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– ¿De modo que, después de haber gastado vuestro dinero en ese holgazán y mentiroso, en ese ladrón que os roba las sábanas de la cama y hace yesca con ellas para encender la estufa, no habéis hallado para el medio escudo mejor destino que el mercado de los pájaros? -Se exasperó el escultor Simoni que caminaba detrás de messere Leonardo al lado de Marco d'Oggiono.

El novelista Bandello, que llevaba a las espaldas cinco o seis jaulas de pájaros, se detuvo y volvió su rostro jovial hacia el escultor a quien solía hacer, desde siempre, objeto de sus burlas y gracias.

– ¿Entonces no sabéis, maestro Simoni -dijo reanudando la marcha a su lado-, que messere Leonardo trata de penetrar el secreto del vuelo de las aves? Dentro de poco lo habrá conseguido y todas esas pequeñas criaturas, los pinzones y verderones con los que me ha cargado le ayudarán a hacerlo. Claro que el papel que os corresponde en este asunto es de más envergadura e importancia que el mío y veo llegado el día en que os encontraré tumbado en el hospital donde…

– ¿En el hospital? ¿A mí? -le interrumpió el escultor.

– Sí. Con las fracturas de brazos y piernas inevitables en estos casos -prosiguió Bandello-, pero cubierto de gloria. ¡A todos nos consume la envidia, pues vos sois el hombre a quien messere Leonardo ha concedido el honor y la distinción de ser el primero entre los mortales que se eleve como un dios hasta las nubes, con alas de águila!

– Lo de las alas de águila no es ni mucho menos definitivo -objetó Marco d'Oggiono-. A mí messere Leonardo gólo me ha hablado de un par de alas de murciélago que había destinado para el maestro Simoni. Pues ya sabéis que las alas de murciélago resultan mucho más baratas que las de águila.

– ¿De qué estáis hablando? -exclamó sobresaltado el escultor-. ¡Por todos los santos! ¿Es que messere Leonardo no ha tenido en cuenta que estoy muy ocupado con mi Ecce Homo? ¿Y acaso no sabe que en estos tiempos difíciles tengo que alimentar además a mi padre que está viejo y enfermo y no gana ni un céntimo con su oficio? ¡A mí! ¡Hasta las nubes! ¡Y sin consultarme! ¿Qué se ha creído? ¿Pretende que el viejo, enfermo como está, tenga que mendigar su pan en la calle? Y vos -se dirigió ahora con vehemencia al joven Bandello-, un mozuelo imberbe, un gandul que no tiene que ocuparse de nadie en el mundo… -Tened en cuenta, maestro Simoni -apuntó Bandello-, que como estáis acostumbrado a trabajar la madera más dura con el formón, la gubia y el mazo, poseéis una fuerza poco común en la musculatura de los brazos, y ésa es la razón por la que messere Leonardo os ha elegido a vos para esa empresa y no a mí que sólo manejo la pluma. Contentaos pues. Yo también cumplo con la parte que me corresponde. Sin murmurar he llevado a mis espaldas durante todo el largo trayecto a los tordos, los pinzones y los verderones en sus jaulas para servir a messere Leonardo. Hablad con él, maestro Simoni, pero hacedlo sin rodeos. Decidle que exigís alas de águila, que son las que os corresponden y no esas miserables alas de murciélago tan indignas de vos. ¡Id y hablad con él!

Con un gesto señaló a messere Leonardo que había caminado más deprisa que ellos y ahora esperaba delante de la posada del estanque donde Niccola y Joachim Behaim mantenían sus conversaciones amorosas.

El pintor D'Oggiono colocó su brazo alrededor de los hombros del escultor y fingió tener un buen consejo para él.

