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– ¡No, no es cierto! -gritó una voz dentro de él-. ¡Todo es mentira! ¿Por qué me engaño? ¿Cómo podré superarlo? Es demasiado difícil, ¿cómo podré olvidarla? Ella siempre estará presente. ¡He aquí, a qué extremo he llegado! No se puede ser más desgraciado. ¡Oh, cómo me desprecio! Es la hija de Boccetta y yo lo sé y, sin embargo, no puedo librarme de ella, no logro centrar mis pensamientos en otras cosas, en el comercio, en los mercados, en las subidas de los precios, en las mercancías que me esperan en los almacenes de Venecia. ¿Qué locura se ha apoderado de mí que no puedo dejar de pensar en volver a dormir entre sus brazos y junto a su pecho? ¿Qué dice mi honor, qué dice mi orgullo de todo esto? ¿Es posible vivir en semejante tormento, amar a quien no se puede amar? ¿Podía yo imaginar que es un ser que ha venido al mundo para hacer daño? ¿Para conducirme al desastre y la deshonra? ¡Que Dios me castigue, pero ojalá hubiese convertido en mi amada a la hija de un sucio labriego! ¡Maldita sea la hora en que me crucé con ella! ¡Qué hacía yo en la calle de San Jacobo? Mancino que estaba allí cantando en el mercado, es el culpable de que yo la descubriese, veo una muchacha, la encuentro bonita, me parece encantadora, me sonríe. La pierdo de vista, ahí intervino quizás mi ángel bueno. Y yo, necio de mí, me empeño en encontrarla, la busco por todas partes, no desisto, la encuentro, la hago mía, y luego: ¿Qué ha pasado conmigo? ¿Qué hago ahora? Es evidente que el amor que sentía por la hija de Boccetta… ¿puede soportarse semejante desgracia? El mismísimo demonio se apiadaría de mí si supiese lo que me ha sucedido.

Se llevó la mano a la frente y sintió que estaba empapada de sudor. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Estoy enfermo -gimió-. No puedo más, estoy tiritando, qué busco en las calles, debería estar en casa, en mi cuarto. Una jarra de vino caliente con un poco de pimienta, eso me haría bien. Tengo una fiebre que me consume y confunde mis pensamientos. Quizás, todo esto no es más que un delirio, no es real, sólo estoy soñando y ella no es la hija… No, ay de mí, no estoy soñando, estoy despierto, sé que ha ocurrido y ando por las calles… debería estar en casa.

Ya era de madrugada cuando llegó a su albergue y subió a su aposento. Se arrojó sobre la cama y permaneció tendido, acosado por pensamientos atormentadores, hasta que un sueño intranquilo se apiadó de él.

Era una hora avanzada del día cuando despertó. Durante un rato permaneció tumbado envuelto en una somnolencia que no le dejaba formar ni fijar un pensamiento. Sabía que había tenido un incidente desagradable, que había sufrido una desgracia, pero no podía determinar de qué clase era. Se sentía muy abatido, algo que le infundía pavor le esperaba. Y entonces le vino el recuerdo de Ia noche pasada y la voz de D'Oggiono sonó en su oído: «¿Entonces no sabéis que ella es la hija de Boccetta?».

Como un susto paralizante le asaltó el recuerdo de lo que le había sucedido, pero en seguida le vino un nuevo pensamiento que se apoderó de él y le hizo ver con otros Ojos la cuestión que tanto le afligía.

– ¿Es seguro que han dicho la verdad? -se preguntó-. ¿No parece más bien que esos dos del Cordero, ese D'Oggiono y el otro, han urdido una broma pesada para fastidiarme? Me han contado una mentira en toda la regla, se han inventado una historia descarada y yo he sido tan simple de dar crédito a lo que decían.

Behaim se había levantado de un salto y, sorprendido por esa ocurrencia, y ya completamente despabilado, se puso a caminar por la habitación.

