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Behaim se interrumpió y dejó de implorar al Dios justo. De pronto se le había ocurrido una idea magnífica que lo cambiaba todo. Veía ante sí un camino que parecía conducirle hasta sus derechos y los diecisiete ducados.

Tiene que funcionar, se dijo a sí mismo. No debería ser demasiado difícil, y Boccetta sería entonces el burlado y el que lloraría la pérdida de los diecisiete ducados. Debería ser realizable, pienso yo. Cierto que ese amor se acabaría. Tendría que dejar de pensar en ella, tendría que borrar su imagen de mi mente. ¿Pero lo conseguiré? Ay de mí, estoy demasiado enamorado, es humillante, es una vergüenza que todavía sienta afecto por ella, por la hija de Boccetta. ¿Pero y si no es su hija? Aún no sé si saldrá de esa casa. Y si la espero en vano, todo será distinto. Y mis diecisiete ducados, ¿dónde los buscaré entonces? Pero si aparece, si aparece Niccola por esa puerta, entonces lo conseguiré, aunque tenga que convertir mi corazón en una piedra. ¿Pero seré capaz? ¿Acaso no la amo todavía? ¿Y no fue mi amor desde el principio más grande, más ardiente que el que ella mostraba? ¿No ha adquirido sobre mí un poder mucho mayor que el que yo he tenido jamás sobre ella? ¿Dónde ha quedado mi orgullo? ¿Qué dice mi honor?

Consternado se percató de que si su plan llegaba a ejecutarse, si lograba llevarlo a buen fin, sería verdad lo que se le había aparecido como una visión espantosa esa noche que vagaba sin rumbo por las calles de Milán, esc que, hasta ese momento sólo había podido imaginar con tanta pena y tanto dolor: que ella era la hija de Boccetta. «¡Ay, y si no lo fuese! -volvió a pensar por última vez-. ¡Sí! ¡Tiene que serlo!», replicó una voz dentro de él, pues para que prosperase su plan tenía que desear lo que antes le había llenado de desesperación y terror. «Tiene que serlo -decidió-. Ella lo es. Sé que es la hija de Boccetta», trató de inculcar en su corazón.

Seguía con la mirada clavada en la puerta, las manos apretadas contra las sienes, y esperaba. No sabía si era temor o esperanza lo que le movía. Se reprendía y censuraba, se mofaba de su amor, luchaba contra él, se peleaba consigo mismo y estaba lleno de ira porque le parecía que su sentimiento no se había extinguido todavía.

Entonces se abrió la puerta y vio a Niccola, supo que era ella antes de haberla visto. Andaba con su paso flotante y orgulloso por el que se la reconocía de lejos, se deslizó a través del huerto y dobló hacia la carretera; luego continuó su camino como una soñadora.

Joachim Behaim echó a andar tras ella y su amor murió, asesinado por su voluntad, traicionado por su orgullo, se interponía en su camino y no debía vivir.

Siguió a Niccola procurando no perderla de vista y, mientras caminaba, preparó el plan que quería llevar a efecto ese mismo día. Detrás de la Porta Vercelli, la vio titubear un instante para luego tomar el camino que conducía a la iglesia de San Eusorgio. Recordó que ella tenía la costumbre de arrodillarse todos los días en esa iglesia delante de un Cristo que ocupaba una hornacina del transepto, para confiarle con palabras susurradas apresuradamente lo que esperaba de él. Y a veces, cuando llegaba con un poco de retraso a su buhardilla, se disculpaba diciendo que había estado con el Cristo de San Eusorgio y que le había tenido que contar más cosas que de costumbre.

– ¡Ve, ve a hablar con él! -dijo Behaim cuando la vio desaparecer en la penumbra de la nave-. Dios no permitirá que él te escuche. Dios está de mi lado, él me indicó este camino cuando le invoqué, él me hará justicia.

Y sin perder tiempo regresó a su albergue para esperar a Niccola.

Cuando ella entró en la buhardilla, le encontró ocupado en llenar su bolsa de viaje y tan absorbido por esa actividad que no pareció darse cuenta de su llegada. Sus trajes y su ropa interior, sus cinturones, zapatos, camisas y pañuelos de colores estaban en parte ordenados y apilados, en parte esparcidos desordenadamente sobre la mesa, las sillas y la cama.

