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«Vístase. Tiene que acompañarme», dijo la máscara, no en tono amenazador, y ni siquiera imperativo, sino con una seca autoridad no acostumbrada a la desobediencia ni al énfasis. Al ponerse en pie, no sin lamentar que un extraño descubriera que dormía vestido, vio que había alguien más en la otra habitación, una figura, pensó luego, en la que se advertía su condición inferior, tal vez de lacayo o cochero, de sicario sin escrúpulos. No llevaba antifaz, vio antes de que le vendaran los ojos, sino una máscara con greñas y bigotes de estopa y reventones carrillos de cartón. Decidió suponer que estaba siendo víctima de una de esas bromas a las que eran tan proclives en carnaval las imaginaciones pueblerinas. Mientras le ataban en la nuca las cintas de un antifaz que en lugar de aberturas para los ojos tenía dos ojos pintados pensó que iban a matarlo y se acordó con indiferencia de que a los condenados a garrote vil los encapuchaba el verdugo: le vino a la memoria una estampa patriótica del fusilamiento de Torrijos. El hombre de la fusta -ya con los ojos vendados supo que era él porque olía a jabón de lavanda y porque lo rozaba con los pliegues fríos y suaves de su capa- lo tomó del brazo casi con amabilidad y le hizo salir al corredor. Él mantenía la calma espiritual y hasta un residuo de entereza, porque nunca había sido asustadizo, pero las rodillas le temblaban y no notaba los músculos de las piernas: si el otro lo soltaba caería al suelo tan desmadejado como un muñeco de paja. Oyó con desconsuelo los ronquidos de su patrona, tan sonoros que más de una noche lo despertaban. Lamentó sinceramente que si lo mataban ahora no podría satisfacer su deuda con ella. Al bajar por el hueco estrecho de las escaleras su costado rozaba la cal de la pared y sonaban por delante los pasos broncos del hombre de la máscara de cartón: el del antifaz y la gorguera calzaba botines, y su mano derecha, que le tenía atenazado el codo, era a la vez suave, vigorosa y cruel.

Con una voz que a él mismo le pareció desagradablemente débil preguntó a dónde lo llevaban y no obtuvo respuesta. Su conciencia permanecía en un estado de incrédula expectación y casi duermevela, pero su cuerpo se encogía con el automatismo del pavor. Lo matarían en un coche cerrado, en una berlina de capota negra y ruedas rojas como aquella en la que viajaba Prim cuando le dispararon, lo llevarían a un solar de las afueras y sin quitarle el antifaz le pondrían en la sien o en la nuca el cañón de un revólver y él ni siquiera escucharía la detonación. Creyendo que aún faltaban algunos peldaños tropezó al llegar al zaguán, que estaba pavimentado con losas desiguales de piedra y olía a humedad y a bodega. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de la calle y entró una bocanada de aire frío con diminutas agujas de agua nieve y un vendaval de matasuegras, carcajadas, tambores redoblando y canciones de borrachos. Con razón le repugnaba tanto el carnaval. Al salir tropezó de nuevo, ahora en el escalón, y el hombre de la capa negra lo sostuvo, y el lacayo o cochero se acercó tanto a él que le echó en la cara su aliento a cebolla y aguardiente. Para cualquiera que lo viese sería un borracho más, tambaleándose, con el antifaz torcido, derribado por el vino, sostenido a duras penas por sus cofrades de parranda. El aire de la noche le tonificó los músculos y le devolvió una lucidez narcotizada hasta entonces por la resignación, tan propia de los sueños, a la fatalidad y al absurdo. Debió de hacer un movimiento instintivo de huida, porque el antifaz de raso y la gorguera le rozaron la cara, y la voz del enmascarado más alto le susurró: «No trate de escaparse, no vamos a hacerle nada. Si hace lo que debe se alegrará de este encuentro.»

