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– Al parecer -le reprochó el hermano menor-, cuando se trata de dinero no aceptáis un consejo y persistís en vuestra actitud terca y obstinada.

– Deberíais -opinó el hermano mayor- aprender a dominaros para poder sujetar vuestra codicia.

Eso colmó la paciencia de Behaim.

– ¡Por la santa cruz! -exclamó-. ¡No me vengáis con ésas! Vos no me conocéis y Boccetta tampoco sabe con quién está tratando. Ya se enterará para su pesar. Hasta ahora han salido mal parados todos los que han intentado jugármela.

Los dos hermanos se miraron y el más joven lanzó un silbido respetuoso.

– Si es lo que estáis pensando… -comenzó.

– Claro que eso significaría anticiparse al juicio divino -consideró el mayor.

– Pero yo no conozco a muchos que quieran privarle de semejante anticipación -opinó el joven.

– Cierto que estas medidas bien dosificadas, obran a veces milagros -admitió el mayor.

– Aumentan la buena disposición para el pago.

– Claro que no deberíais asumirlo personalmente. Con todos los respetos por vuestra mano y vuestra destreza, pero carecéis de práctica y seguridad. Un pequeño exceso os acarrearía en seguida complicaciones.

– Además no tenéis ninguna necesidad. Para eso están otros. Encontraréis a gente que por una suma modesta se mostrará dispuesta…

– Sólo tenéis que ir a la taberna del Cordero, cerca de la catedral, y preguntar allí por Mancino y, si no está, dejar un mensaje para él a sus compañeros.

– Ése conoce su oficio. Le dará la puñalada con la misma suavidad y la misma habilidad…

– … con que nos comemos nosotros una caballa -concluyó el hermano mayor la información, y Behaim recordó entonces que seguramente Mancino le había hecho en la taberna una proposición de esa o parecida índole cuando empezó a subírsele el vino a la cabeza: «Vos no tenéis que molestaros personalmente -había dicho Mancino-. Dejad que yo me encargue».

Joachim Behaim se levantó y, ya de pie, vació su vaso.

– ¡Muchas gracias, señores! -dijo-. Esa es una buena idea y la ventaja es que se puede llevar a la práctica fácilmente. Conozco esa taberna y también conozco a Mancino. Me desagrada obrar en contra de la ley. Pero en este caso, tratándose de Boccetta, me parece correcto y justificado adaptarse a las costumbres del país.

Y con la mano hizo como que daba una puñalada.

7

Era la tercera vez que se encontraban en el lugar convenido, el pequeño pinar junto a la carretera de Monza, pero esta vez no permanecieron al aire libre, se refugiaron a tiempo en la posada del estanque, pues el cielo estaba nublado y amenazaba con un chaparrón. Cuando se acercaron a la casa, un águila ratera que estaba encadenada a un madero, les saludó con un batir de alas y un graznido ronco. En lugar de los posaderos, que durante el día realizaban las faenas del campo, les esperaba un joven que atendía a los clientes que venían de cuando en cuando. En el estrecho comedor sirvió a la muchacha leche y pan de higos, y a Behaim vino furlano, en una calabaza.

– Es mudo de nacimiento -dijo la muchacha cuando el chico salió del comedor-, no podrá contar por ahí que he estado aquí en compañía de un desconocido. Para él es una desgracia, pero para mí una ventaja, pues uno sólo se puede fiar de los mudos. Es pariente de un cura de la comarca y la gente le llama el Nepote.

Behaim había probado mientras tanto el vino.

– No quiero que algún día me reproches -dijo a la muchacha- que te oculté la verdad acerca de mí. Quiero que sepas que soy de los que están dispuestos a perder caballo y coche cuando les gusta un vino. Y éste no parece malo…

– Bebed cuanto os plazca -le recomendó Niccola-, pues para venir aquí y encontraros conmigo no necesitáis caballo ni coche.

En sus conversaciones amorosas seguían rememorando su primer encuentro, cuyo escenario había sido la calle de San Jacobo, así como el asombroso milagro que había sido que volviesen a encontrarse en esa ciudad tan grande y populosa.