– ¡Escuchad! -dijo-. Con las alas de murciélago las cosas no tendrán un desenlace demasiado malo. No os llevarán hasta las nubes, permaneceréis siempre a escasa altura del suelo y si caéis, no sufriréis más que un susto o quizás la rotura de una pierna. Luego podréis concluir vuestro Ecce Homo y seguir ejerciendo vuestro oficio con un prestigio aumentado y nadie se dará cuenta de que cojeáis o de que arrastráis un poco el pie. Por consiguiente, hacedme caso a mí y no a Bandello, pues yo sólo deseo vuestro bien. ¡Apresuraos, hablad con messere Leonardo y exigid alas de murciélago!

El escultor miró confuso y desesperado a D'Oggiono que ni siquiera pestañeó. Quiso correr tras messere Leonardo que les precedía para pedirle una explicación, pero cuando su mirada cayó sobre Matteo Bandello que ya no podía contener la risa se dio cuenta de que se habían burlado de él. Y aunque se sentía muy aliviado de no tener que afrontar peligros ni de tener que jugarse la vida por los aires, montó en cólera y empezó a jurar como un pagano.

– ¡Mal rayo os parta, hijos de puta! ¡Que el diablo os arranque vuestras lenguas de víbora! -gritó, después de haberles deseado la peste, la viruela, la gangrena y toda clase de calamidades y plagas, y haber maldecido el aire que respiraban-. Sabía desde el principio que no era cierta esa historia. ¡A mí no se me engaña tan fácilmente, recordadlo bien! ¡A mí no!

Y enjugó de su frente las gotas de sudor frío que atestiguaban la angustia mortal que había pasado.

Delante de la posada del estanque, messere Leonardo le exponía mientras tanto al poeta de la corte Bellincioli lo importante que era para un pintor conocer y comprender exactamente la anatomía de los nervios, músculos y tendones.

– Hay que ser capaz de reconocer -le explicaba-, tanto en los diversos movimientos humanos como en cualquier empleo de fuerza, qué músculo es la causa del movimiento y del despliegue de la fuerza, para representar ese músculo en particular y mostrarlo en pleno esfuerzo, independientemente de los demás. Y quien no sea capaz de hacerlo, debería pintar un manojo de rábanos y no el cuerpo humano.

Y volviéndose hacia los otros que se habían acercado mientras tanto dijo:

– No nos quedaremos aquí, y tú, Matteo tendrás que continuar un trecho más con tu carga, pues no había pensado en ese aguafiestas.

Señaló al águila ratera que revoloteaba nerviosamente brizando gritos furiosos.

– Sí, haremos bien en irnos de aquí -opinó Bandello-. El águila ha descubierto la presencia de los pájaros que llevo y les está dando un susto de muerte con sus gritos. Ninguno de ellos abandonará su cárcel sabiendo que ese depredador anda cerca.

Siguieron caminando por la carretera hacia el pequeño pinar. El escultor se detuvo un instante y, volviéndose, dirigió una mirada a la posada. Después alcanzó a los demás.

– Se ha ido, ya no está -comentó-. ¿No la habéis visto? Sólo apareció un momento detrás de la ventana, pero yo la reconocí.

– ¿A quién habéis reconocido? -preguntó el pintor D'Oggiono.

– A esa muchacha, a Niccola -respondió el escultor-. Vos la conocéis, la hija del prestamista. Y aunque al pasar no me regale nunca una mirada, me llevo una alegría cada vez que me cruzo con ella. Es encantadora. Acude a San Eusorgio a oír misa.

– Sí, es hermosa -dijo messere Leonardo-. Al crear su rostro, Dios hizo un gran milagro.

– Vino aquí procedente de Florencia y de las florentinas tiene ese caminar ingrávido -la elogió el escultor.

– Sin embargo -observó el poeta Bellincioli-, ni su caminar ni su belleza le han deparado un marido o un galán.

– ¿Cómo? ¿Un galán? -exclamó el joven Bandello-. No os dais cuenta de que el maestro Simoni se ha enamorado ciegamente de ella? ¿Pretendéis negarlo, maestro Simoni? ¡Vamos, regresad y hablad con ella, exponedle vuestros sentimientos!