Sintió al mismo tiempo una gratitud efusiva y un terror ilimitado. En aquella voz no había amenaza, pero tampoco había piedad. Ahora caminaban más aprisa, bajando por los soportales, chocando bruscamente con cuerpos que avanzaban en sentido contrario y recibiendo palmadas y codazos y pisotones. Lo obligaron a torcer a la derecha, hacia la embocadura de pronto silenciosa y desierta de la calle Gradas. Entre la multitud se había sentido a salvo, aunque nadie habría reparado en él si de una cuchillada o de un tiro lo hubiera abatido, dejándolo caer como a un borracho sin remedio entre las piernas de las máscaras. Pero las voces se volvían poco a poco distantes y ya avanzaban sin chocar con nadie. Recordó que no había luz en esa calle tan estrecha, que iba a dar al claro de San Isidoro, donde había una fuente cuyo caudal escuchó al mismo tiempo que el chapoteo en el barro de los cascos de un caballo, que al sacudir la cabeza hizo sonar los arreos de un coche. «Ahora me harán subir poniéndome en los riñones el cañón de un revólver o la contera del bastón y el de las manos ásperas saltará al pescante y el otro se sentará a mi lado y no me soltará.» Verificaba sin sorpresa su capacidad de vaticinio: oyó abrirse y girar una portezuela y desplegarse un estribo. Entre los dos enmascarados lo empujaron hacia el interior del coche como a un paralítico o a un preso y él no se resistió. Lo hicieron subir casi en volandas y no notaba el peso de su cuerpo. La tapicería sobre la que lo obligaron con malos modos a sentarse era de un cuero muy suave y acolchado. Eso le dio una ligera esperanza de no encontrarse en poder de la secreta. Los coches de la secreta eran siempre innobles simones con el forro de los asientos reventado y olían a tabaco malo, a sudor antiguo y algo que se parecía a los orines rancios de gato. Junto a él respiraba el hombre del antifaz, que había corrido las cortinillas sobre los cristales y removía bajo la capa su poderosa corpulencia, inquieto todavía, vigilante, aliviado. El postillón arreó al caballo e hizo sonar su látigo en el aire, y el coche, singularmente cómodo, se deslizó con sigilo por la calle embarrada, oscilando al ritmo pausado de los cascos, gradualmente más veloces a medida que dejaban atrás la plaza de Toledo y se acercaban, calculó él, a los descampados del oeste, donde se levantaban más allá de las últimas casas, como gigantes solitarios en la oscuridad, la plaza de toros y el hospital de Santiago, cuyas torres puntiagudas eran lo primero que se veía de Mágina viniendo por el camino de Madrid.

Tragó saliva, respiró hondo, acopió indignación y severas palabras: «Caballero», dijo, «en el caso de que usted lo sea, cosa que a la vista de su comportamiento incalificable me creo autorizado a dudar…» Sin levantar la voz lo interrumpió el otro: «0 se calla o lo amordazo. Elija.» A los muertos les ataban las mandíbulas y les ponían monedas de a duro sobre los párpados cerrados. Si lo mataban, si lo dejaban tirado en un muladar, se quedaría con los ojos abiertos y la mandíbula inferior descolgada, como los que mueren de un síncope, con un hilo de sangre o de baba en el mentón. Ecuánime y desesperado, pensó en lo rara que era la vida y en lo extravagante del destino: uno llega por casualidad a una ciudad desconocida, abre un consultorio al que no acude nadie, se acostumbra a estudiar anatomía y a alimentarse de chocolate caliente y cigarrillos de hierbas, se acuesta una noche y al poco rato se lo llevan con los ojos vendados y el lugar de su muerte es esa ciudad que hace unos meses no sabía que existiera; uno muere a los veintitrés años como una mosca o una cucaracha, sacrificado tan vilmente como una gallina, y sólo una mujer vieja y medio idiota, aunque de buen corazón, lo echa de menos, y a los pocos días nadie se acuerda de él y es como si no hubiera pasado por el mundo.

