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– ¿Hablar con ella? -se asombró el escultor-. ¿Pensáis que eso es tan sencillo?

– Volved y no seáis tan pusilánime -le animó el joven Bandello-. ¡Ánimo! Sois un hombre apuesto, ella no se mostrará esquiva. ¿O queréis que lo intente yo? Sólo es cuestión de hallar las palabras adecuadas.

Hizo como si estuviese delante de la muchacha y a pesar de las jaulas que llevaba a la espalda, consiguió hacer una reverencia bastante elegante.

– ¡Señorita! -inició su discurso-. Sin ánimo de importunaros… ¡No! Eso suena vulgar. Hermosa señorita, ya que tengo la dicha de encontrarme con vos tan de improviso, os ruego, con todas mis fuerzas, que aceptéis mi amor y me enseñéis la manera de ganar el vuestro… ¿Qué os ha parecido, maestro Simoni? ¿Os gusta? Sí, estas fórmulas no se pueden comprar en la botica.

– Dejadla en paz -dijo Bellincioli-. Ella es lo bastante inteligente para no embarcarse en aventuras amorosas con tipos como vosotros, pues sabe que al final sólo será desdeñada y humillada. Creedme, no es ninguna suerte tener esa belleza cuando se es la hija de Boccetta.

Durante un rato siguieron su camino en silencio.

– Y yo os digo que ella tiene un galán -declaró de pronto el pintor D'Oggiono-, y que en estos momentos está con él. Seguramente es un forastero, uno que no sabe quién es su padre. Así que ella se cita con su galán en esa Posada. Me gustaría saber…

Se encogió de hombros y no habló más del asunto.

– Se han marchado -dijo Niccola y, dirigiéndose con un suspiro de alivio hacia Joachim Behaim, regresó a sus brazos-. Era messere Leonardo con sus amigos; estoy segura de que entre ellos habrá alguno que me conoce. Menudo susto me he llevado. ¡Si me hubiesen visto aquí… no, por la gloria de mi alma, no habría podido ocurrirme nada peor!

8

Cuando Joachim Behaim le contó que, para propiciar un nuevo encuentro con ella se había instalado en una mala buhardilla que sólo ofrecía la ventaja de que se podía observar desde la ventana la calle de San Jacobo y el lugar preciso donde se habían encontrado, ella decidió en el acto acudir, corriendo, volando, a esa mala buhardilla, siquiera por ver cómo estaba alojado allí su amado. La idea de que la gente pudiese murmurar de ella había dejado de preocuparle, pues su enamoramiento había adquirido tales proporciones que podía con el miedo y los escrúpulos. Pero como Behaim no la invitaba a ir a verle, como sólo le seguía contando cómo la había buscado en vano y cómo había permanecido hora tras hora junto a la ventana esperando pacientemente, Niccola vio que tenía que tomar la iniciativa.

– Supongo que no pensaréis -dijo elevando los ojos hacia su amado con una sonrisa-, que iré a veros a esa habitación, ya sea mala o buena. Sabéis que eso va en contra de las buenas costumbres y por lo tanto no lo exigiréis de mí. No digo que no abunden en esta ciudad mujeres que lo harían con mil amores, pero yo no soy de ésas, vos también lo sabéis. Sería una falta de decoro… pero si a pesar de todo accediese por el amor que os tengo y porque lo deseáis tanto, decidme francamente, ¿qué pensaría la gente de mí en vuestra casa? Quizás podríais hacer que ningún vecino de la casa se cruzase en mi camino, ¿pero habéis pensado que cuando yo franquease la puerta, que deberíais dejar abierta, y entrase en el zaguán, podría ser vista por alguien que me conoce, y entonces… ¡Qué desgracia! Prefiero no pensarlo, sería el fin de mi reputación, toda la ciudad me señalaría con el dedo. Será mejor que no hablemos más del asunto… ¿no os parece? Tratad de sacar esa idea de vuestra cabeza si valoráis en algo mi honor.

Contrariado, Behaim se pasó la mano derecha por su brazo izquierdo como solía hacer cuando algo se oponía a sus deseos. Su descontento se dirigía contra sí mismo, se tachaba de estúpido por no saber manejar la situación. Ciertamente sabía que no había hecho a Niccola esa proposición a la que ella se oponía con tanta vehemencia, pero estaba convencido de que había revelado sus deseos y pensamientos con alguna palabra precipitada e imprudente echando, de esa manera, todo a perder.