Ella se asustó, pues en un primer momento no supo si eso significaba algo bueno o algo malo, un principio o un fin, una despedida definitiva o el inicio de una convivencia duradera.

– ¿Te marchas? -preguntó angustiada-. ¿Te vas de Milán?

– Me prometiste -respondió él sin levantar la mirada- que me seguirías a dondequiera que yo fuese. Nuestro camino conduce a Lecco y atraviesa el Adda. Desde allí no hay más de una hora hasta Venecia, si disponemos de buenas monturas.

– A Venecia -dijo ella con un hilo de voz, pues como nunca había ido más allá de los pueblos de alrededor, ese viaje le pareció una aventura enorme y temeraria-. ¿Habías dudado que fuese a ir contigo? -preguntó apretándose contra él-. ¿No he puesto todo en tus manos, mi vida y mi alma? Sólo quiero que me digas el día y la hora de la partida para que esté lista. ¿Ha de ser hoy mismo? Y en Venecia, ¿es cierto que durante el día no entiende uno sus propias palabras por el estrépito que arman los moledores de pimienta en las bóvedas? Y dime, ¿habrá en tu saco de viaje sitio para las cosas que quiero llevar conmigo? Pues, has de saber amado mío, que no soy completamente pobre. Poseo seis platos de estaño, dos grandes y cuatro pequeños, además una ensaladera y dos candelabros, los tres de plata y con el escudo de los Lucardesi. Y también tengo una jarra de agua de cobre, pero es pesada y poco manejable, y quizás no merece la pena llevarla en este viaje a Venecia.

– Esos objetos no me servirán de mucho -dijo Behaim y alzó la cabeza mostrando a la muchacha un semblante sombrío-. Me preguntas por el día y la hora y no te los puedo decir. Mis negocios me reclaman en Venecia, pero han surgido dificultades, las cosas no se ha desarrollado como yo esperaba, en una palabra, estoy preocupado.

Y con gesto de desánimo, alzó los brazos y los volvió a dejar caer.

Niccola le miró desconcertada e inquieta.

– Si tienes preocupaciones, amado mío, déjame que las comparta contigo -le pidió-. No sé si podré serte útil. Pero sé que no hay nada en el mundo que no haría por ti.

Él soltó una risa corta.

– ¡Ah, tú! -dijo-. ¿Cómo podrías ayudarme! Pero puesto que te urge saber lo que me preocupa, no te ocultaré que mis asuntos no van demasiado bien. He dejado de percibir un dinero, una suma considerable que necesito urgentemente; sí, Dios sabe que nunca he tenido tanta necesidad de dinero como ahora y no sé cómo conseguirlo. Puedes imaginar que un viaje como éste…

– Amado mío, créeme, yo no necesito mucho -exclamó Niccola asustada-. Con un poco de pan y un huevo o quizás algunas frutas…

Encogiéndose de hombros Behaim interrumpió su objeción.

– No se trata de lo que vamos a comer -le explicó-. Un viaje como éste supone otros gastos muy considerables. Y cuando haya pagado lo que debo en esta casa, no sé si llegaremos hasta Lecco con lo que me quede y si podré pagar allí nuestra posada.

Y como si le disgustase haberle dicho todo eso, añadió:

– Ahora conoces la situación. ¿Pero me sirve de algo?

Niccola suspiró, miró ante sí y reflexionó.

– ¿Es mucho lo que has dejado de percibir? -preguntó angustiada-. ¿Es una suma importante?

– Cuarenta ducados, sí, es fácil decirlo -respondió Behaim-. Suena insignificante. Pero es increíble la cantidad de dinero que supone cuando hay que conseguirla y no se sabe cómo.

Y se pasó la mano por la frente como uno que se siente agobiado por las preocupaciones.

– Cuarenta ducados -dijo Niccola y durante un rato permaneció callada. Pensó en el dinero de su padre, ese dinero que él quería más que a las niñas de sus ojos y que trataba por todos los medios de mantener oculto, pero ella no ignoraba en qué rincones y agujeros, detrás de qué sillares de la pared y debajo de qué losas del suelo estaba escondido. Leyó preocupación y pesadumbre en el rostro de su amado, pero no le resultó fácil tomar su decisión.