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A su alrededor, los presentes empezaron a reír a carcajadas y a menear la cabeza, pero el que daba más muestras de regocijo era el pintor D'Oggiono.

– ¿De modo que se trata de los diecisiete ducados? -exclamó-. ¿Y nuestra apuesta? ¿Sigue todavía en pie? Apostasteis dos ducados contra el mío.

– Sí, sigue en pie -dijo Behaim malhumorado.

– Entonces -exclamó el pintor-, los dos ducados están a punto de pasar a mi bolsillo. Vosotros los alemanes tenéis fama de cumplir vuestra palabra.

– Sí, cumplimos nuestra palabra -dijo Behaim con voz fuerte y firme para que también le oyese Mancino que, como si la cuestión hubiese dejado de importarle, se había sentado a la mesa del organista Martegli y había entablado con él una conversación-. ¡Pero no os alegréis demasiado pronto! -prosiguió-. Ignoro qué final tendrá este asunto para la existencia de Boccetta, pero sé que conseguiré mis diecisiete ducados, pues me conozco. Y vos seréis quien tenga que pagar los costos.

– ¡Diecisiete ducados de Boccetta! -suspiró el hermano Luca sin levantar la mirada del tablero de la mesa sobre el que había formulado y demostrado con tiza un teorema algebraico-. ¿Cómo os imagináis eso, señor? Si Boccetta pudiese salvar a su padre del purgatorio a cambio de medio escudo, no lo desembolsaría.

– Lo que yo no entiendo -se oyó la voz del maestro cantero-, es que en estos tiempos en que la cristiandad es asolada por la peste y amenazada por la guerra, podáis pensar en semejantes ridiculeces.

– ¿Llamáis ridiculeces a que yo quiera recuperar mis ducados? -exclamó Behaim indignado-. ¿Creéis que apaleo el dinero?

– Aceptad un buen consejo -dijo Alfonso Sebastiani, un joven noble que había abandonado su palacio de la Romana para convertirse en discípulo de messere Leonardo en el arte de pintar-. Acostaos temprano, cenad frugalmente, dormid mucho, y cuanto podáis. Quizás volváis entonces a ver alguna vez vuestro dinero en sueños.

– Dejadme en paz con vuestra palabrería, señor, me molestáis -le espetó Behaim-. Obtendré mi dinero, aunque tenga que partirle a Boccetta, uno a uno, todos los huesos de su cuerpo.

– ¿Y qué dirá -le preguntó muy intrigado y un poco burlón el pintor D'Oggiono- vuestra amada cuando le tratéis así?

– ¿Mi amada? ¿Que sabéis vos de mi amada? -preguntó Behaim-. Yo no os he dicho quién es mi amada en Milán. ¿De quién habláis?

– Pues de esa Niccola que, por lo visto, es vuestra amada -contestó D'Oggiono-. ¿Acaso no se os ha visto esperarla todos los días en la posada que se halla en la carretera de Monza? Y ella, rauda como una corza, acude a vuestro encuentro con el único vestido bueno que tiene.

Behaim se levantó de un salto y miró en torno suyo como si en aquella taberna estuviese rodeado de enemigos jnortales.

– ¿Señor, cómo osáis mezclaros en mis asuntos? -reprendió indignado a D'Oggiono-. ¿Qué os importa si es mi amada? Y si lo es… recibirá buenos vestidos, todos los que necesite, no os preocupéis. ¿Y qué, por todos los demonios, tiene eso que ver con Boccetta?

Ahora le tocó sorprenderse y maravillarse a D'Oggiono.

– ¿Y vos lo preguntáis? -exclamó-. ¿No sabéis, o fingís no saber que ella es la hija de Boccetta?

– ¡Oh! -gimió el escultor Simoni presa del dolor y los celos. Niccola, la hijita del prestamista…, ¿de modo que él es su amante? ¿Él es con quien ella…? ¿Pertenece a ese alemán?

Behaim les miraba fijamente como un jabalí acorralado por una jauría de perros.

– ¿Qué estáis diciendo? ¿Os habéis vuelto locos los dos? -gritó, pero él lo sabía ya, lo supo con una certeza mortal en ese instante, que decían la verdad y sintió como si le diesen una puñalada en el corazón.

