Mi madre me ha preparado la cama en mi habitación de siempre, en el último piso, en cuanto supo que venía dejó encendida en ella una estufa para mitigar el frío de esta casa tan vieja y tan grande. Es una cama alta, con barrotes de hierro que transmiten a las manos toda la honda frialdad de los inviernos antiguos, con dos colchones de lana que ceden bajo el peso de mi cuerpo como si fueran el sueño que me traga, con una piel de oveja extendida a los pies. A pesar de la estufa hace un frío denso, agudo, olvidado, un frío que hiela las baldosas e invita a esconder la cabeza y los hombros y a no sacar las manos del embozo, que vuelve rígidas las sábanas tan limpias de algodón y obliga, en los primeros minutos, a quedarse muy quieto, con las rodillas encogidas y los pies helados, tiritando. En esta habitación adonde nunca suben las visitas no ha cambiado nada en veinte años: las paredes encaladas, las vigas curvándose bajo el peso del tejado, la gran cómoda de asas doradas sobre la que cuelga una foto de los padres de mi abuelo Manuel, un hombre calvo y maduro que tal vez sólo se le parece en la corpulencia y una mujer mucho más joven, con la boca y la barbilla idénticas a las de mi abuelo, con un vestido de bordados negros en el cuello cerrado. Se llamaba igual que mi madre, enviudó cuatro veces y tuvo dieciocho hijos, de los cuales mi abuelo Manuel es el único que vive todavía. Posee el mismo aire absorto de indiferencia y ruda rectitud de una cabeza romana, la misma mezcla de misteriosa proximidad y absoluta lejanía. Apago la luz y me alivia no verla, percibo bajo las sábanas el peso de las mantas y la colcha y la piel de oveja, la hondura del colchón, la lentitud con que van envolviéndome el calor y el sueño, tan cansado como cuando me apartaba de ti al amanecer resbalando sobre la humedad de tu vientre, como cuando tenía catorce o quince años y subía a acostarme en esta misma habitación después de un día interminable de trabajo en el campo y nada más apagar la luz me quedaba dormido. Entonces imaginaba lo que ahora recuerdo: en la oscuridad, en la quietud y la tibieza, un cuerpo blanco y caliente de mujer, hecho con la materia dúctil del deseo y del sueño, se cobijaba a mi lado, conducía sabia o desesperadamente la mano solitaria que rozaba mis ingles, tenía el pelo, los labios, la cara y los muslos que yo había decidido, aprendía conmigo las sagacidades y enigmas de aquel arte inconfesado, las secretas efusiones de un placer que dejaba luego en las sábanas un rastro amarillo de culpa. Ahora eres tú esa mujer que deseo e invento mientras derivo a una dulce inconsciencia, y el cuerpo futuro que imagino tan detalladamente como entonces me concede los atributos, los dones, las suavidades y olores que esperé tantos años y que no se habrían cumplido si no llego a encontrarte.
Nunca paro de hablarte , te voy contando las cosas a medida que las veo o que me suceden, te escribo en silencio una larga carta instantánea que fluye y se desvanece como las palabras dichas en voz alta y las que sólo se pronuncian en la imaginación. Mi pensamiento es ahora el hábito de conversar contigo. He llamado a tu casa, he marcado el número de la conexión internacional y se escuchaba en el teléfono un rumor como el de la distancia del océano, al oír tu voz en el contestador me he acordado de cuando creía que eras rubia, que tu nombre era Allison y que no te vería nunca más. He dicho que estoy en Mágina y he dejado en la cinta el número del teléfono de mis padres, y al colgar he advertido que el corazón me latía muy rápido, como cuando me costaba horas decidirme a llamar a Marina y al final no obtenía más fruto de mi tortuoso heroísmo que una educada negativa.
