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– Lo que decís -admitió el monje, desconcertado ante ese inesperado reproche- pertenece a una teología muy sabia y yo soy un fraile ignorante. Pero yo sé una cosa, y es que hemos sido puestos en este mundo para ayudarnos los unos a los otros en la necesidad. ¿Pues, para qué si no, estamos en este mundo?

– ¿Ayudarnos los unos a los otros? -exclamó Boccetta prorrumpiendo en una carcajada salvaje-. ¡Qué idea! No, hermano, ayudar al prójimo no es propio de mi naturaleza, no tengo esa virtud, y además es algo que suele traer consigo gastos y desembolsos de los que no me prometo ningún provecho. ¿Me habéis entendido, buen hermano? ¡Pues entonces, seguid vuestro camino y llamad a otra puerta!

Completamente intimidado y con pocas esperanzas, el monje intentó inducir por última vez a Boccetta a que diese una limosna.

– Recordad -le exhortó- que Dios ha creado al hombre bueno y para las buenas obras.

– ¡Qué es lo que ha hecho? -exclamó Boccetta-. ¿Qué estáis diciendo? ¿Bueno y para las buenas obras? No sigáis que me muero de risa. ¡Bueno y para las buenas obras! ¡Esto es demasiado, basta, me duelen ya las mandíbulas, parad!

El monje recogió del suelo su saco de mendigo y se lo echó al hombro.

– ¡Adiós, señor! -dijo-. Que Dios en su misericordia os ilumine. Pues parece que estáis necesitado de luz.

El monje se marchó y al pasar al lado de Mancino le hizo una seña confidencial con la cabeza y deteniéndose dijo:

– Si vos también tenéis que pedirle algo, os deseo que Dios os dé más paciencia y mejor suerte, yo ya he gastado bastante saliva. Ese no suelta un quatrino ni siquiera por la fe, es increíble.

– Ése -le hizo saber Mancino- no es capaz de conceder algo bueno a nadie y a sí mismo tampoco. El pan que come lo desdeñaría un cerdo.

– ¡Eh, qué hacéis ahí! -gritó Boccetta a Mancino, mientras el monje se alejaba meneando la cabeza-. Si habéis venido en busca de pendencia, ahorraos la molestia. Me podéis poner de vuelta y media, insultar y denostar, si eso os divierte, a mí no me importa ni me preocupa.

– He venido para avisaros -dijo Mancino-. Tened cuidado, estáis en peligro, me parece que va a correr sangre. Ese alemán anda tras vos.

– ¿Qué alemán? -preguntó Boccetta en tono indiferente y reflexionó un instante-. Que el diablo me lleve si sé de qué estáis hablando.

– ¿No os reclama alguien varios ducados? -le recordó Mancino-, ¿y no os habéis negado a pagarle?

– ¿Os referís a ése? -dijo Boccetta-. Ahora le recuerdo. Como castigo por sus pecados se le debe de haber metido en la cabeza la idea de exigirme diez o no sé cuántos ducados. Vino y estuvo muy pesado; no hacía más que hablar de esos ducados y me costó trabajo deshacerme de él.

– Pues tened cuidado no vaya a ser que la cosa termine mal para vos -dijo Mancino-. Ese alemán se lo ha tomado como una ofensa y una deshonra, y con la ira que se ha apoderado de él está dispuesto a todo.

Boccetta sonrió torciendo la boca con gesto burlón.

– Que venga -dijo tranquilo-. Le dispensaré un buen recibimiento. Algunos que van por lana vuelven trasquilados.

– Ya sé -le reprochó Mancino- que sois ducho en malas lides y que sabéis retener con cien manos el dinero que llega hasta vos, aunque no sea vuestro…

– Me halagáis -le interrumpió Boccetta-, hacéis demasiados elogios de las modestas capacidades que me ha concedido Dios.

– Pero ese alemán -prosiguió Mancino- conoce los procedimientos de esta ciudad, buscará a su hombre y cuando encuentre uno que esté dispuesto a deciros el bene-dícite con el cuchillo o el hacha de mano…

– ¡Que venga con su benedícite! -declaró Boccetta-. Ya le daré yo el dominus de respuesta.

– ¿Pero no está ese alemán en su derecho? -exclamó Mancino-. ¿No le debéis realmente el dinero que exige de vos?

Boccetta se frotó la barbilla hirsuta y en su rostro apareció una expresión de asombro, como si esa objeción fuese lo último que esperase oír.

