía su vocación abyecta de obediencia y los hechos exteriores seguían sucediendo con la misma fatalidad implacable con que avanza un glaciar o prolifera un cáncer o crece y va adquiriendo rasgos humanos una criatura en el interior de una placenta, igual que progresaba la tarde cegadora de julio hacia el anochecer y la sierra de Mágina, agigantada a mediodía por la vibración del aire y casi desleído su azul en el cielo blanco de calina, cobraba otra vez volúmenes y perfiles exactos. Se dio cuenta de que era como un paralítico, dijo, de que la tregua ilusoria que se había concedido al encerrarse con llave en la habitación no detenía el tiempo ni el curso de los actos de otros, y por primera vez en su vida lo desconcertaba la evidencia de que sólo había sabido ejercer su voluntad en el vacío. Un paralítico, repitió, tan incapaz de todo movimiento verdadero como ahora mismo, escuchando pasos por los corredores, estrépito de armas, de confusos partes radiofónicos mezclados con interferencias y ráfagas de himnos, de tachundas triunfales, motores de camiones que se ponían en marcha en los cobertizos, gritos en el patio, y yo inerte, igual que ahora, sentado en la mesa, con la pistola y el libro frente a mí y un cigarrillo quemándose entre mis dedos, el minutero sonando perceptiblemente en su reloj de pulsera, las campanas de la torre dando las nueve en la plaza del General Orduña, los pasos acercándose y los golpes en la puerta de su habitación, y él quieto, en la penumbra, mirando la cara del jinete, observado por él, ya sin complicidad, con un tranquilo escarnio, cientos o millares de hombres en el interior del cuartel y en las calles de Mágina moviéndose como eficaces insectos en la maquinaria acuciante de la realidad y sólo él inmóvil, paralizado, fumando cigarrillos, no aniquilado por el peligro de morir ni por la indignación contra los conspiradores sino por la sorpresa de no ser de pronto quien creía que era, quien había sido imaginariamente tantas veces, alguien erguido sobre el esfuerzo ciego y permanente de la voluntad, dotado del privilegio de ordenar y regir sin más armas que el tono bajo y frío de su voz y la intensidad de su mirada.

Ya estaba oscuro cuando se levantó, sin creer del todo en lo que hacía, impulsado por una inercia en la que no había nada de decisión ni de orgullo. Se desnudó, cerró los ojos bajo el agua tibia de la ducha, se secó tan meticulosamente como si en ese acto único residiera la justificación de su vida, afiló la navaja de afeitar, examinó luego la piel de su cara para estar seguro de que no quedaba ni un residuo de barba, pero en ningún momento pensaba en lo que haría después, como un hombre que camina por la cornisa de un edificio y sabe que si abre los ojos se precipitará en el vacío. Se puso un uniforme limpio, abrillantó las botas, el correaje, las hebillas metálicas, cargó con cuidado la pistola y se la ajustó a la cintura, se puso la gorra de plato delante del espejo, salió al corredor donde no había nadie y luego a la galería exterior que circundaba el patio. Brillaban luces eléctricas en todas las ventanas, como en los edificios de una ciudad despertada a medianoche por un terremoto. Los soldados se estaban agrupando desordenadamente en compañías, con los cascos de acero y el armamento completo, y los cabos primeros y los suboficiales gritaban órdenes furiosas. En alguna parte redoblaba sin descanso un tambor y sonaba a todo volumen un disco viejo de marchas militares. Con el casco torcido sobre la cabeza y el fusil en las manos el cabo Chamorro vio a lo lejos al comandante Galaz, que caminaba hacia la torre donde estaban encendidas las luces del despacho del coronel Bilbao. Iba tranquilo, braceando despacio, con la mirada al frente, como si no viera lo que sucedía en el patio y no oyera los gritos ni el rumor de ganado de los hombres ni el estruendo de los camiones que calentaban motores en los cobertizos. Bajo la luz