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Y para ratificar esa afirmación, retiró una sartén del fuego e invitó a Behaim y al zapatero a que probasen las lentejas con tocino que había preparado.

– No, no debéis llamar embustero a D'Oggiono -dijo el zapatero después de haber probado las lentejas, y dejando la cuchara sobre la mesa se relamió-. Os equivocáis, señor. D'Oggiono es muy estricto con la verdad.

Después le dio al cerero su opinión sobre la manera correcta de preparar las lentejas con tocino:

– Yo en casa, les echo menos vinagre, en cambio, les pongo dos o tres trozos de manzana y un poco de tomillo, eso mejora su sabor.

– Que cada cual las haga a su entender -puntualizó en tono punzante el cerero, enojado por lo de los trozos de manzana y el tomillo.

– ¿Habláis del pintor D'Oggiono? -preguntó Behaim al zapatero-. ¿Le conocéis?

– Sí, conozco a D'Oggiono, el que ha pintado a la Virgen sobre las nubes que se encuentra debajo del gran ventanal en el deambulatorio de la catedral -dijo el zapatero-. Desde hace años trae sus zapatos a mi taller. Tiene dos pares, uno de piel de oveja y otro de cordobán que lleva en las grandes festividades. Y cuando no tiene dinero dice: maestro Matteo, tened un poco de paciencia, hoy no os puedo pagar, apuntad que os debo ocho quatrini (o nueve o diez según lo que yo le pida) apuntadlo, dice, y el viernes vendré a traeros el dinero. Y cuando dice eso, es como si lo hubiese jurado sobre las Sagradas Escrituras: el viernes viene a traer el dinero. No es un embustero D'Oggiono. Podéis confiar en él, os lo aseguro, dice la verdad.

– ¿En ese caso -dijo, desazonado, Behaim-, esa muchacha… Niccola, sería entonces la hija de Boccetta?

– Ni lo sé, ni tengo interés en saberlo -dijo el cerero en tono agreste-. ¡Ella es vuestra amada, no la mía, no lo olvidéis! Y ya os he dicho más de una vez lo que pienso de esa clase de muchachas. ¿Es que tengo que escuchar precisamente a la hora de comer vuestra monserga sobre esa moza y sobre su padre, y sobre unos trozos de manzana y unos zapatos de cordobán, y Dios sabe qué? Habéis recibido vuestro dinero, maestro Matteo, conmigo no hace falta apuntar nada, lo que tengo que pagar lo pago al contado, así que, ¡id con Dios, maestro Matteo, id con Dios!

– ¡Quedad con Dios! -dijo también Behaim y abandonó la cocina y la casa, confundido y sin saber si debía o no debía creer a D'Oggiono.

«Pero si ha dicho la verdad -pensó cuando salió a la calle-, si he tenido la desgracia de haber elegido como amada a la hija de ese rufián, sé dónde vive y no tengo más que vigilar durante algún tiempo su casa y cuando la vea salir por la puerta… ¡Oh Dios mío no permitas que eso ocurra! ¡Deja que espere en vano delante de su casa y que pierda el tiempo, deja que la aguarde en vano, Dios mío!… Pero si la veo salir de esa casa, no necesitaré más pruebas sabré lo que debo hacer… ¿Pero lo sé realmente? ¿Estoy seguro de mí? ¿Seré capaz de dominar mi deseo? ¿Prestaré oídos a la razón y haré lo que ella me aconseja? ¿O ni siquiera entonces podré dejar de amar a esa muchacha?»

Y con el corazón angustiado se encaminó hacia la casa de Boccetta.

11

De muy mal humor -le faltaba la moneda de cobre para poder comprar la rebanada de pan de cebada que constituía su almuerzo-, Mancino se abrió paso a través de la maleza y los matorrales de la asilvestrada parte del jardín que lindaba con la fachada posterior de la casa del Pozo. Debajo de la ventana de Niccola se detuvo. Ella debía de estar en casa hilando lana en su habitación o remendando su vestido o realizando cualquier otra tarea, pues los postigos de la ventana estaban abiertos para dejar entrar la escasa luz de ese día gris y lluvioso.

