– Creo -objetó el poeta Bellincioli- que precisamente ahora se ocupa más que nunca de los problemas de la pintura. Ayer mismo me hablaba con ese énfasis suyo de los diez temas principales que debía administrar el ojo del pintor, y me los enumeró: sombra y luz, contorno y color, figura y fondo, distancia y proximidad, movimiento y descanso. Y, con el gesto más grave, añadió que la pintura debía colocarse por encima del arte de los médicos, pues lograba resucitar a los que están muertos desde hace tiempo y disputar a la muerte a los que todavía viven. Así no habla quien desespera de su arte.
– Se ha convertido en un soñador y un cuentista -dijo el capitán del ejército Da Corte apartando por un instante su atención de los dos caballos que estaban abajo, en el patio-. Me parece que no llegaré a ver en otro lugar que sobre el papel sus puentes portátiles para ríos de orilla; altas y bajas. Acomete los proyectos más extraordinarios no concluye nada.
– Lo que vos, excelentísimo señor, habéis tenido a bien llamar una calma -se dirigió el tesorero Landriano al duque- nace quizás del temor que tiene a cometer errores. Y ese temor crece en él de año en año, a medida que aumenta su saber y madura su maestría. Debería olvidar un poco de su arte y de su saber para realizar otra vez obras hermosas.
– Puede ser -admitió el prior con gesto aburrido-. Pero él debería recordar, ante todo, que un refectorio está pensado para sentarse allí a comer, no para expiar pecados. No soporto más la visión del andamio y del puente delante de esa pared pintada de cualquier manera, y menos aún el olor del mortero, del aceite de linaza, de la laca y de las pinturas, que percibo constantemente. Y cuando quema seis veces al día madera húmeda hasta que el humo espeso nos irrita los ojos, sólo para averiguar, como dice él, de qué color ese humo, visto desde cierta distancia, se muestra al ojo… que alguien me diga lo que tiene que ver eso con la Cena.
– Hemos escuchado -opinó el duque- tres o cuatro versiones sobre la interrupción del trabajo de messere Leonardo y ahora es justo que dejemos que él mismo tome la palabra sobre este asunto suyo. Él está en mi casa. Pero os aconsejo, reverendo padre, que le habléis con tiento, pues no es de los que se dejan obligar.
Y dio orden al secretario de hacer venir al maestro Leonardo.
El secretario encontró al pintor en un rincón del viejo patio, en cuclillas, descubierto bajo la lluvia, apoyando sobre las rodillas el cuaderno de apuntes donde había reteñido a lápiz los movimientos del gran bereber y las medidas de su pata trasera estirada. Cuando oyó lo que querían de él, y que el prior del convento de Santa Maria delle Grazie estaba con el duque, cerró su cuaderno y, sin una palabra y sumido en pensamientos, cruzó el patio y subió las escaleras detrás del secretario. Delante de la puerta de la sala se detuvo y añadió algunos trazos al dibujo de la pata del caballo. Después entró, y todavía estaba tan ensimismado, que hizo ademán de saludar al Hinojo antes de hacer su reverencia al duque y al prior, sin reparar al principio en los demás presentes.
– Sois, messere Leonardo, el motivo de la para nosotros muy grata visita con que nos ha sorprendido aquí el reverendo padre a una hora tan temprana -dijo el duque, y cualquiera que estuviese familiarizado con sus costumbres podía percibir de esas palabras que el reproche que contenían iba menos dirigido a messere Leonardo que al prior, pues el Moro odiaba las sorpresas y para él una visita no anunciada nunca era bienvenida.
– He venido aquí, messere Leonardo -comenzó entonces el prior del convento de Santa Maria delle Grazie-, pese al mal tiempo que en verdad no es nada beneficioso para mi salud, para que vos, en presencia de su alteza el señor duque, que es el protector de nuestro convento, me respondáis, pues es la Santa Iglesia la que a través de mí os ha brindado la oportunidad de demostrar vuestro talento y vos me habéis prometido realizar, con la ayuda de Dios, una obra sin igual en toda la Lombardía, y para demostrar que vos me lo habéis prometido no os traeré dos ni tres testigos, sino cien. Y ahora han vuelto a transcurrir meses sin que hayáis avanzado lo más mínimo en vuestro trabajo, es más, hasta ahora no habéis hecho nada de interés.