10

Hasta el amanecer, erró sin rumbo, presa de sus pensamientos confusos, lleno de desesperación y furioso dolor, y los callejones estrechos y oscuros le condujeron por la ciudad de un lado a otro, hasta que llegó a las murallas de circunvalación y a los Navigli con la cruz de san Eustaquio, donde comenzaban los setos y los muros de los huertos, y a las puertas de la nueva casa de beneficencia de cuyas ventanas salía el olor a pan fresco que se hacía todas las noches a cuenta del Moro, y luego todo el largo camino de vuelta hasta que fue a parar al mercado de pescado y, pasando junto a los puestos de los cambistas, al ayuntamiento y finalmente, a la plaza de la catedral. Allí se dejó caer agotado sobre los peldaños que conducían al portal, pero incapaz de concederse un descanso, se levantó al cabo de unos instantes y reanudó su desesperado peregrinaje.

– Es una mala noticia la que he recibido -se dijo a sí mismo mientras caminaba-. Verdaderamente, la peor que uno se puede imaginar, ni el propio santo Job la recibió peor. ¡Qué maldad! ¡Qué perfidia! ¡He sido traicionado! fatece tan ingenua, finge ser devota mía, me sonríe, habla ¿e todo lo habido y por haber, pero se guarda que es la hija de ese miserable canalla. ¡Menudo canalla! ¡Qué desgracia haberme topado con ella! «La hijita del prestamista», así la llamó el calvo de la posada, el del bigotito, es un calificativo aceptable… no suena tan mal. Pero la hija de Boccetta, eso suena completamente distinto, es como una bofetada. ¡Necio de mí! ¿De qué me dejé guiar? ¿A qué encanto sucumbí? ¿En qué trampa he caído? ¿Por qué me dejé arrastrar por ese amor engañoso? ¿Adonde me conducirá? Lucardesi… que su madre era una Lucardesi, me decía. ¡Sí, su madre! ¡Pero su padre es Boccetta y eso me lo ha ocultado! ¡Oh, que se vaya al infierno el padre, y la hija con él!

Behaim se detuvo y apretó la mano contra su corazón agitado. En su alma turbada ya se había convertido en realidad lo que sólo había sido un pensamiento furioso. La idea de ver a Niccola caminando con paso vacilante hacia el infierno y desaparecer en las brasas atrapada por lenguas de fuego le asustó, creyó oír desde la profundidad del abismo su grito de dolor y su voz lastimera, y con una angustia insoportable se percató de que todavía la seguía queriendo.

– ¡Esa voz! -se lamentaba continuando su marcha-. ¡Cómo me rompe el corazón! ¡Ojalá pudiese apartar esa voz para siempre de mis oídos! Pero si cien voces me hablasen y yo escuchase esa voz… sólo tendría oídos para ella. ¡Oh Dios, Dios misericordioso, haz que olvide esa voz, haz que olvide todo lo que me atrajo de ella, todo lo que me encadenó a ella, borra en mí el recuerdo de su voz, de su caminar, de su mirada, de sus abrazos, de su sonrisa, oh Dios misericordioso, haz que olvide que sabe sonreír corno sólo saben hacerlo los ángeles, tú sabes que es la hija de Boccetta, libérame, Dios, ayúdame, haz que la olvide para siempre o quítame la vida, eso sería aún mejor!

Y ahora que había hablado con Dios y suplicado su auxilio con palabras tan apremiantes se sintió más aliviado y trató de mirar con otros ojos lo que le había sucedido.

– ¿En realidad, qué ha ocurrido? -se dijo a sí mismo-. Una pequeña adversidad que cualquiera puede sufrir, una contrariedad de la que no vale la pena hablar, eso es todo. Estaba un poco enamorado, me he dejado trastornar por esa jovencita, eso es grave, ciertamente, pero son cosas que ocurren y a quien le toca le toca. Y ahora que, gracias al cielo, me he enterado a tiempo de quién es ella y de dónde viene… ya ha pasado todo, es preciso que haya pasado todo. Verdaderamente, sería insensato que persistiese en mi amor a la hija de Boccetta, sería ridículo. ¿Amor? ¿Se le puede llamar amor a eso? No, no es más que un deseo estúpido y molesto que se ha adueñado de mí pero, ¡afortunadamente! me hallo en buen camino para superarlo.

Sin embargo, el consuelo que intentaba darse a sí mismo con esas palabras no duró mucho. Bastó que le viniese a la mente una palabra enamorada que le había susurrado Niccola al oído durante el abrazo, para que surgiese ante sus ojos su imagen, y la viese tendida a su lado en toda su belleza, estrechándose contra él, dispuesta y decidida a entregarse. Recordó el momento inolvidable en que había comprendido que todas las maravillas del mundo no eran más que baratijas comparadas con las alegrías que había conocido en sus brazos, pero en lugar de la felicidad y la exaltación de aquel instante, sintió el dolor, la vergüenza, la pena y la desesperación abatiéndose sobre él como una marea incontenible.