Mancino no había venido por Niccola, tenía que hablar unas palabras con Boccetta, pero eso no corría prisa. Absorto en la contemplación de las grietas y hendiduras que había en los muros de la casa ruinosa, veía que si alguien quería escalar la fachada aquellas desigualdades darían apoyo a los pies, primero a uno después a otro, y se dijo que no era imposible, que ni siquiera debía ser demasiado difícil, subir hasta la ventana de Niccola y desde allí entrar en su aposento y llegar a sus brazos. Y aunque de noche las contraventanas estaban cerradas… su madera estaba carcomida y resquebrajada y no resistiría un fuerte empujón.

Pero cuando se sorprendió desarrollando tales pensamientos, se puso furioso consigo mismo y una sensación de vergüenza y melancolía se apoderó de él.

«¡Pero no te das cuenta de quién eres! -arremetió consigo mismo-. ¿Piensas que todavía eres un estudiante? Un buscavidas y un muerto de hambre, eso es lo que eres, un necio y un bufón. Un mozo de cuadra y, cuando se tercia, un matón, siempre encadenado a esta miserable pobreza. Eso es lo que eres, y ahora te hallas en el invierno de tu vida, quién sabe por cuánto tiempo aún, y te sacarán con los pies por delante y berrearán detrás de ti el "De terre vient, en terre tourne". ¡Ay de mí! ¡Por qué me abandonó la juventud! ¿Cómo pudo suceder tal cosa, cuándo fue? No se marchó a pie ni a caballo, de pronto vi que se había ido. ¿Y ahora, necio, pretendes trepar a la habitación de Niccola y mendigarle un poco de amor? Yo te daría una patada en el trasero que te dejaría sentado en el suelo, eso te mereces. ¿No te juraste cuando aún no habías perdido el juicio, que no volverías a acercarte a ella con ese miserable, anodino e insulso sentimiento que llamas amor? Pero ya vuelves a las andadas, está visto que no entras en razón. ¿Penas de amor? Me das risa, el asno debe sentir el mismo dolor cuando se le pincha con el aguijón para que trabaje. ¿Qué quieres con esa cara, que más que una cara es una mueca? Hundidos los ojos, opaca la mirada, las mejillas arrugadas como un guante de piel viejo y encogido que se tira a la basura. Eso eres tú y pretendes que ella te ame aunque sabes que no le importas y que se ha unido con otro. No conoces el orgullo, eres ruin y despreciable como una rata. ¡Necio! ¡Patán! ¡Lárgate de aquí!»

Tras recuperar así el dominio de sí mismo y sin echar una sola mirada a la ventana de Niccola, atravesó la maleza del jardín y llegó a la fachada principal de la casa. Pero no tuvo necesidad de llamar a la puerta, pues Boccetta estaba asomado a su ventanuco. Escuchaba a un fraile mendicante que le había pedido una limosna piadosa en nombre de la Santísima Trinidad, y mostraba al fraile, a Mancino y quien pasase por delante de la casa, su rostro vulgar.

– Me temo -dijo meneando apesadumbrado la cabeza como si lamentase que alguien hubiese gastado una broma pesada a ese pobre fraile- que os han enviado aposta y con mala intención a la puerta equivocada, pues en esta casa, eso lo sabe cualquiera, no se dan limosnas.

El fraile tenía cierta experiencia, sabía que raramente le daba alguien un donativo a la primera demanda. A la gente de la ciudad había que decirle dos o tres veces que en este mundo sólo estaban de paso y que con obras piadosas podían acortar el tiempo del purgatorio.

– Dadme algo, señor -insistió a Boccetta-, por la misericordia de Dios y por los méritos del bendito santo que fundó nuestra orden. Lo que deis redundará en vuestro beneficio. Pues Dios no pierde de vista a los que le honran con su caridad. De Dios viene la gracia.

– Por supuesto -dijo Boccetta, y viendo a Mancino le dirigió una mirada divertida-. Eso es tan bien sabido, como que las salchichas calientes vienen de Cremona.

– Una pequeña limosna -prosiguió su letanía el fraile sin inmutarse-. Ella os servirá de señal cuando un día lleguéis a las encrucijadas del otro mundo. No es mucho lo que os pido. Un poco de queso, un huevo, un poco de manteca, pues, como suele decirse, las limosnas y las misas quitan los pecados.

– Me asombráis, buen hermano -le respondió Boccetta-. Manteca, queso, un huevo… esperáis de mí un verdadero banquete. ¿No os dais cuenta de que además de toda la miseria que Dios hace padecer a la humanidad pecadora, también le ha dejado como herencia el hambre? Actuáis contra la voluntad de Dios tratando de eludir ese legado. ¿Es eso cristiano, os pregunto, es eso justo?