La muerte en paz de mi abuela Leonor ha dejado en la casa un fatigado abatimiento de resignación y vacío y una penumbra como la de esas capillas iluminadas por mariposas de aceite donde casi nadie se detiene a rezar. Arde el fuego en la chimenea, mi abuelo dormita con las manos bajo las faldillas del brasero o mira la pared con una expresión inescrutable, y algunas veces, cuando más fijas tiene las pupilas, se le ponen vidriosas y le rueda sobre la mejilla una lágrima que él tarda en limpiar con el dorso áspero de la mano. Hablamos en voz baja y nos sobresalta a todos el timbre de la puerta o el del teléfono, no se encienden la televisión ni la radio, por el luto, a la caída de la tarde mi madre y mi tía, vestidas de negro, rezan el rosario y concluyen cada misterio con una letanía en memoria de mi abuela Leonor: Virgen del Consuelo, envuélvela en tu manto y llévala al cielo. Para no hacer ruido yo me muevo por la casa con la cautela de una sombra, mi antigua sombra agraviada con la que no he vuelto a tratar desde que sólo hablo imaginariamente contigo, me quedo horas sentado frente al fuego, hipnotizado por los amarillos, los púrpuras y los azules de las llamas, mirando hervir los globos de resina en los cortes todavía fragantes de la madera de olivo, oliendo luego sin disgusto el humo en mi ropa. Olor de humo, olor de pobres, decía mi abuela. De vez en cuando viene una visita a dar el pésame y se repiten las caras de aflicción, los suspiros, las lágrimas, las palabras rituales de añoranza y aliento, mujeres de manos gruesas y romas que sostienen anticuados bolsos negros en el regazo y han acabado adquiriendo una rutinaria familiaridad con las condolencias y los funerales, que tal vez son, en sus vidas encerradas, iguales a la de mi madre, las únicas ocasiones de actividad social. Era tan buena, se mantuvo tan bien de la cabeza hasta el final que se dio cuenta de todo, le falló el corazón, Dios se la ha llevado. Mujeres de oscuro sentadas con mi madre alrededor de la mesa, parientas lejanas a las que yo había olvidado y dicen acordarse de cuando era chico, palabras idénticas a las que yo oía sin comprender hace treinta años: los conciliábulos de los mayores, sus costumbres enigmáticas espiadas desde un ángulo inadvertido de la realidad por la atención infantil, en la que había algo de presencia invisible. En otro tiempo, cuando este comedor era una vasta cocina, los hombres se reunían en las mañanas de temporal alrededor del fuego y asaban en las ascuas lonchas de tocino y orejas de cerdo, y mi abuelo Manuel, el jefe de la cuadrilla que por culpa de la lluvia no iría ese día a la aceituna, era el más alto de todos y tenía la voz más sonora que nadie, se hacía a su alrededor el silencio y no se oía más que el rumor del viento y de la lluvia en la chimenea y el crepitar del fuego cuando empezaba a contar el sacrificio heroico de un batallón entero de guardias de asalto que sucumbieron ante las ametralladoras enemigas en un lugar próximo a Madrid que se llamaba la cuesta de las Perdices o las palabras que le dijo el comandante Galaz al alcalde después de cuadrarse ante él en la escalinata del ayuntamiento: «La guarnición de Mágina permanece y permanecerá leal a la República.»
Pero me oprime el silencio, tan despoblado ahora de voces como una hoja en blanco de la que se han borrado las palabras que parecían indeleblemente escritas en ella, venzo el miedo a la posibilidad de que tú me llames y no esté y salgo a la calle, a la plaza vacía en la que ya no vive casi nadie, tan desolada en el gris de las mañanas de invierno desde que cortaron los árboles. Subo por la calle del Pozo y algunas vecinas asomadas a las puertas me reconocen y me dan el pésame, recorro los miradores desde los jardines de la Cava hasta el ábside del Salvador y distingo los verdes brillantes y los azules suaves y los grises de niebla del valle del Guadalquivir, la alta silueta de la Sierra de Mágina, borrosa tras la lluvia, los caminos blancos que descienden entre las huertas, hacia los olivares y el río, las columnas de humo. En los jardines de la Cava, alrededor de la estatua del alférez Rojas Navarrete, que mira en línea recta hacia el norte igual que el general Orduña mira al sur, las rosaledas y los macizos de arrayán entre los que se paseaban en las mañanas de domingo de hace veinticinco años las parejas de novios han sido devastados, y al caminar crujen bajo los pies cristales rotos de botellas de cerveza y agujas hipodérmicas machacadas. Cubierta por la hiedra hasta la cruz de su pináculo la espadaña de la iglesia de San Lorenzo