– ¡Señor! ¿No queréis dejarme entrar? -le interrumpió Behaim.
– Por supuesto que sí. En seguida -dijo Boccetta-. De modo que sois el hijo de Sebastian Behaim. Debe ser una gran dicha dejar un hijo en el mundo, a mí me ha sido negada. En fin, decid a vuestro señor padre cuando le habléis de mí…
– Creía que me dejabais entrar -opinó el alemán.
– ¡En efecto, así es, y yo aquí charlando! Un instante, ¿dónde he metido la llave? Ahora me doy cuenta de que por desgracia no tengo en casa vino, ni fruta, ni nada que ofreceros y a uno le gusta agasajar a sus invitados de acuerdo con la costumbre. En estas condiciones y para no avergonzarme deberíais, quizás, volver en otra ocasión, para entonces estaré mejor provisto de todo lo necesario.
– No, señor -declaró Behaim terminante-. No digo que no sepa apreciar una jarra de buen vino, pero como hacía tiempo que deseaba platicar un rato con vos, no quisiera aplazar la ocasión sin necesidad; podría surgir algún imprevisto, pues, como acabáis de observar muy justamente, no sabemos lo que nos traerá el día de mañana. Así que, os ruego que no me dejéis esperar más tiempo delante de vuestra puerta.
El rostro desapareció del ventanuco, se oyeron pasos arrastrados, sonó una cadena, una llave rechinó en la cerradura y desde la puerta abierta, Boccetta intentó una nueva objeción:
– Como suelo reservar las horas de la mañana para atender mis negocios había pensado que…
Behaim le cortó la palabra.
– No importa, después de todo también podemos hablar de negocios -dijo franqueando la puerta.
La habitación a la que condujo Boccetta a su invitado sólo estaba provista de los más exiguos enseres. Una mesa y dos sillas, un banco que sólo se apoyaba en tres patas, un arca carcomida en un rincón y, cubriendo el suelo, dos esteras de junco…, ése era todo el mobiliario. Encima de la mesa había una garrafa de agua y un vaso de estaño al lado de una escribanía. De la pared colgaba un pequeño cuadro sin enmarcar que representaba a la Virgen y que debía provenir de un buen maestro y Behaim se acercó para contemplarlo.
– Nuestra señora, la santísima Virgen -explicó Boccetta-. La tengo de un pintor que estaba agobiado de deudas. Por ese cuadrito me ha ofrecido cuatro ducados al contado el maestro Leonardo, que también es pintor. ¿Podéis comprender que alguien que sólo necesita coger un pincel y un poco de pintura para crear el mismo cuadro u otro más bello, esté dispuesto a pagar cuatro ducados?… y encima no tiene marco. Por cierto, me hizo el honor de retratarme en su cuaderno de apuntes, el maestro Leonardo.
Después invitó a Behaim a sentarse recomendándole que tuviese cuidado.
– Haceos ligero al sentaros -dijo-. Estas sillas están más adaptadas a mi peso que al vuestro. ¿No queréis refrescaros con un trago de agua? Ahí está preparada. Si tuviese a mi criado a mano, le mandaría traer de la taberna más próxima un poco de vino, pero le envié hace tres semanas a su pueblo con los suyos, pues creedme, en estos tiempos no es ninguna minucia tener una boca más en casa.
Suspiró, meneó la cabeza y se perdió durante un rato en recuerdos.
– Sí, señor, aquéllos eran otros tiempos cuando los dos, vuestro señor padre y yo, íbamos los domingos montados sobre nuestras muías a los pueblos y las granjas para bromear con las mozas y pellizcarles en los brazos y en otras partes. A vuestro señor padre le divertía mucho, y eso que tenía un aspecto tan respetable que le entraban a uno ganas de confesarse con él; así de digno y respetable era su aspecto. Sí, estábamos de buen humor, los negocios prosperaban. Pero lo pasado, pasado; al fin y al cabo, uno se encuentra ahora en una edad en la que, libre de todas las pasiones, puede servir a Dios. De los negocios me he retirado y si de cuando en cuando opero todavía con mi dinero, lo hago sólo para asistir con las ganancias a los pobres, pues aquí en mi barrio me conocen como amigo de Dios y de todos los necesitados… ¿Pero no queríais hablar de vuestros negocios? Quizás habéis pensado invertir dinero aquí en Milán, en cuyo caso yo os podría ser muy útil. Os puedo colocar cualquier suma a un buen interés; garantías, las que queráis, pero no me habléis de comisiones, pues lo que hago, lo hago por la amistad que siento por vos y vuestro padre. ¿Y bien? ¿De qué suma se trata?
