Entramos en la ciudad, que siempre tarda en parecerse a mis recuerdos, hay demasiados edificios altos y escaparates iluminados de tiendas de ropa, de cuartos de baño, de automóviles, los tractores y los Land Rovers cargados de aceituna interrumpen el tráfico, en las aceras del hospital de Santiago y de la calle Nueva se ven grupos de muchachas con medias oscuras y chaquetones invernales, me llega una música idéntica a la que se oía en las emisoras de Nueva York desde un bar con letrero de neón que no existía la última vez que estuve aquí, pasan lentos matrimonios tomados del brazo que ya recorrían la misma calle en la misma actitud cuando yo era un adolescente, hombres de barbilla levantada y pesados abrigos y mujeres teñidas de rubio, con esa coriácea tranquilidad de la clase media de Mágina, parejas con un aire de prematura madurez que empujan cochecitos de niños, los escaparates lo iluminan todo con una intensidad que antes sólo brillaba en las noches de feria y la furgoneta de mi padre avanza muy lentamente, la calle Mesones, la plaza del General Orduña, con la esfera amarilla del reloj en la torre y los pasadizos sombríos de los soportales, donde ya no hay hombres del campo con las manos en los bolsillos y el cigarro en un ángulo de la boca, mirando el cielo en espera del final de la lluvia o de la sequía, sino corros charlatanes de jóvenes que acaban de ingresar en una desconcertante adolescencia ya muy lejana de la mía, más descarada y menos sórdida: no habían nacido cuando yo me marché por primera vez de la ciudad, y ahora compran bolsas de pipas y cigarrillos sueltos en los mismos tenderetes de los soportales y se pasean por las mismas aceras donde nos aburríamos y nos desesperábamos mis amigos y yo en los luctuosos anocheceres de domingo y de los siniestros viernes santos franquistas en los que ni siquiera abrían los cines, aplastados por el tedio y remordidos por cobardías y culpabilidades sexuales, mirando a otras muchachas de juventud tan reciente y labios tan pintados, mujeres tal vez irreconocibles ahora, con maridos e hijos y caderas opulentas, con chaquetones de piel y melenas cardadas.
Siento que vuelvo a Mágina por primera vez porque he llegado desde un lugar donde no estuve nunca. No vuelvo de la huida ni del rencor, sino de ti, no veo la ciudad únicamente a través de mi memoria, sino también de la tuya, y una muchacha con tejanos, cazadora de cuero y pelo largo que parece estar esperando a alguien junto a una cabina de teléfono, en la acera de la comisaría, me hace acordarme de quien tú fuiste entonces, veo luz en el balcón de donde cuelga la bandera y pienso en el subcomisario Florencio Pérez, que juega con su pisapapeles de la basílica de Montserrat y te habla con timidez y afecto la noche en que te detuvieron los sociales, la furgoneta de mi padre enfila el Rastro y luego los jardines de la Cava y la ciudad se va despoblando y se vuelve más oscura, cada vez más parecida a mis recuerdos, el Altozano, la esquina de la calle del Pozo, las puertas cerradas de las casas, la plaza de San Lorenzo, mezquinamente alumbrada por un farol rojizo, a medida que nos acercábamos a ella me iba aproximando a la evidencia de la muerte de mi abuela Leonor, la furgoneta se detiene y mi padre apaga el motor y las luces del salpicadero, me quedo inmóvil un instante, miro la Casa de las Torres, el resplandor del cielo nocturno sobre los tejados, los portales clausurados y las ventanas a oscuras, en ninguna parte como aquí es tan densa la noche ni tan puro el silencio, mi padre abre la puerta trasera de la furgoneta y saca mi bolsa y yo permanezco todavía sentado, aturdido por la fatiga de veinticuatro horas de viajes, inseguro del lugar donde estoy y del tiempo en que vivo, como si recordara este momento o imaginara una noche de mi porvenir y quisiera detener la ficción justo en el preludio de un hecho doloroso, igual que se aprietan los párpados y las mandíbulas para que no prosiga un sueño.