amarilla y violenta de los reflectores la figura solitaria del comandante Galaz tenía un aire más bien patético de fragilidad y obstinación. Sentía que cada paso que daba era una proeza y que caminaba anestesiado o en sueños y en realidad no estaba moviéndose. En la antesala del despacho, el capitán ayudante, que tenía inclinada la cabeza sobre un aparato de radio donde sonaba inequívoca y chillona una voz militar, se cuadró delante de la puerta y le dijo que el coronel no podía recibirlo. No hizo un ademán para apartarlo, tan sólo lo miró y el capitán ayudante se hizo a un lado, y la puerta se abrió sin que el tuviera conciencia de haberla empujado. Sobre la mesa del coronel había una botella mediada de coñac y un gran teléfono negro que ya estaba sonando cuando entró el comandante. Pero no parecía que el coronel escuchara el timbrazo hiriente y repetido cada pocos segundos, o que pudiera ver algo o escuchar cualquier otra cosa. Tenía desabrochada la guerrera y se le habían formado oscuras manchas de sudor en las axilas, le caía sobre la frente un mechón blanco y húmedo y olía a coñac y a transpiración. Durante un segundo parecía que el teléfono había callado: inmediatamente volvía a sonar, con estridencia monótona, casi con saña y desesperación. Pero el coronel no lo veía, ni veía tampoco al comandante Galaz. Miraba fijo la botella de coñac y la volcaba sobre un vaso de cristal opaco que se derramaba sobre los papeles de la mesa y las solapas abiertas de la guerrera cuando la mano morada e insegura lo acercaba a los labios. «Mi coronel», dijo, «mi coronel», en el mismo tono que si estuviera hablándole a un hombre medio dormido. El teléfono dejó de sonar. El coronel Bilbao lo miró, sorprendido por el silencio, y luego sus ojos se movieron tan lentamente como si se arrastraran sobre los papeles de la mesa hasta encontrar la botella y el vaso y luego la cara del comandante Galaz. Por un instante casi le sonrió como otras veces, con una avergonzada devoción de padre incompetente y beodo, y la cabeza se le volvió a descolgar sobre el pecho y la mano tanteó en busca del vaso vacío y lo volcó. «Una copa, Galaz», dijo, sin encontrar la suya, manoteando como un ciego, «déjelos que se maten entre sí, que no quede ni uno». El teléfono empezó a sonar otra vez, con una monotonía infatigable de cólera. Desde el patio venía un redoble de tambores. El coronel Bilbao derribó de manotazo involuntario el teléfono y se escuchó en el auricular una lejana voz metálica y luego un pitido intermitente. Cuando el comandante Galaz salió del despacho ya no había nadie en la antesala. Arrancó el cable de la radio que el capitán ayudante había dejado encendida al marcharse. Nadie en los corredores iluminados ni en las oficinas, nadie más que él en la escalinata de mármol por donde bajó al patio oyendo resonar como ecos de disparos los tacones de sus botas. Ahora los redobles de tambor y el paso unánime de los soldados que maniobraban para alinearse frente al arco de salida ahogaban las órdenes y los insultos rutinarios de los oficiales. Sentía que avanzaba en dirección a una muralla en movimiento. Un capitán dio el grito de alto y el batallón se detuvo. El teniente Mestalla, con el sable al hombro, estaba al frente de una compañía cuyo capitán se había dado de baja por enfermedad unos días antes. Era el capitán Monasterio quien mandaba la formación. Ahora sólo se oían sobre la grava los pasos del comandante Galaz. Cientos de caras iluminadas por los reflectores y muy parecidas entre sí lo estaban mirando acercarse. «¡Capitán Monasterio!», dijo en voz alta y clara: nadie lo había oído nunca gritar. El capitán Monasterio se volvió lentamente hacia él, que seguía acercándose, los brazos oscilando junto a las caderas, la mitad de la cara tapada por la sombra de la visera de la gorra, los tacones de sus botas aplastando la grava con un ritmo metódico. «A la orden de usted, mi comandante, sin novedad