– Reverendo señor, me dejáis completamente asombrado -le respondió messere Leonardo-, pues trabajo con tanto ahínco en esa Cena que por ella me olvido de comer y de dormir.
– ¡Os atrevéis a decirme eso a mí! -exclamó el prior rojo de ira-. A mí que acudo tres veces al día al refectorio para ver, cuando por fin estáis, cómo miráis a las musarañas. ¡A eso llamáis trabajar! ¿Acaso soy un necio del que se puede uno burlar?
– Y yo he impulsado -prosiguió imperturbable messere Leonardo- esa obra en mi cabeza, trabajando sin cesar en ella hasta el punto que pronto os podría dar satisfacción, y mostrar de lo que soy capaz a aquellos que vendrán después de mí…, si no estuviese aún detrás de un asunto, es decir… la cabeza de aquel apóstol que…
– ¡Tú y tus apóstoles! -le interrumpió enojado el prior-. La Crucifixión que ocupa el muro de enfrente, también con unos cuantos apóstoles, ya está terminada desde hace tiempo aunque Montorfano la comenzó hace menos de un año.
En cuanto sonó el nombre de Montorfano, que entre los artistas de Milán era considerado un pintor cuyas obras reportaban escaso honor a la ciudad, la lira del Hinojo emitió algunas disonancias ensordecedoras y al mismo tiempo el consejero de Estado Di Treio dio un paso al frente y, con perfecta cortesía pero en un tono de cierta indulgencia, dijo que el reverendo le perdonase, pero que de esos Montorfanos había una docena en cada esquina.
– Vive de pintarrajear todas las paredes -opinó el poeta Bellincioli encogiéndose de hombros-. Los muchachos que le muelen las pinturas se ríen a carcajadas de esa Crucifixión.
– Yo la considero una obra muy digna -dijo el prior, que cuando se había formado una opinión se aferraba a ella con terquedad-. Y en cualquier caso, está terminada. Lo que más aprecio de ese Montorfano, es que sabe dar a la superficie de un cuadro la apariencia de un cuerpo sublime, despegado del fondo y eso también lo ha logrado en esa obra.
– Sólo que en lugar del Salvador colgado de la cruz ha pintado un saco lleno de nueces -le replicó Bellincioli.
– ¿Y vos, messere Leonardo? ¿Cuál es vuestra opinión sobre esa Crucifixión? -preguntó la amante del duque, que deseaba ver en apuros al maestro de tantas artes. Pues sólo a regañadientes se dejaba éste inducir a emitir un juicio sobre las obras de otros artistas, especialmente cuando en ellas no lograba hallar nada bueno. Y tal como había esperado, messere Leonardo trató de eludir la respuesta a una pregunta que le resultaba sumamente inoportuna en presencia del prior.
– Vos, distinguida dama, tenéis, sin duda, el mejor juicio sobre esta cuestión -dijo con una sonrisa y un movimiento apaciguador de la mano.
– ¡Nada de eso! No tratéis de escabulliros. Queremos oír vuestra opinión -exclamó el Moro, divertido e intrigado.
– A menudo -comenzó messere Leonardo tras alguna reflexión- pienso que la pintura va decayendo de generación en generación cuando los pintores sólo se inspiran en las pinturas ya realizadas en lugar de aprender de las cosas que existen en la naturaleza y de aplicar lo aprendido…
– ¡Vayamos al grano! -le interrumpió el prior-. Queremos oír lo que tenéis que decir sobre esa Crucifixión.
– Es una obra que complace más a Dios -dijo ahora messere Leonardo sopesando sus palabras-. Y cada vez que la contemplo, siento todos los sufrimientos del Salvador martirizado…
De la lira del Hinojo llegaron algunos acordes alegres que podían interpretarse como una risa corta y traviesa.
– … hasta tal punto representan fielmente la realidad -prosiguió messere Leonardo-. De Giovanni Montorfano tengo que decir además que sabe trinchar magistralmente una liebre o un faisán, lo cual denota por sí solo una mano hábil.