La plaza es mucho más pequeña desde que cortaron los árboles y empezaron a aparcar coches en ella. Ahora el suelo es de cemento y no de tierra apisonada y han desaparecido las aceras con bordillos de piedra. Miro la fachada de mi casa y espero instintivamente oír el sonido metálico del llamador, pero mi padre ha pulsado un timbre, nos quedamos callados y sin mirarnos el uno frente al otro y desde el interior viene una voz que dice, ya va, oigo unos pasos suaves y luego un cerrojo, veo una raya de luz debajo de la puerta y mi madre pregunta quién es con una voz muy joven, nos abre y al principio no me atrevo a abrazarla, ancha, demacrada, con los ojos apagados y enrojecidos tras las gafas, con un jersey y una falda de luto que definitivamente la envejecen, con ese aire de lentitud y estupor de quien acaba de asistir a la muerte de alguien. Observo que mi padre también la besa y que se hablan con una dulzura que yo no conocía o era incapaz de advertir. Las voces suenan de otro modo en el portal de mi casa, sobre todo esta noche, parece que la hubiera agrandado la ausencia de mi abuela Leonor. Extraño las baldosas, la pintura sintética de las paredes, los pequeños cuadros adquiridos al azar en alguna tienda de muebles, pero esos cambios existían desde hace mucho tiempo y yo no los notaba ni era íntimamente injuriado por ellos, se me olvidó el empedrado húmedo del portal y el olor de la cuadra donde ahora está la cocina, miro el cielorraso y me acuerdo por primera vez en no sé cuántos años de los racimos de uvas pasas y de las ristras de embutidos que colgaban de las vigas, pero también es como si sólo ahora advirtiera que mi madre va a cumplir sesenta y un años y que su pelo teñido de negro es blanco en las raíces, que la he visto siempre inalterablemente joven por la única razón de que no me detenía a mirarla. Si supieras cuánto se acordaba de ti, me dice, con la voz quebrada, la pena que le daba no volver a verte. Mi abuelo Manuel está sentado en el sofá, frente al televisor apagado, adormecido y solo con su bata azul marino y su ancha boina negra, entreabre los ojos al oír que ha llegado alguien, me inclino sobre él para darle un beso en cada mejilla y no estoy seguro de que me reconozca. Sus lentas pupilas azules se detienen en mí, dice mi nombre, sonríe muy débilmente con su boca descolgada, hunde de nuevo la cabeza en el pecho pero no cierra los ojos, y su cuerpo vasto y pesado se estremece en un escalofrío, esconde las manos bajo las faldillas, vuelve a mirarme y emite una especie de gemido animal o infantil que suena como una nota demasiado aguda en el jadeo lóbrego de su respiración. Ya casi no puede con su cuerpo, mi madre le dice que se levante del sofá, que es hora de acostarse, y él se encorva y enrojece con los labios apretados por el esfuerzo, asiéndose con las dos manos al borde de la mesa, pero vuelve a hundirse pesadamente en los cojines de eskai y se queda quieto y con una expresión ausente de injuria y abandono, le ofrezco la mano y tiro de él como intentando sacar del agua un fardo de barro, se apoya en el respaldo de un sillón y en la repisa de la chimenea, le doy su bastón, tan delgado en contraste con el volumen de su cuerpo que temo que se rompa cuando descargue su peso encorvado sobre él, mi madre lo toma del brazo y cruzan el comedor y el portal con una interminable lentitud, empiezan a subir una por una las escaleras, oigo luego el roce de sus pasos en las habitaciones de arriba, la caída del cuerpo sobre los muelles de la cama donde hasta hace dos noches durmió mi abuela Leonor, pero antes un ruido de grifos en el que no quiero pensar, ahora estará limpiándolo, me explica mi padre sentado frente a mí, las dos manos grandes, agrietadas y oscuras unidas sobre la mesa, ya no se sabe contener, le da vergüenza pedir que lo lleven al water y que le desabrochen la bragueta o le bajen los pantalones y se lo hace todo encima, tu madre le pone unos pañales como los de los niños, pero grandísimos, imagínate, se los receta el médico. Con la cabeza baja mi padre suspira mirándose las manos enlazadas: sin duda piensa que él tampoco es invulnerable, que tiene sesenta y tres años y se le está acercando insidiosamente la vejez, me cuenta que duerme muy poco, que cada vez le cuesta más levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al mercado, que le duelen mucho la columna vertebral y las articulaciones de las rodillas. Tiene la cara un poco hinchada, las mejillas rojas, los lacrimales irritados por la fatiga y el insomnio. Sólo le faltan dos años para jubilarse. Lo pienso y me niego a aceptarlo, se pone en pie y me pide que lo disculpe porque debe acostarse y me dan ganas de acercarme a él y de besarlo, pero no hago nada, le digo buenas noches y al mirarlo de espaldas sigo viéndolo fuerte y erguido, cansado pero todavía invencible, mucho más joven que cualquier hombre de su edad.