– ¿En su derecho? ¿Qué queréis decir? -respondió-. Él podrá estar en su derecho ¿Y eso qué importa, si a mí no me da la gana de interpretar el papel del benefactor y despilfarrar mi dinero con un necio!

Mancino miró en silencio el rostro que asomaba detrás del ventanuco.

– Vos que sois de la nobleza -dijo entonces-, vos que venís de una casa tan importante y gloriosa que ha dado más de una vez a la ciudad de Florencia el gonfaloniere, el portaestandarte de la justicia, decidme, ¿por qué lleváis esta vida sin vergüenza ni honor?

Por primera vez apareció en los rasgos de Boccetta un atisbo de contrariedad e impaciencia.

– ¿Sin honor? -contestó-. ¡Qué sabéis vos del honor! Os voy a decir una cosa, y recordadla bien: quien conserva el dinero, tiene el honor. Y ahora, si todavía tenéis algo que decirme, decidlo, si no, dejadme en paz con ese estúpido alemán.

– Está bien -dijo Mancino-. Me voy. Os he avisado y, por mi alma, que no lo he hecho porque os tenga afecto. Y si ahora os lleváis una cuchillada que os cruce la cara de lado a lado… allá vos.

Y dando media vuelta salió del jardín.

– ¡Que venga, si se atreve! -le gritó Boccetta-. Que aparezca por aquí. Decidle que de su dinero no recibirá ni un chavo, ni un chavo, decídselo y luego contadme lo que ha vociferado en su furia.

Luego soltó una carcajada que sonaba como un ladrido ronco y su rostro desapareció del ventanuco.

Joachim Behaim, que estaba escondido detrás de los arbustos, junto al muro del jardín, mantenía la mirada fija en la puerta de la casa, temiendo la aparición de Niccola como una fatalidad. Joachim Behaim había oído las palabras de Boccetta y en seguida había comprendido que hablaban de él, que era él quien no habría de ver ni un solo chavo de su dinero. Una ira sofocante le invadió y se apoderó de sus pensamientos, las venas de su frente se hincharon y sus manos se pusieron a temblar.

Me alegro de haberlo oído, se dijo. Oh Dios, ¿Será posible que exista semejante canalla? ¡Ni un chavo de mi dinero! No veo otra solución que machacarle con mis puños, aunque tenga que estar aquí horas, días enteros esperando delante de su puerta… no me importa, no será tiempo perdido. Tengo que procurar por todos los medios que caiga en mis manos, y entonces le daré tal paliza que se acordará de mí en la hora de su muerte. ¿Pero abandona alguna vez su casa? ¿Se atreve a salir a la calle, a mezclarse entre la gente? Quizás se ha provisto de víveres para varias semanas. ¿Tendré que verle siempre detrás de esa reja? ¡Oh, maldito seas, cobarde, aquí y en el más allá! Quisiera oírte gritar en el infierno por una gota de agua para tu sedienta lengua. ¿Pero aquí en este mundo, permitiré que siga dándose la gran vida, que disfrute de mis ducados y los haga saltar y tintinear en sus manos? ¡Si saliese en este instante por la puerta, si se cruzase casualmente con mis puños, oh, qué placer sólo pensar que eso pudiese suceder! ¡Sal, de ahí, granuja! ¡Qué la peste caiga sobre ti! ¿La peste? ¿Por qué la peste? ¿No sería un castigo demasiado suave para él? ¿No merece una muerte más cruel?

Behaim respiró profundamente y se quitó las gotas de sudor de la frente.

¡Qué necio soy por dejarme arrastrar a semejante cólera!, se dijo a sí mismo. ¿No es eso precisamente lo que busca ese chacal sarnoso? ¿No oí yo mismo cómo lo deseaba riéndose como un chacal? ¿De qué me sirve maldecir? ¿Para qué vale? Puedo jurar y maldecir por cien ducados y desear que coja la peste, ¿pero recuperaré por ello un solo céntimo? Y Aunque caiga en mis manos y le golpee hasta que se me cansen los brazos… mi dinero lo seguirá teniendo él. Y al final, me meteré en un lío por culpa de ese miserable si me paso de la raya y se me queda entre las manos. ¿Pero, para qué estoy aquí, Dios mío! ¿He venido para escuchar sus discursos desvergonzados e impíos? ¿Para eso he venido? ¡No! He venido para ver si ella… si Niccola… oh Dios, salía de esa casa, por esa puerta… oh Dios, tú que eres justo y bueno, ayúdame, ¿permitirás que Niccola…?