– ¿Así que pensáis que ha conseguido dinero? -interrumpió Behaim los lamentos del posadero.
– Aquí en la taberna lo saben todos -le contó el posadero-. Ayer le vieron cambiar un ducado en la Campanilla, la noticia me ha llegado de todas partes. ¡Un ducado, señor! ¡Mancino! Se dice que lo recibió de messere Bellincioli que también es un poeta, aunque un gran señor, que está al servicio de su excelencia el señor duque. Por varios versos -dicen- que le encargó la casa ducal y que él entregó a messere Bellincioli. ¿Pero vos lo creéis? ¿Un ducado por varios versos? Por una puñalada asestada a alguien por encargo de no se sabe quién, eso ya es más creíble, pues es experto en esas artes. Pero, ¿por versos? Eso es ridículo. Si fuese cierto que por versos se reciben buenos y sólidos ducados, yo también me pondría a elaborar versos y poesías en lugar de estar aquí sirviendo mi buen furlano a todos los necios y pobres diablos. Sí señor, eso es lo que haría. Y ahora, ¿que queréis tomar, señor? ¿Os traigo una jarra de mi Vino Santo de Castiglione que es alabado por todos los que lo han probado?
En cuanto Behaim tuvo delante de sí el vaso de estaño y la jarra de vino y, saboreando trago a trago la bendición, dejó correr el Vino Santo por su garganta, le sobrevino con el bienestar también el cansancio, y mientras, con la frente apoyada en la mano, pensaba en Mancino y, paladeando el vino, se preguntaba cuántos días tardaría el experto en puñaladas y poeta de taberna en beberse sus ducados, llegaron a su oído en desconcertante confusión los fragmentos de las conversaciones de los artesanos y artistas que estaban sentados en las mesas de alrededor:
– ¡Hay que ver qué tiempos corren! Nadie está hoy dispuesto a soltar un quatrino en honor de Dios o de su santa madre.
– Para poder siquiera empezar necesitaba una cierta cantidad de buen color azul, así que le dije…
– Mucho talento no tiene. Lo que mejor domina son las flores, las hierbas y los animales pequeños. Pero el muy insensato se ha empeñado en…
– Yo debería haber obedecido a mi padre y haberme hecho cocinero, pues por una comida bien guisada…
– Cuando me cruzo con ella, me paro aunque tenga prisa, y la sigo con la mirada, no puedo evitarlo.
– Reverendo hermano, yo no soy teólogo. En cambio, vos no sabéis nada del arte de la pintura y por eso no podéis decir…
– Quiere representar la vida de su santo patrón sobre ocho grandes tablas, pues dice, como buen asno que es, que también hay que ir detrás de la fama.
– Para poder empezar de una vez le digo: ve y compra una onza de laca, pero que sea de la mejor que se puede encontrar en Milán.
– Las matemáticas penetran e iluminan la vida humana, y como estudioso de las matemáticas, sé…
– Pues de las artes, me decía mi padre, no te podrás vestir ni alimentar.
– Como estudioso de las matemáticas no podéis saber cuan difícil es pintar un ojo enfurecido o un ojo luminoso.
– Eso que dices es una osadía. Con todos mis respetos por la música, pero no puedes llamarla hermana de la pintura.
– ¡Y si aquí no hay laca de primerísima calidad, déjalo -le digo- y tráeme otra vez el medio carlino!
– Hoy también me he cruzado con ella y la he seguidc un buen rato con la mirada, ¿pero eso de qué me sirve?
– El muy necio se tiene ahora por la gloria y el faro del arte italiano y para su desgracia, no se deja sacar del error.
– ¿Hablar con ella? ¡Si fuese tan sencillo! Y luego… mírame. Siendo así, tan calvo y gordo… dilo tú mismo, ¿no resultaría lamentable como galán? Y de mis años, prefiero no hablar.
– Pues no muere como la música nada más nacer, no, la pintura subsiste en su gloria y esplendor…
– Sí, ya de niño soñaba con ser pintor…
– Todos los días me cruzo con ella, generalmente delante de la iglesia donde oye misa.
– … y no sigue actuando como un tenue recuerdo sino como algo vivo.
