Ya en la calle, mientras se alejaba rápidamente se volvió a mirarle. Sonrió y alzó la mano mostrándole cuatro dedos para recordarle la cuarta hora de la tarde.
En Milán había dos comerciantes de origen alemán, los hermanos Anselm y Heinrich Simpach, que habían alcanzado bienestar y prestigio mercadeando con los productos de Levante; todo el mundo les conocía. A ellos, que llevaban viviendo ya veinte años en la ciudad, acudió Behaim, se dejó invitar a vino, almendras saladas y pan de especias y les expuso su caso. Quería que le dijesen de qué procedimientos debía servirse bajo el régimen del duque para conseguir que Boccetta pagase su deuda.
De los dos hermanos, Anselm, el mayor, era un hombre obeso, de mirada adormilada, un poco torpe, que se levantó con cierta dificultad de su sillón para saludar a Behaim; el menor, en cambio, era inquieto y vivaz, y ya estuviese sentado, de pie o paseando por la habitación, no paraba de juguetear con cualquier objeto que le caía entre las manos, con una copa de vino, una vela, un medallón, un manojo de llaves, una pluma y a veces, incluso, con la clepsidra que estaba encima de la mesa, lo cual le atraía, ipso facto una airada reprobatoria por parte de su hermano. Y mientras Behaim se limitó a exponerles los hechos y la situación jurídica, cosa que hizo con gran prolijidad para luego manifestar su decisión de recuperar los diecisiete ducados, puesto que, evidentemente, su derecho era incuestionable, los dos hermanos le escucharon con rostro amable e indiferente, aunque el mayor luchase por reprimir los bostezos. Pero cuando sonó por primera vez el nombre de Boccetta, su interés despertó, se animaron y empezaron a preguntar con tal viveza a Behaim que parecía que cada uno se había propuesto no dejar hablar al otro.
– ¿Cómo es posible, señor? No sabíais que ese Boccetta…
– Lo que debéis procurar y además, que…
– Un avaro, lleno de envidia, lleno de mentiras y engaños -interrumpió el hermano menor al mayor-. Ladrón, desleal, perjuro, taimado…
– Un hombre vil, de esos que no conocen la vergüenza ni el honor -retomó la palabra el mayor-. Un ser a quien la gente de nuestra condición evita como al diablo.
– ¡Haz el favor de dejar el reloj en su sitio, Heinrich, está muy bien sobre la mesa!
– Una persona capaz de cualquier infamia, y eso que proviene de una casa noble y distinguida. Claro que la familia renegó hace tiempo de él.
– ¡Le llamas persona, Anselm? -exclamó indignado el hermano menor-. Un monstruo, eso es lo que es, un engendro, un gusano repugnante disfrazado de persona. No me entra en la cabeza, señor Behaim, que hayáis tenido la desgracia de…
– Todo lo que esté en mis manos, señor, estoy a vuestra disposición -interrumpió el hermano mayor al menor-. Pero con ese Boccetta…
– A lo mejor pensáis que sois el primero que ha sido perjudicado por él, cuando se ha pasado la vida…
– Estafando y desvalijando a las personas. Es de los que no temen la mano de Dios porque no sabe lo pesada que es y lo cerca que está.
– ¿Diecisiete ducados, decís? Me maravilla y me satisface oír que habéis salido tan bien parado. Pues a ese Boccetta le basta con mirar a alguien para saber cuánto puede sacar de él.
Como siempre que estaba de mal humor, Behaim se frotó el brazo derecho con la mano izquierda.
– De mí no sacará nada -replicó tajante-. Me pagará los diecisiete ducados, y si no lo hace pronto, derramará amargas lágrimas, porque le llevaré a los tribunales.
Los dos hermanos le miraron, meneando la cabeza el uno, con una sonrisa compasiva el otro. Durante un minuto guardaron silencio, parecía como si por una vez quisiesen cederse mutuamente la palabra. Con un movimiento decidido, que para su habitual torpeza resultó sorprendentemente ágil, el mayor arrebató de las manos de su inquieto hermano el cuenco de cristal con almendras saladas, justo antes de que cayese al suelo.