sigue manteniéndose imposiblemente en pie, pero el pilar de la muralla, junto a la puerta de Granada, está infestado de botellas y latas y recipientes de plástico, y de los tres caños por donde brotaba siempre un agua transparente y salobre sólo uno no ha sido cegado, y de él mana un hilo muy débil, que se pierde entre el musgo y las ovas. Aquí venían a lavar las mujeres desgreñadas y chillonas del arrabal al que llamaban las casillas de Cotrina, y cuando yo volvía de la huerta me excitaba mirar sus escotes y sus pechos blancos y temblones desde lo alto de la yegua: aquí me contaban que venían a lavar su ropa los moros de Franco después de la guerra, y al atardecer extendían sus mantas sobre el empedrado sucio de estiércol y se arrodillaban para rezarle a gritos a su dios, a la misma hora en que sonaban las campanas de Santa María y el toque de oración en el cuartel. De las casillas de Cotrina no quedan más que escombros, ventanas sin postigos, tejados de cañizo hundidos sobre muebles viejos y testimonios arqueológicos de un simulacro de bienestar que nunca prosperó: la carcasa enorme de un televisor, un barreño de plástico con lunares azules. Ya no hay empedrado, sólo charcos y hondonadas de barro en las que se señalan las huellas de neumáticos de los tractores. En la mañana nublada y húmeda de finales de enero me detengo junto a las últimas esquinas de Mágina, donde se encenderán para nadie turbias bombillas cuando caiga la noche. El camino de los miradores se ciñe a la curva de la muralla y traza en dirección al este un arco desde el que se domina toda la amplitud del valle y de las sierras distantes: sobre los terraplenes y las huertas, Mágina parece edificada en la orilla de un acantilado, en cuyo extremo occidental se yerguen los muros del cuartel, desde donde trae el viento ábrego la estridencia dispersa de una banda de cornetas y tambores.
No tengo la sensación de recordar, sino de ver, la mirada abarca desde aquí los paisajes ondulados y extendidos del tiempo hasta más allá de los perfiles azules que hace veinte años limitaban el porvenir y la forma del mundo. Bajo por los caminos, entre las tapias hundidas de las huertas, y no sé distinguir la felicidad del dolor ni los sentimientos de quien yo soy ahora mismo de los que pertenecían a quien fui en el último invierno de mi vida en Mágina. Tal vez al acordarme de ese muchacho de diecisiete años que es en gran parte un desconocido lo estoy inventando en la misma medida arbitraria en que él me inventaba a mí: pero su imaginación no llegó a tanto, no era capaz de vaticinar nada que le ocurriera después de los treinta años, no se atrevía. Y sin embargo yo soy ahora el forastero en que él deseó convertirse, y me intriga pensar que alguna vez imaginó un regreso parecido a éste y que de algún modo me posee por haberlo previsto, igual que mi bisabuelo Pedro temía que le robaran la figura y el alma si le tomaban una foto. Previo a los diecisiete años, por estos mismos caminos, que cambiaría él, y que cuando volviera todo seguiría inalterado: ahora comprendo que se equivocó. Ya no soy quien fui, y por eso puedo hablar de mí mismo en tercera persona, pero aun siendo otro he cambiado mucho menos, para mi fortuna o mi desgracia, que la realidad exterior. Casi todas las huertas están abandonadas: no fui yo el único de mi generación que renegó de la tierra. Las tapias se han desmoronado y la maleza borra las acequias. En las laderas y en el valle hay un silencio cóncavo, como si las cubriera una campana de cristal, y a través de él viajan sin desvanecerse los sonidos más lejanos y tenues, el del agua en una poza, el del viento en los cañaverales del río, los silbidos de un pájaro o los golpes secos de una vara que sacude las ramas de un olivo. El silencio, como el aire frío y limpio, me afila los sentidos, pero también me abruma y me da miedo, porque no estoy acostumbrado a él. Veo y oigo y huelo de muy lejos, noto bajo mis pisadas la poderosa densidad de la tierra, huelo los tallos dorados que ha corrompido la humedad en los barbechos, la hierba mojada, las hojas empapadas entre los grumos oscuros, las cortezas desnudas de los granados y las higueras, las ovas en las albercas, el calor del estiércol, el vaho de los animales en las cuadras. Veo el color rosado de las raíces de las espinacas, el blanco húmedo y deslumbrante de las coliflores en el interior de las anchas hojas enceradas, el morado del jugo de las aceitunas que manchaba las manos y mezclaba su olor al de la grasa de tocino asada en las hogueras y al de los sacos de yute y las sogas de esparto.