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– Cuarenta ducados -repitió-. Cuarenta ducados. Quizás… sería posible, querido, podría ser que yo supiese procurártelos.

– ¿Tú? -exclamó Behaim y en su voz sonó una excitación alegre-. ¿Hablas en serio? ¿De verdad? ¿Podrías… ¡Por mi alma, en ese caso me libraría de todas las preocupaciones! Pero no puede ser cierto. No puedo creerlo. No hablas en serio.

Ella seguía con sus pensamientos en la casa de su padre.

No cometo ninguna injusticia, se dijo. Debo tomar lo que me corresponde, que Dios me juzgue. Me voy de casa, pero de una dote, por modesta que sea, no querrá ni oír hablar. Ni siquiera me dará provisiones para el viaje. ¡Cuarenta ducados! Es evidente que no tardará en darse cuenta. Recuerda cada trozo de leña que hay en la casa.

Pero ese pensamiento no le asustó. Se veía ya viajando a Venecia.

– Hablo en serio -dijo-. ¿No me crees? ¡Tú no te imaginas lo que sería capaz de hacer por ti!

– Si hablas en serio, si es cierto que puedes conseguir el dinero, ¡no pierdas el tiempo! -le dijo Behaim-. ¡No me hagas esperar! ¡Date prisa!

12

Ludovico Moro, duque de Milán, yacía en su lecho de enfermo en aquella pieza del castillo ducal llamada sala de los Pastores y del Fauno por las escenas representadas en dos tapices flamencos que adornaban sus paredes. Unos pinchazos que sentía en la región del diafragma le inquietaban y una hinchazón de las rodillas le causaba intensos dolores, pero los esfuerzos del médico que había sido llamado apresuradamente y que gozaba de su confianza, sólo le habían procurado hasta ese momento un escaso alivio. Al pie de su lecho se encontraba, sosteniendo en las manos un volumen abierto del Purgatorio, el chambelán ducal Antonio Benincasa a quien se había concedido ese día el honor de recitar al sufriente duque los versos de Dante; acababa de declamar con armoniosa voz el canto undécimo donde el pintor Oderisi lamenta la transitoriedad de la gloria terrenal. En un nicho de la sala estaba sentado, sumido en el estudio de sus papeles, el presidente de la cancillería secreta, Tommaso di Lancia, que había venido para informar al duque acerca de todo lo que había acontecido durante los últimos días en la ciudad de Milán. A su servicio tenía a varias docenas de personas de los más diversos estratos que debían averiguar y referirle a diario lo bueno o malo que se decía en la ciudad, lo que se planeaba o comenzaba, quién había llegado a la ciudad o la había abandonado y cualquier otro hecho notable. Pues era preciso atajar los afanes de la corte francesa que ponía todo su empeño en mermar la fama, el poder y las posesiones del duque y que no parecía escatimar dinero ni promesas de todo género para conseguir sus propósitos. Y se sabía de muchos que poseían rango y prestigio que no dudarían en derribar, en el momento preciso, las puertas de la ciudad para erigir en su lugar arcos de triunfo con los que honrar y glorificar al rey de Francia en su entrada en Milán.

Maese Zabatto, el médico, se encontraba junto a su trípode de cobre calentando sobre unas brasas la mixtura que pensaba administrar al duque. El criado Giamino, un muchacho, estaba preparado para servir el vino al enfermo cuando lo pidiese, para alisar sus almohadas, para traerle compresas frescas y cumplir todas las demás órdenes suyas y del médico.

Fuera, en las galerías y los pasillos, había grupos de chambelanes y consejeros de Estado, dignatarios, funcionarios de la corte, secretarios de las cancillerías y oficiales de ta guardia del palacio, cada uno de ellos a la espera de ser ñamado a la habitación del duque, que podía desear encomendar a uno cierta misión, recabar informes de otro, debatir con un tercero una apremiante cuestión del día y discutir con un cuarto sobre un pasaje oscuro del Purgatorio. De algún lugar llegaban en breves intervalos los acordes de un instrumento de cuerda: el Hinojo, uno de los músicos de la corte, que esperaba como los otros, pasaba el tiempo manteniendo consigo mismo una conversación hecha de melodías interrumpidas que tan pronto sugerían una pregunta, tan pronto parecían dar una respuesta.

