Выбрать главу

Te hablo de otro mundo en el que los atributos de las cosas eran siempre tan indudables como las formas de los cuerpos geométricos que venían dibujados en las enciclopedias escolares, pero tampoco ignoro que sin la furia de la huida no habría existido esta dulzura del regreso ni que el agradecimiento sólo fue posible después de la traición. A un lado del camino está la huerta de mi padre. Desde lejos todo parecía idéntico: la casilla, el cobertizo de uralita, el álamo a donde ataba tan amorosamente el tío Rafael aquel burro que le mató un rayo. Pero han desaparecido las veredas y las acequias, el tejado de la casilla está hundido, el agua de la alberca no puede verse bajo la espesura de los juncos y las malezas que ahora lo cubren todo. Lo único que reconozco de entonces son las iniciales de mi padre grabadas en una pared de cemento: F. M. V. 1966. Me acuerdo de las iniciales que dejaban los náufragos en la corteza de algún árbol de una isla desierta a donde llega un buque tantos años después que ya no sobrevive nadie. Me acuerdo del tío Pepe, del tío Rafael y el teniente Chamorro cortando lechugas una mañana de diciembre y guardándolas bien apretadas en un saco que yo mantenía abierto con las dos manos rojas de frío. Las manos nudosas, las flacas mejillas y la nariz aguileña del tío Rafael tenían en invierno una tonalidad violácea. El tío Pepe se había confeccionado un impermeable cosiendo sacos de plástico que llevaban estampado el jinete negro de los nitratos de Chile y paseaba orgullosamente bajo la lluvia explicándonos su admiración por aquella materia impenetrable y liviana a la que él llamaba presislás. En la casilla, junto al fuego, cuando llovía tanto que era preciso interrumpir el trabajo, el tío Pepe, partidario entusiasta del progreso, liaba cigarros con una maquinita dotada de un rodillo y de una manivela diminuta y nos decía que alguna vez todas las obligaciones que tanto esfuerzo nos costaban las harían las máquinas: el tío Rafael miraba el aparato de liar cigarrillos como una prueba de que no eran insensatos los vaticinios de su hermano, y el teniente Chamorro, que ya estaba cansado de reprenderlos por el lamentable vicio de fumar, decía serio y escéptico que cuando sólo hubiera máquinas en el mundo aún seguiría habiendo explotadores y explotados. Ahora la casilla tiene una puerta metálica pintada de verde y asegurada con una cadena y un candado, como si dentro quedara algo más que escombros. Un día, durante las vacaciones de Navidad, cuando yo estaba a punto de cumplir once años, esperábamos los cuatro a que mi padre volviera del mercado trayéndonos la comida, y se retrasó tanto que a mí las piernas ya me temblaban de hambre. Mira que si le ha pasado algo, decía el tío Rafael levantando los ojos hacia el camino por donde mi padre no bajaba. El tío Pepe, cuya templanza de carácter nunca fue interferida por ningún contratiempo, ni por el de la guerra, calculaba que se habría distraído tomando unas copas para celebrar las pascuas. Pero oímos que daban las tres de la tarde en el reloj de la torre del Salvador y mi padre no llegaba. Atontado por el hambre yo miraba el camino y notaba crecer dentro de mí el miedo a las desgracias que mis mayores ya me habían inoculado para siempre: mi padre se habría matado, le habría dado un dolor, ya no iba a verlo nunca más. Contaban que en otro tiempo eso le pasó a mucha gente: salían una mañana para trabajar y ya no regresaban, oían golpes a medianoche en la puerta de la calle, bajaban a abrir descalzos y sujetándose los pantalones a la cintura y no les daban ocasión de volver ni para ponerse los zapatos. Asomado a la puerta de la casilla, confundía de lejos a mi padre con cualquier hortelano que bajara por el camino de Mágina. Tal vez era un día muy parecido a éste, nublado y húmedo, con rachas de viento ábrego y olor a hierba reciente y a cortezas empapadas. Desde la esquina de la casilla donde están grabadas en el cemento las iniciales de mi padre (él la reconstruyó, él limpió el cieno y las ovas de la alberca y trazó de nuevo las acequias e hizo construir el cobertizo de uralita que con los años debería convertirse en una gran nave moderna para las vacas) me parece que al fin lo veo en lo más alto del camino, casi me desmayo de alegría y de hambre, ya viene, les digo a los otros, y echo a correr en su busca, subiendo una breve ladera embarrada, pero al acercarme a él noto con alarma y espanto que ha debido ocurrirle algo que no puedo comprender, no está vestido con la ropa del campo, sino con la que usa en la ciudad, sus zapatos