– … y por desgracia, he terminado siéndolo…
– ¿Cómo algo vivo? Eso es ridículo. Lo que yo veo es una mezcla de colores aplicados en gruesas capas, y un poco de laca.
– Ahí está Mancino. Viene justo a tiempo. Puesto que te aferras, terco como una muía, a tu error, que decida él entre los dos. No es organista ni pintor, pero cuando recita sus versos, está tan cerca de la música como de la pintura. ¡Eh, Mancino!
Despertando bruscamente del letargo que se había apoderado de él, más por las conversaciones confusas y fatigantes de la gente que tenía alrededor que por el vino que había bebido, Behaim oyó gritar el nombre de la persona que había estado esperando con tanta impaciencia. Volvió la cabeza. Mancino estaba de pie en la entrada vacilando un poco como si estuviese ligeramente bebido y saludaba con su gorra a los dos hombres jóvenes que le habían llamado a su mesa. Behaim se puso de pie. Y cuando Mancino atravesaba la sala con distendida naturalidad deteniéndose tan pronto aquí, tan pronto allí para intercambiar algunas palabras con este o aquel camarada, se interpuso Behaim en su camino con un saludo cortés, casi respetuoso.
– ¡Os deseo un buen día, señor! -comenzó-. Os esperaba, y si no llego en mal momento, me gustaría hablar con vos unos instantes.
Mancino le miró contrariado. No se sabía si veía en él al rival favorecido por la fortuna o simplemente a un hombre fastidioso que venía a incordiarle con sus tonterías.
– ¡Decidme lo que tengáis que decir, señor! -respondió después de un instante de reflexión, y con una seña pidió un poco de paciencia a los dos jóvenes que le habían elegido como arbitro en su disputa sobre si había que dar entre las artes la preferencia a la música o a la pintura.
– En primer lugar -le explicó Behaim-, quisiera pediros que vinieseis a mi mesa y fueseis mi invitado si no habéis cenado todavía.
– ¡Ay de mí! -exclamó Mancino-. He nacido en una hora adversa. Con el honor que me concedéis llegáis demasiado tarde, señor, pues hace una hora llené mi estómago con pan y queso. Y el hecho de que tal cosa pudiese ocurrir, demuestra que he perdido la gracia de Dios. ¿Pero debo asombrarme? ¿Yo que atravieso la vida con una inmensa carga de pecados?
– Eso -dijo Behaim que no estaba pensando en la gracia de Dios ni en la carga de pecados sino en el queso- no os debe impedir vaciar conmigo una o dos jarras del Vino Santo que sirve aquí el tabernero.
– Acabáis de encontrar -dijo Mancino sentándose a la de Behaim- unas palabras que serían capaces de hacer que superase su infortunio un ser que está completamente desesperado, un ser que está condenado incluso al más profundo infierno. ¡Eh, tabernero! ¡No seas tan parsimonioso, acércate y atiende las órdenes del caballero! Y supongo que vos -dijo dirigiéndose de nuevo a Behaim-, no habéis esperado aquí sólo para dejarme degustar el Vino Santo.
– Me han dado y encarecido vuestro nombre -explicó Behaim-, como el de una persona a quien se puede recurrir con toda confianza en casos difíciles. ¡A vuestra salud, señor!
– ¡Y a la vuestra! -le respondió Mancino-. En efecto, algunos tienen acerca de mí esa opinión, otros en cambio, creen que es hora de que me retire de los negocios y se los deje a otros, dicen que a mis años no soy nada más que el vacilante cabo de una vela que puede apagarse con un leve soplo. Sea como fuere, estoy a vuestra disposición.
– Es curioso -dijo Behaim pensativo-. Ahora que estoy sentado aquí enfrente de vos me da la sensación, yo diría que estoy casi seguro, de haberme cruzado con vos hace años. Pues vuestra cara no es de las que se olvidan fácilmente. Era un día de verano y yo estaba sentado delante de mi albergue tomando un vino, en algún lugar de Borgoña o de Provenza, entonces vi subir por la carretera un cortejo, dos alabarderos a la derecha y dos a la izquierda, que conducían a la horca a un hombre que caminaba entre ellos, y ese hombre erais vos. Pero no teníais aspecto de maleante, caminabais orgulloso con la cabeza alta como si estuvieseis invitado a un banquete ducal.