– No obstante -prosiguió la muchacha después de un momento de reflexión-, es posible que tengáis razón al decir que en esta posada no estamos ya a salvo de las miradas curiosas. Yo también he pensado en ello. Hace tan sólo unos días fue ese messere Leonardo y sus amigos, y ayer, como ya os dije, me crucé, al venir aquí, con un hombre que me miró, no puedo deciros de qué manera… como si estuviese al corriente de lo nuestro y de todo. Estoy muy preocupada. Si pensáis que realmente puedo pasar sin que me vean y sin correr ningún riesgo… ¿quizás con un pañuelo delante de la cara? Pero de qué me sirve eso, me han dicho, y me lo repiten a menudo, que ya de lejos se me reconoce por mi manera de caminar. Dime, querido, ¿encuentras tú algo especial en mi manera de andar, algo que me distinga de las demás? ¿No? ¿O sí? ¿De verdad? ¿Y piensas que a pesar de todo podría arriesgarme? Hace falta mucho valor, créeme, y yo no soy valiente. Pero estoy segura de que tiene que haber un santo, uno a quien pueda invocar una pobre muchacha que quiere entrar sin ser vista en la casa donde vive el amado. Para todo lo que se emprende existe un santo a quien poderse dirigir. Cuando yo era pequeña me decían que invocase a santa Cecilia para aprender a leer y escribir. Con su ayuda aprendí después a cantar, y a tocar el laúd, y a hilar la lana, pues así quería ganarme la vida, pero disfruto más aún haciendo flores con papeles de colores, pues soy muy hábil con las tijeras. Aconséjame pues, amado mío: ¿antes de ir, debo encender una vela a santa Catalina o es san Jacobo el más indicado en este caso? Pues esa calle lleva su nombre. Lo mejor sería que me encomendase al santo que asiste a los ladrones para que puedan penetrar sin ser vistos en casa ajena. Pero no conozco el nombre de ese santo. Mancino podría decírmelo, él conoce a todos los que pertenecen al gremio de los ladrones. Pero está enfadado conmigo y hace días que me rehuye.

Luego, cuando entre besos y votos de amor, hubieron convenido el día y la hora, y todo lo que les parecía necesario, Niccola dirigió una breve mirada de despedida al comedor de la posada que había hecho su servicio y salió sigilosamente. Desde la carretera, bajo la tenue luz del atardecer, mostró a su amado, que de pie junto a la ventana la seguía con la mirada muy satisfecho con el éxito que se atribuía a sí mismo, tres dedos de su mano alzada para recordarle que debía esperarla al día siguiente en su habitación a las tres de la tarde.

Como tenía que cuidar de que su amada no fuese importunada por alguna mirada curiosa cuando entrase en la casa y corriese hacia su aposento, Behaim consideró conveniente confiar una vez más su secreto al cerero. Halló a éste en la cocina ocupado con la cena, asando castañas y manzanas sobre la plancha caliente del fogón.

– ¡Adelante, acercaos! -exclamó el cerero, contento de que viniese alguien con quien poder conversar, y a modo de saludo blandió como una espada la cuchara con la que empujaba y removía las castañas-. Apuesto que habéis venido para invitaros a mi cena, no cabe duda de que se percibe el olor a manzanas asadas por toda la casa y estas castañas, que son las mejores que pueden encontrarse en el mercado, vienen de Brescia. Hay suficientes para dos, la mesa estará lista en un instante y además os serviré también una ensalada de finas hierbas. Hoy sois mi invitado, mañana seré yo el vuestro. ¡Conque sentaos y servíos!

Y como tenía por una de las mayores dichas de este mundo procurarse a costa de los demás una buena y abundante comida, añadió:

– Si queréis, os diré hoy mismo cuál es mi plato favorito para que tengáis tiempo de prepararlo para mañana. ¿Qué os parece un cochinillo asado para los dos?

– He venido -dijo Behaim, frotándose el brazo izquierdo- para comunicaros que mañana…