negros y las perneras de su pantalón están manchados de barro, no anda erguido, como siempre, ni en línea recta, tropieza, se apoya en mí para no caerse y me habla con una voz muy rara, se le traba la lengua, está muy colorado y tampoco reconozco la mirada de sus ojos, el abrigo se le descuelga de los hombros, el aliento le huele a vino agrio y anís, lleva la boina torcida y una colilla apagada y salivosa en los labios: no lo conozco, me da miedo y todavía no sé que lo que más siento es lástima, me aparto de él, salgo huyendo, tropiezo con el tío Pepe, lo odio porque se ha echado a reír cuando ha visto a mi padre, pero sobrino, hay que ver como vienes, no puedo soportar la congoja en el pecho, corro vereda abajo, me oculto detrás de una higuera y miro hacia la casilla, el tío Pepe sostiene a mi padre, el tío Rafael y el teniente Chamorro lo miran desde la puerta, no puedo aceptar la vergüenza y la lástima, mi padre no puede ser ese hombre que se tambalea y murmura con la lengua pastosa de aguardiente igual que los borrachos que salen a trompicones de las tabernas de Mágina. No quiero verlo, pero no puedo apartar la vista de él y lo sigo mirando a través de las lágrimas, su abrigo gris se le ha caído al suelo y el teniente Chamorro lo recoge sacudiéndole el barro y el estiércol, su abrigo de ir a vender y de asistir a los entierros, mi padre se inclina como si se doblara dolorosamente, ya no tiene puesta la boina, se apoya en el tronco del álamo, me parece que va a desplomarse y quisiera subir corriendo para sostenerlo, pero no se cae, ahora no puedo verle la cara, quiero ir hacia él o cerrar los ojos pero permanezco inmóvil, oculto tras las ramas peladas de la higuera, una materia blanca y amarilla surge a borbotones de su boca abierta, echa los pies hacia atrás para que no le salpique los zapatos, el tío Pepe le pasa un brazo por los hombros y el teniente Chamorro está limpiándole la cara, me llaman y no acudo, bajo a esconderme en lo más hondo de la huerta, ha empezado a llover muy fuerte y oigo que gritan a lo lejos mi nombre, vuelvo a subir resbalando por las veredas encharcadas, tiritando de frío, sale un humo muy blanco de la chimenea de la casilla, el teniente Chamorro me llama desde el cobertizo como a un animal abandonado y huraño y yo no quiero acercarme, ven, me dice, que tu padre ya está mejor, no ha sido nada, comió algo que no le sentó bien, pero por el modo en que me pone una mano en el hombro y me la pasa luego por el pelo mojado comprendo que sabe que no me he creído su mentira, me guía hacia el interior oscuro y cálido y enrarecido de humo, alumbrado por el fuego, mi padre está sentado en una silla de anea, la nuca contra la pared, despeinado, muy pálido, a pesar del brillo rojizo de las llamas, me hace una señal para que me acerque y yo retrocedo con un gesto instintivo, noto detrás de mí al teniente Chamorro que me empuja con suavidad, me arde la cara y se me ha hecho un nudo en la garganta que sólo se me aliviará esa noche cuando me tienda boca abajo en la cama y pase horas llorando. No te preocupes, me dice, ya se me ha pasado, me da un beso y la boca le huele a aguardiente y a tabaco.

Es como si el recuerdo hubiera estado esperándome aquí todos estos años, igual que las iniciales grabadas en el cemento y el paisaje estéril de la huerta en la que ya no queda en pie ni un testimonio del trabajo ni de los sueños de mi padre. Empiezo a subir por el camino en dirección a la ciudad, apresuro el paso, por temor a que me sorprenda la lluvia, me da en la cara el aire frío y me niego a la tentación de volver la cabeza, voy cada vez más aprisa, como cuando subía en las tardes de domingo para lavarme a manotadas, ponerme ropa limpia y salir en busca de mis amigos o de Marina y cruzarme contigo sin reparar en tu existencia. Por la barandilla de piedra de los miradores del Salvador una pareja se asoma a las laderas de las huertas y a los olivares del valle. Aunque no llevaran cámaras fotográficas al hombro se les notaría en seguida que son forasteros. Se me ocurre que seguramente es falso el paisaje que ellos ven, porque no saben en qué medida está modelado por el trabajo y la tenacidad de los hombres: ven grises y ocres tamizados por la niebla y azules marítimos, como si miraran un cuadro, no advierten las pruebas del esfuerzo y de la paciencia ni los signos materiales de la fertilidad. Tras la ventana de una casa de la plaza de Santa María una mujer se me queda mirando y sospecho que me toma por uno de esos forasteros que se hospedan en el parador y hacen fotografías de las iglesias.