– Tenía que encontrarte -le explicó Behaim-, pues lograste despertar un amor tan súbito y ardiente en mí, que no habría podido seguir viviendo sin verte. Pero la verdad es que no facilitaste el reencuentro.

– ¿Y qué podría haber hecho? -objetó Niccola.

– No regresaste a la calle donde nos habíamos visto por primera vez, yo me he hartado de buscarte allí -se quejó él-. Incluso dejé mi albergue que estaba bien provisto de todo lo que necesito y me instalé en una casa bastante miserable de la calle de San Jacobo. Durante horas he estado sentado junto a la ventana buscándote entre los que pasaban.

– ¿De verdad os interesaba tanto volver a verme? -Quiso saber Niccola.

– ¡Qué pregunta! -dijo Behaim-. Sabes muy bien que eres de las que sólo necesitan echar una mirada a un hombre para hacerle perder la razón.

– Vaya cosas que tengo que oír -opinó Niccola-. ¿De modo que hay que perder la razón para sentir deseos de volver a verme?

– Bah, cállate y no tergiverses mis palabras, me entiendes perfectamente -dijo Behaim-. Me viste, hiciste que perdiese la cabeza y luego saliste corriendo como una gata salvaje. Y yo me quedé allí plantado sin saber qué hacer. Y créeme, por encontrarte me habría arrojado al infierno.

– No debéis pronunciar esas palabras -dijo Niccola santiguándose.

– Y que me haya encontrado otra vez contigo -prosiguió Behaim-, se lo debo sólo a mi suerte que en el momento oportuno me condujo precisamente a la taberna donde estaba sentado Mancino esperándote. Tú no has colaborado en absoluto.

– ¿De verdad que no? -preguntó Niccola sonrojándose con una sonrisa-. Y Mancino está enfadado conmigo. Desde aquel día no se deja ver, evita cruzarse conmigo.

– Tu contribución fue prácticamente nula -explicó Behaim-. Buscabas a Mancino, no a mí.

– Me visteis pasar pero no hicisteis el más mínimo ademán de seguirme -le reprochó Niccola-. Me visteis y me dejasteis marchar. Recuerdo que teníais una jarra de vino delante de vos y no queríais abandonarla por mí. Ése era todo vuestro entusiasmo. ¿Y yo? Os vi sentado con Mancino y me dije: alto, Niccola, ésta es la ocasión…

Precisamente eso era lo que había querido escuchar Behaim, pero no se dio por satisfecho, quería escuchar más de su boca y siguió indagando:

– Así que me viste sentado con Mancino. ¿Y qué encontraste en mí?

– Bueno, os miré -dijo Niccola-, y volví a miraros, y en el fondo no encontré nada que me pudiese desagradar.

– Es cierto que no soy contrahecho, ni cojo, ni bizco -dijo Behaim y se pasó la mano por la mejilla, la barbilla y la barba.

– Y entonces me dije: Niccola, ya sabes que a veces en el amor es la mujer quien debe dar el primer paso -prosiguió la muchacha-. Sin embargo, no sé si en ese caso fue lo adecuado…

– ¡No lo dudes! -dijo Behaim-. Hiciste exactamente lo adecuado. Tú conoces mi estado de ánimo y que por el amor que siento por ti, casi enloquezco.

– Ya me lo habéis dicho -opinó Niccola-. Y quizás me amáis de verdad, pero sólo como ama un gran señor y un gentilhombre a una pobre muchacha… con moderación.

Mientras pronunciaba esas palabras, la muchacha contemplaba el estanque y los árboles que parecían estremecerse bajo la lluvia, y un poco de la melancolía del paisaje se introdujo en su alma.

– Además sería insensato que yo esperase algo más -añadió.

– No soy un gentilhombre -puntualizó Behaim-. Soy un mercader, comercio con esto y lo otro, y así me busco la vida. Aquí en Milán he vendido dos caballos y del beneficio que me han reportado, podré vivir algún tiempo. También tengo que cobrar aquí… -Su rostro se ensombreció al pensar en Boccetta-. Unas deudas.

– ¡Loado sea el cielo! -dijo la muchacha-. Creía que erais un gentilhombre de una casa importante. Prefiero que no sea así. Pues en el amor no es bueno que uno coma pastel y otro papilla de mijo.