– ¡Se trata -dijo Behaim-, de diecisiete ducados!
– Vaya miseria -opinó Boccetta-. No habláis en serio. ¿Queréis invertir una suma de diecisiete ducados?
– No, retirarla -le informó Behaim-. Y, para ser exacto, de vos. En nuestras cuentas existe desde hace años una cantidad sin pagar que asciende a diecisiete ducados y he venido a cobrarla de vos.
– ¿Diecisiete ducados? De eso no sé nada -dijo Boccetta.
– Claro que sabéis -declaró Behaim -, poseo un documento de vuestro puño y letra que lo atestigua. ¿Lo queréis ver?
– No es necesario -opinó Boccetta-. Si vos lo decís, será verdad. Tengo todo el interés en complaceros, a vos y a vuestro padre, señor Behaim… pero decidme una cosa: ¿Por semejante pequenez habéis cargado con las fatigas de un viaje? Comprendo que alguien haga un viaje por una indulgencia u otra obra piadosa…
– Además tenía otros negocios, distintos y más importantes en Milán -le explicó Behaim.
Boccetta pareció reflexionar un instante.
– De acuerdo, el asunto está en orden -dijo entonces-. No os preocupéis por el dinero. Dejadlo tranquilamente en mis manos. No veo que corráis el más mínimo peligro de perderlo. En mi casa está tan bien guardado como en el banco Altoviti, o mejor aún.
– ¡Señor! -exclamó enojado el alemán-. ¿Me tenéis por un necio? ¿Pensáis que me podéis despachar con tales palabras?
– ¿Por qué habría de teneros por un necio? -opinó Boccetta-. Muy al contrario, os estoy haciendo una proposición razonable. ¡No sigamos hablando del asunto, dejémoslo descansar de momento! No merece la pena que por su culpa se separen desavenidos dos hombres que se aprecian y respetan.
– ¡Tened cuidado, señor! -le advirtió Behaim y en su voz sonaba una cólera incipiente-. He tenido ya bastante paciencia. Dándome largas, no conseguiréis nada bueno. ¡Nada bueno, señor! Vos no me conocéis.
Boccetta le miró muy apesadumbrado.
– ¿Por qué esa violencia? -se quejó-. ¿Se habla así con un hombre que os ha acogido con hospitalidad en su casa? Pero por vuestro padre, soportaré también esta ofensa, para que veáis el afecto que le tengo. Y como parece importaros tanto ese dinero, lo tendréis, señor, lo tendréis, me dejo doblegar como la cera cuando trato con un hombre de honor y un buen amigo. Sin embargo, en este momento no dispongo en casa de ese dinero, pero volved mañana, volved esta tarde, recibiréis hasta el último céntimo, aunque tenga que venderme como esclavo para obtenerlo.
Tan sincera sonaba la pesadumbre de Boccetta cuando decía que no tenía el dinero en casa, tan auténtico parecía su afán y su deseo de solucionar rápidamente el asunto que Behaim olvidó con quién estaba tratando y empezó a moderar el tono. Dijo que sentía haber proferido palabras violentas, y luego se declaró dispuesto a conceder a Boccetta un plazo de pago de dos días. Y después, se despidió.
Pero cuando hubo abandonado la casa y la puerta se cerró detrás de él entre chirridos de madera y golpeteos de cerradura, no se sintió del todo satisfecho. Se iba con las manos vacías, no había obtenido más que promesas, y ahora le daba la sensación de que Boccetta sólo pretendía hacerle salir de la casa con buenas maneras. Cayó en la cuenta de que Boccetta prestaba dinero sobre prendas: «¡Enseñadme lo que traéis!», había dicho, y «¡Si no tenéis nada que empeñar, ya podéis dar media vuelta!». Y como prestamista debía tener siempre en casa las cantidades necesarias en dinero efectivo.