– ¡Jesús! -suspiró-. Por poco ocurre una desgracia. ¿Llevarle a los tribunales? ¿A Boccetta? ¡Qué cosas decís! Sois forastero. ¡Vos no sabéis cómo se administra la justicia en esta ciudad!
– Y lo que significa un proceso en este país -volvió a tomar la palabra el menor mientras buscaba un sustituto del cuenco-. Sobre todo para alguien que no es de aquí y encima tiene un Boccetta como adversario. -Y a continuación sacó un manojo de llaves y se puso a jugar con él lanzándolo al aire-. ¿Pensáis realmente en un proceso? Entonces recordad esto: seréis vos quien llorará amargas lágrimas.
– Mejor no pensar en las apelaciones, oposiciones, revisiones y los obstáculos formales que se cuentan por docenas.
– Por no hablar de las confusiones, citaciones falsas y actas judiciales que se extravían y no vuelven a aparecer.
– Tendréis que enfrentaros a asesores, ponentes, procuradores, abogados y sustitutos, escribanos, ujieres y ordenanzas, y todos sin excepción os pedirán dinero…
– Y tendréis que pagar constantemente, sin misericordia. Por la preparación, redacción y presentación de la demanda. Por la citación, por el sello, por el dictamen y por la citación de cada testigo…
– Y para que os dejen examinar las actas. Os tocará pagar por cada una de las transcripciones judiciales y por cada nota…
– Y por cada registro, por cada copia, por cada firma, incluso, por cada salvo errore…
– Y un día -dijo el mayor-, averiguaréis, para vuestra sorpresa, que han desestimado in absentia vuestra demanda. Armaréis mucho ruido y solicitaréis la revisión del proceso…
– Y de esa manera todo volverá a empezar -prosiguió el hermano menor-. Malgastaréis vuestro dinero y finalmente, cuando estéis harto de ese asunto y queráis marcharos, tendréis tan poco…
– Que no alcanzará siquiera para una muía o un carro -concluyó el mayor poniendo con gesto irritado la clepsidra fuera del alcance de las manos de su hermano.
– ¿Es así como funciona la justicia en el ducado? -murmuró Joachim Behaim -. ¡Así que pensaba en eso cuando dijo que fuese a sentar mi trasero encima de sus ortigas!
– Dejadme en paz con vuestro trasero -dijo indignado el mayor de los dos hermanos que sólo había oído esa palabra y la había interpretado a su manera-. ¿Me hacéis responsable de la manera que tienen en este país de administrar la justicia? Yo sólo os he explicado cómo son las cosas, y en lugar de estarme agradecido por evitaros perjuicios, os ponéis soez. Por lo visto, los que vienen de las montañas necesitan años para aprender aquí la educación y las buenas formas.
– Perdón -dijo Behaim que no comprendía en absoluto lo que le estaban reprochando-. No quise ofenderos. Creo que no acudiré a los tribunales. ¿Pero qué puedo hacer? La idea de que ese Boccetta se quede con mis diecisiete ducados, nada más que por maldad y encima se burle de mí, no me deja dormir por la noche.
– Si no podéis dormir por la noche -opinó el hermano mayor-, leed algunos pasajes de la Sagrada Escritura. Así se os pasará el tiempo, se aplacará vuestra ira y os vendrá el cansancio.
– Mil gracias -respondió Behaim-. Pero de ese modo recuperaré mis diecisiete ducados.
– ¡Tratad de olvidarlos! -le aconsejó el hermano menor-. ¡Esforzaos en apartarlos de vuestra mente! ¡Borradlos de vuestra memoria! No es digno que por diecisiete ducados un hombre de vuestra condición se ande peleando con un bellaco a quien los hombres honorables no dedican una sola mirada.
– Y no os preocupéis -le trató de consolar el hermano mayor-. Ya recibirá su castigo en el otro mundo.
– Ciertamente, señor, ciertamente -dijo Behaim-. No lo dudo. Pero es en éste donde desearía conseguir mi dinero.