En las afueras los cascos del caballo sonaban sin eco y el viento sacudía el coche y hacía vibrar los cristales de las ventanillas. Muy lejos, a su espalda, petardeaba un castillo de fuegos de artificio, y de vez en cuando venían rachas discordantes de música. Si le quitaban la venda antes de matarlo vería ascender y estallar los cohetes contra un cielo blanco del que muy pronto descendería en silencio la nieve, sobre la línea quebrada de los tejados y las torres. Pero era tan joven entonces que desconocía la fortaleza de su temple. Sin darse cuenta se arrellanaba en el confortable asiento de cuero e iba adquiriendo un cierto interés objetivo en lo que él mismo llamaría muchos años más tarde el desarrollo de los acontecimientos. ¿Podía alguien seriamente reputarlo de conspirador? Había trasnochado en los cafés escuchando peroratas ardientes, arrebatadoras y un poco ridículas, como tantos, había gritado vivas y mueras ante los sables y los morriones de los guardias y acudido a sótanos y reboticas de donde había que salir luego de uno en uno y mirando por encima del hombro sin avivar mucho el paso, pero nadie en su juicio podría suponerle vínculo alguno con los sospechosos del magnicidio de la calle del Turco. Se había quitado de en medio, desde luego, pero nada más que por prudencia, o porque en el fondo ya lo aburría aquella vida desordenada y haragana de Madrid. De modo, decidió, que o se trataba de un malentendido que rápidamente se esclarecería o de una broma algo siniestra, y en ambos casos -y aun en el tercero, el de que fueran a matarlo- no le cabía otra actitud posible que mantener la dignidad, así como una sobria y ofendida reserva. Así que cuando el otro le preguntó, como queriendo congraciarse con él, si le había apretado en exceso el nudo del antifaz, negó con la cabeza y se mantuvo en silencio, y cuando el coche se paró por fin y se abrió la portezuela rechazó la mano que tomaba la suya en la oscuridad, y tanteó con el pie en busca del estribo y permaneció bien erguido e inmóvil hasta que de nuevo lo tomaron por el brazo y lo guiaron por un lugar empedrado que a juzgar por la resonancia de los pasos debía de ser un callejón. Pues el coche, en vez de seguir alejándose por los barrizales de más allá del hospital, había regresado al interior de la ciudad después de dar algunas vueltas sin dirección precisa, calculadas sin duda para desorientarlo, y el postillón recobró el tiempo perdido azotando al caballo hasta obligarlo a un galope temerario, urgido por el hombre del antifaz, que daba golpes nerviosos y continuos con el bastón en el cristal de la ventanilla.

Aún le temblaba todo el cuerpo por los sobresaltos de la carrera. Por una puerta muy pequeña lo hicieron pasar a un corredor y luego a una escalera con peldaños de piedra de cuya incomodidad dedujo que correspondía a dependencias de servicio. Después pisó losas de mármol y oyó al otro lado de un ventanal cerrado o de unos cortinajes una orquesta que tocaba valses muy rápidos. «Paciencia», dijo la voz junto a él, «ya estamos llegando». Lo obligaron a detenerse y supo sin vacilación que estaba ante una puerta cerrada. El hombre del antifaz dio tres golpes pausados y la puerta se abrió, dejando pasar un perfume barato y una voz de mujer. Lo guiaron hacia el interior, y al mismo tiempo que la puerta se cerraba tras él oyó una afanosa respiración que parecía la de un animal. Cuando los dedos suaves del hombre le rozaron la nuca al deshacerle el nudo del antifaz notó a lo largo de la espalda un escalofrío. Entonces tuvo miedo de verdad, no a morir, sino a ver algo que dañara sus ojos más irreparablemente que una luz súbita. Estaba en una habitación de techo bajo, alumbrada por dos palmatorias, la habitación de una criada, y frente a él había una cama de hierro bajo cuyas sábanas se agitaba y se hinchaba y retorcía un cuerpo cuya forma precisa tardó en reconocer, aturdido todavía por la oscuridad, asustado, inmóvil, sin darse cuenta de que el hombre del antifaz estaba junto a él y le tendía su maletín de médico. Percibía las cosas tan fragmentariamente como si las viera reflejadas en las esquirlas de un espejo roto, como desenfocadas y desfiguradas por una lente absurda: dos manos pálidas y largas asiéndose a unos barrotes helados, dos muñecas translúcidas, unas piernas con las medias caídas hasta los tobillos que pataleaban y arrojaban al suelo las ropas de la cama, unos ojos azules con un brillo de espanto entre mechones negros, apelmazados y oscuros por el sudor, una cara sin labios, una respiración que henchía y mojaba un pañuelo atado alrededor de la boca, un vientre grande, abombado, obsceno bajo el camisón deshecho en jirones, sin ombligo, agitado y convexo y reluciendo de sudor, pero sobre todo los ojos que lo miraban con un terror más poderoso que un grito, las sienes azules y las dos manos enroscadas en los barrotes, hincándose en las palmas las uñas lívidas y manchadas de una sangre menos oscura que la que manaba entre los muslos y encharcaba las sábanas. Le dijo a Ramiro Retratista que aquélla fue la primera vez en su vida que vio parir a una mujer, y que cuando lo llevaron allí ya era demasiado tarde: una hora después, aterrado, exhausto, con los brazos desnudos y empapados hasta los codos de sangre, como un matarife, logró arrancar de aquel vientre convulso como un lodazal de vísceras el cuerpo violáceo de un niño que se había estrangulado con el cordón umbilical.