– No, no es cierto, no, no puede ser cierto. -Siguió desarrollando su idea-. Me han mentido vilmente. ¿Por juego? ¿Por travesura? No, ha sido por maldad. Han cometido conmigo una auténtica granujada. Pero no lo olvidaré, me las pagarán. ¡Niccola… la hija de Boccetta! ¡Qué estupidez! Ella es de un natural completamente distinto, es un alma pura, no le importa el dinero, no tiene apego a las propiedades, no quería aceptar de mí el más mínimo regalo, ni siquiera pude regalarle un cinturón o uno de los bolsitos bordados donde guardan las mujeres de Milán sus Monedas de plata. ¡La hija de Boccetta! ¡Y pretenden que yo ttie lo crea!

Se detuvo y tomó aire. Y como ahora se sentía más Aviado y disminuía su excitación, sintió la necesidad de hablar con otros en lugar de consigo mismo sobre la mala pasada que habían pensado jugarle.

Su patrón, el cerero, no estaba solo. En su cocina donde olía a tocino frito, se encontraba el zapatero de la vecindad, un hombre viejo y arrugado que lucía una barba de chivo rala. El zapatero le había arreglado las suelas desgastadas de sus zapatos de domingo y, tras largos discursos y mucho regateo se había puesto de acuerdo con él sobre el sueldo que debía recibir, y el cerero había contado muy a disgusto seis quatrini sobre la mesa de la cocina.

– ¡Que Dios os depare un buen día! -saludó Behaim al entrar en la cocina-. ¿Llego en mal momento? Si no es así, me gustaría contaros algunas cosas sorprendentes que me han sucedido.

– Este caballero -explicó el cerero al zapatero-, se hospeda en mi casa y acude a mí a menudo en busca de consejo, pues, ¿qué haría sin mí? es forastero y todo el mundo trata de engañarle en esta ciudad.

– Yo soy un hombre honrado, la gente me conoce, yo no engaño a nadie -aseguró el zapatero, volviéndose hacia Behaim con la mano sobre el corazón-. Si tenéis unos zapatos para arreglar, no necesitaréis pagarme más de lo acostumbrado aunque seáis forastero.

– ¡Por Dios, qué gran verdad acabáis de decir! -respondió Behaim al cerero sin prestar atención al zapatero- Efectivamente han intentado engañarme. Hay dos sujetos que dicen por ahí y quieren hacerme creer, que mi amada/ de la que os he hablado, es la hija de Boccetta.

– ¿De Boccetta? -exclamó el cerero mostrándose muy sorprendido-. ¿De verdad? ¿Es eso posible?

Y después de reflexionar unos instantes, preguntó:

– ¿Y quién es ese Boccetta?

– ¿Cómo? ¿No conocéis a Boccetta? -se asombró Behaim-. Yo pensaba que todo el mundo le conocía puesto que engaña a todo el mundo. Os hablé de él largo y tendido; es el hombre que se niega a pagar los diecisiete ducados que me debe desde hace años. De todos los usureros manilargos de esta ciudad es el peor. Un hombre sin vergüenza y sin honor.

– Podrá ser hija suya o de quien sea -sentenció el cerero-, pero es una alhaja y quien la tenga estará bien servido de noche. Es como debe ser, ni demasiado llenita ni demasiado delgada. Pero no me gusta que corra detrás de los extranjeros. Para alguien que no sea de aquí, está demasiado bien.

– ¿Acaso la habéis visto? -inquirió Behaim.

– Me he cruzado con ella dos o tres veces cuando salía de vuestra habitación -le explicó el cerero.

– ¿No os había prometido y asegurado solemnemente -le increpó Behaim- que os deslomaría si os dejabais ver una sola vez mientras ella estuviese en casa?

– No habla en serio -explicó el cerero al zapatero-. Es una de sus bromas. Habéis de saber que él y yo somos buenos amigos. -Volvió a dirigirse a Behaim-. ¿De modo que decís que es la hija de ese usurero manilargo?

– Eso lo dice D'Oggiono, uno de los pintores que conocí en el Cordero -le expuso Behaim-. Pero no le creo, pues es un intrigante, un auténtico embustero.

– Os dije que con esa gente sólo tendríais problemas -le recriminó el cerero-. No podéis decir que no os lo he advertido. ¿Pero me habéis escuchado? No, no os habéis dejado decir nada, teníais que ir al Cordero a dejar allí vuestro dinero, y a cambio os han servido mentiras. Deberíais haberos quedado en casa y dejado que preparase vuestras comidas ya que soy famoso en todo el barrio por mi buena cocina.