Messere Leonardo, que había venido para cobrar en la tesorería una cierta suma que le había sido acordada, se cruzó en la escalera principal con el chambelán Matteo Bossi que estaba al cuidado de la mesa ducal. De él averiguó que el duque enfermo se había puesto en manos del maestro Zabatto y expresó con palabras elocuentes su disgusto por la elección de ese médico cuyos conocimientos y capacidades tenía en muy poca estima; el chambelán le escuchó tosiendo y carraspeando, pues padecía una afección respiratoria y sólo los continuos carraspeos le procuraban un poco de aliento.

– Que ese individuo tenga la audacia de llamarse médico y doctor en anatomía -dijo furioso messere Leonardo-. ¿Pero qué es lo que sabe? ¿Qué conocimientos posee? ¿Acaso puede explicarme por qué el deseo de dormir, al igual que el aburrimiento, nos obliga a realizar ese curioso acto que llamamos bostezo? ¿Puede decirme a qué se debe que la preocupación, la pena y el dolor físico traten de proporcionarnos un cierto alivio haciendo brotar de nuestros ojos un líquido salino en forma de gotas? ¿Y por qué el miedo hace temblar el cuerpo humano en la misma medida que el frío? Preguntádselo y no podrá daros una respuesta. No será capaz de indicaros el número de músculos que se encargan de conservar la movilidad de la lengua para que pueda hablar y alabar a su creador. No podrá deciros el rango y el lugar que ocupa el bazo o el hígado en el funcionamiento del cuerpo humano. ¿Puede explicarme de qué naturaleza es ese maravilloso instrumento, ideado y formado por el supremo artífice… de qué naturaleza es el corazón? Es incapaz. Sólo sabe hacer pastillas y sangrías y quizás poner en su sitio una pierna descoyuntada. Pero para ser médico tendría que tratar de entender antes lo que es el hombre y lo que es la vida.

El chambelán se adhirió a las palabras del enojado Leonardo exponiendo sus propias experiencias:

– Tengo que daros la razón messere Leonardo, pues a mí tampoco me ha sabido ayudar. Pero, a decir verdad, los otros médicos que consulté también estaban in albis. Ahora vivo y cumplo con mis deberes. Pero si mis dolencias se agravan… ¿qué pasará con la mesa ducal? ¿En qué manos se depositará la responsabilidad de su cuidado? ¡Qué horror! ¡Prefiero no pensarlo! Creedme, sólo cuando sea demasiado tarde se dará cuenta su alteza el duque de la clase de servidor que yo era.

Suspiró, estrechó efusivamente la mano de Leonardo y tajó por la escalera tosiendo y carraspeando.

Arriba, en la galería, un grupo de los que esperaban, intentaba acortar el tiempo discutiendo, y después de haber tratado varios temas, se centraron en la cuestión, tantas veces debatida, de qué bienes de la tierra eran capaces de dar a quien que los poseyese el sentimiento de poderse llamar un hombre feliz. El secretario Ferreiro, que estaba encargado de la redacción de los despachos ducales y que estaba tan absorbido por esa tarea que no solía encontrar tiempo para limpiarse la tinta de los dedos, fue el primero en responder a la cuestión.

– Perros, halcones, caza, una buena cuadra… poseer eso sería la felicidad. -Soñó alisando el legajo que tenía en las manos.

– Mis deseos no apuntan tan alto -dijo un joven oficial del la guardia del palacio-. Yo me consideraría dichoso si esta noche pudiese ganar una o dos piezas de oro jugando a la taba.

El consejero de Estado Tiraboschi, que poseía dos viñedos productivos y tenía fama de gran ahorrador, expresó su punto de vista:

– Si pudiese todos los días invitar a mi mesa a tres o cuatro amigos para mantener con ellos conversaciones ingeniosas sobre las artes, las ciencias y el gobierno de los estados, lo consideraría un regalo y una gran dicha. Pero para eso -suspiró- hace falta una mesa bien provista y unos criados aleccionados para servirnos y, por desgracia, carezco de los recursos necesarios para tales lujos.