Pero es hora ya de volver, tal vez tú estás a punto de llamarme y si me retraso unos minutos no podré hablar contigo. Subo por la plaza de los Caídos, donde han cortado las acacias e instalado unas farolas con globos blancos de plástico, paso por el callejón de Santa Clara, donde está la casa en la que vivió Félix muchos años, salgo a la plaza de San Pedro, de cuya fuente central ya no asciende el chorro de agua que antes se desbordaba en una taza de piedra, en el callejón donde estuvo el cine Principal tengo que arrimarme a la pared para evitar los coches, desde alguna parte me llegan los timbrazos de un teléfono y me da un vuelco el corazón, vas a llamarme, estoy seguro, preguntarás por mí y colgarás justo cuando yo doble la esquina de la plaza de San Lorenzo, me detengo frente a la puerta de mi casa, tardan en abrirme, oigo los pasos suaves de mi madre y su voz que dice, ya va, me acuerdo de que cuando era niño uno decía ave maría purísima al entrar en las casas y desde el interior le contestaban, sin pecado concebida, entonces las puertas sólo se cerraban al oscurecer, anda y cierra ya, me decía mi abuela, no vaya a colarse algún tonto, y yo, con aquella imaginación literal de la infancia, veía a alguno de los tontos de Mágina escondido en la oscuridad del portal, y me preguntaba por qué los tontos tienden a colarse al anochecer en los portales. Me abre mi madre, en seguida descubre el barro en los bajos del pantalón y en mis zapatos y me pregunta dónde he estado, me toca la cara fría, no te has abrigado para salir, caliéntate en la lumbre, así que no has llamado, si lo hubieras hecho ella me lo diría en cuanto me viera, miro con rencor y esperanza el teléfono, entro en el comedor y mi abuelo Manuel permanece en la misma posición en que lo dejé antes de irme, quieto en el sofá, con la boina sobre la frente y los hombros hundidos, indiferente a la luz del día y al paso de las horas, me sonríe al verme, como si despertara de un sueño, y tal vez no me reconoce o me confunde con otro, con alguno de mis tíos, conmigo mismo hace veinte años, mi madre me dice con una solicitud casi angustiosa que me siente al brasero y me eche por encima las faldillas, no vaya a coger un resfriado, me doy cuenta de que apenas sabe cómo tratarme, espía el más leve de mis movimientos para averiguar de antemano cualquier posible deseo, si tengo hambre, si quiero un vaso de leche caliente, si me apetece que avive la lumbre o que remueva la candela del brasero, si me ha gustado la comida, hago ademán de levantarme y me pregunta si me voy, le pido que se siente un rato a mi lado y me habla de las últimas horas de mi abuela Leonor, no sabe vivir sin ella, no se acostumbra a su ausencia, cuando está en la cocina le parece oír su voz en el piso de arriba el roce de sus pasos, me cogió la mano, dice, me la llevaba cogida en la ambulancia y no quería soltarme cuando llegamos al hospital, hija mía, le dijo, un poco antes de volverse hacia la pared, qué pena me da dejarte sola, con lo que yo te quiero. No tenía cara de muerta, dice mi madre con un orgullo melancólico, no se puso morada, ni se le desfiguró la boca, parecía dormida, no sabes cuánto se acordaba de ti, hay que ver, me decía, lo lejos que estará ahora mismo mi nieto, lo que le gusta viajar, con lo cobarde que era de chico, ni se asomaba al escalón de la puerta, hasta para ir a la esquina tenía yo que llevarlo de la mano, lo tardío que fue para hablar, y mira ahora todas las palabras extranjeras que sabe. Mi abuelo Manuel abre muy despacio los ojos sin pestañas, con una pesada lentitud como de animal rugoso y arcaico, tal vez sabe de lo que estamos hablando, tal vez no ha perdido la conciencia ni la memoria y lo que hace es ocultarse, para que nadie descubra su humillada soledad y su vergüenza por no poder valerse, nos mira con la boca abierta y su voz, que fue tan sonora, ahora es poco más que un gemido, dice una o dos palabras, acaso el nombre de mi abuela, se le tuerce el gesto y rompe a llorar con una expresión insoportable, de sufrimiento infantil, a la hora de comer mi madre le ata al cuello un largo paño blanco, porque le tiemblan las manos y lo derrama todo, y entonces parece un voluminoso idiota y yo aparto los ojos de él para que al menos la piedad no lo injurie. No comes nada, dice mi padre, esos extranjeros te han estropeado el estómago, no paras de fumar.