en el batallón», el capitán Monasterio se cuadró, gordo y sudoroso, con una mirada fija de cobardía y de odio que era idéntica a la de todos los oficiales y suboficiales de la primera fila: el comandante Galaz, solo y firme frente a todos ellos, sin más defensa que su arrogancia y su pistola, recordó la sensación de saltar sobre una trinchera y oír a su alrededor silbidos de disparos. «Capitán Monasterio», dijo, «ordene derecha y descanso y luego rompan filas». El capitán Monasterio había dejado caer la mano y volvió la cara hacia los otros oficiales, como pidiéndoles desesperadamente ayuda. La presencia inmóvil y compacta de las hileras de soldados tenía el espesor de un muro contra el que chocaran las voces. El teniente Mestalla salió de la formación y dio unos pasos hasta llegar a la altura del capitán Monasterio. Era demasiado joven y demasiado soberbio y ya no tendría tiempo de corromperse ni aprender. Su admiración fanática hacia el comandante Galaz se había transmutado en odio con esa rapidez extrema con que cambia el sentido de los afectos en las adolescencias retardadas sin que varíe la locura de su intensidad. «Nadie va a ordenar rompan filas», dijo, y el esfuerzo del desafío y del grito le quebró la voz. «Póngase firme, teniente»: el comandante Galaz habló tan bajo que sólo el teniente Mestalla y el capitán Monasterio oyeron lo que decía. El teniente Mestalla separó un poco más las piernas y se cruzó de brazos. «Yo no obedezco a un traidor.» Mientras desabrochaba la funda de su pistola el comandante Galaz seguía mirándolo a los ojos. Apretaba los dientes y un leve espasmo nervioso le estremecía las mandíbulas. El comandante Galaz sacó la pistola, le quitó el seguro, vio una geometría inmóvil de caras y miradas detenidas en él, volvió a decirle en voz baja al teniente Mestalla que se pusiera firme, pero las piernas siguieron separadas y los brazos cruzados retadoramente sobre el pecho y el teniente no miró ni una vez la pistola que se alzaba en dirección a él. Permaneció erguido unos segundos al recibir el disparo, que provocó en la formación un sobresalto unánime, un movimiento parecido al del agua de un lago donde se arroja una piedra. Cayó sentado, abrazándose el vientre, mirando al comandante Galaz con más sorpresa que terror, y nadie se movió ni se acercó a él en los minutos larguísimos que duró su agonía. Dos horas más tarde las tropas salieron en camiones del cuartel abriéndose paso entre los grupos de gente que lo rodeaban, subieron por la avenida del 14 de Abril, cruzaron la calle Nueva y la plaza del General Orduña, donde el ruido de los motores ahogó en un silencio de expectación y acaso de miedo los gritos de una muchedumbre armada de hoces, palos y horcas y banderas rojas que retrocedía separándose ante la luz de los faros. Los camiones se detuvieron en la plaza de Santa María, ante la fachada del ayuntamiento, donde había gente en los balcones y estaban encendidas todas las luces. Mirando fríamente a los ojos al capitán Monasterio el comandante Galaz le ordenó que formara con rapidez el batallón y le diera novedades. Pasó revista luego a las filas inmovilizadas y tensas en posición de firmes tan lentamente como si el tiempo y la realidad no contaran. Les dio la espalda, corrigió con las puntas de los dedos la inclinación de su gorra de plato y abrochó la funda de su pistola, y mientras caminaba solitario y erguido hacia la escalinata del ayuntamiento se extrañó del silencio y le pareció el preludio de un balazo que le acertaría en la espina dorsal. Estaba seguro de que iba a morir, le dijo a Nadia, casi lo esperaba, con una oculta avidez sin temor. Hacia las seis de la madrugada, después de una noche de borrachera y de insomnio, todavía solo en el cuartel, el coronel Bilbao, que había escrito el encabezamiento de una carta dirigida tal vez a uno de sus hijos, se abotonó la guerrera, se ajustó el correaje y se disparó un tiro en la boca.