Los milaneses se entendieron bastante bien con su nuevo amo. «Ya que estamos obligados a tener a ejércitos extranjeros dentro de nuestras murallas -decían-, preferimos los franceses a los españoles. Pues los españoles son seres refunfuñones y hoscos que se pasan el día arrodillados en las iglesias, mientras que los franceses llevan la diversión y el buen humor a donde van. Y en cuanto a su cristianismo, dicen: "¿Servir a Dios? ¿Por qué no? Pero no vamos a olvidar que a veces también es bueno caminar un poco por las sendas del mundo terrenal".»
Joachim Behaim se dirigía por lo tanto a Milán. Pero cuando hizo un alto en Verona y se puso a buscar alojamiento para él y su caballo, le sorprendió el comportamiento sumamente extraño e incomprensible de los habitantes de la ciudad.
Las personas con las que se cruzaba se quedaban mirándole y luego juntaban las cabezas y cuchicheaban. Había algunos que al verle parecían asustarse. Se paraban en el sitio, meneaban las cabezas y se santiguaban una, dos y hasta tres veces como si tratasen de conjurar una desgracia. Otros actuaban con auténtico descaro, le señalaban con el dedo o intentaban por medio de señas, gestos y ademanes atraer sobre él la atención de sus acompañantes.
– ¡Al diablo con ellos! -murmuró-. ¿Qué le pasa a esta gente? Bonita manera de mirarle a uno. ¿Es que no han visto nunca un comerciante alemán que viene de Levante?
En la primera posada que encontró, el posadero le miró fijamente y luego le cerró la puerta en las narices con un «¡Dios me libre!» y se negó a abrirla de nuevo pese a las insistentes llamadas, voces e imprecaciones de Behaim. En la siguiente posada, el patrón también se mostró asombrado y sorprendido por la aparición de Behaim, pero se mantuvo correcto. Lamentaba, dijo, no poderle acoger en su casa, pues estaba completa; ni con la mejor voluntad del mundo podía proporcionarle una habitación, y con mil excusas le empujó hacia la puerta.
Sólo en la tercera posada consiguió Behaim alojamiento para él, y un lugar y un saco de pienso para su caballo. El posadero, sin embargo, también le miró asombrado y asustado; su perplejidad no le dejó pronunciar palabra, pero Behaim le dijo en tono irritado:
– ¿Qué manera es ésa de mirarme? ¿Y cuánto tiempo me vais a tener aquí esperando? Sabed que no tengo un carácter precisamente paciente.
– Ruego al señor me perdone -dijo el posadero serenándose-. Os parecéis a cierta persona que he visto recientemente. Creí tenerla delante de mí, pues el parecido es asombroso.
Luego, cuando hubo conducido a Behaim a su aposento y confiado el caballo a un criado para que lo cepillase, se volvió hacia el sirviente que estaba tan asombrado y asustado como él y le explicó su comportamiento.
– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decirle? Ya se sabe que el mal, lo más abominable y hasta lo perverso es voluntad de Dios y ha sido puesto por él en el mundo.
En ese albergue Behaim entabló conversación con un comerciante tirolés de barba pelirroja que venía de Bolonia y se disponía a regresar a Innsbruck. Mientras cenaban, Behaim descubrió que el comportamiento raro y a veces impertinente de los habitantes de la ciudad no había llamado la atención del comerciante tirolés. Behaim se mostró sorprendido y se quejó de que Verona le agradase tan poco.
– Milán, en cambio, ¡qué ciudad! -dijo-. Allí encontráis inmediatamente compañía, amigos, gente que sabe apreciaros. Allí existen excelentes posadas que están perfectamente provistas de todo lo que uno puede desear; a cualquier hombre de rango puedo recibir en ellas. También hay albergues modestos que son impecables, así cada cual se puede organizar como le conviene a su bolsillo. Pero dondequiera que vayáis a comer os servirán platos de un refinamiento y una abundancia como no se encuentran en ninguna ciudad del mundo. Y conozco en Milán una taberna donde dan un vino con el que se podría resucitar a un muerto. Allí acuden los pintores y otros artistas y yo tenía un trato muy cordial con ellos.
Guardó silencio y pensó en los tiempos pasados.
Tras llegar a Milán después de algunos incidentes enojosos, buscó en seguida la posada de los Tres Moros donde solía parar la gente distinguida. Pensaba hospedarse allí y tratar de establecer contacto con los nobles franceses a quienes tenía intención de vender sus piedras preciosas.
El posadero que también tenía el aspecto y los ademanes de un noble, le recibió con cortesía. Behaim se mostró satisfecho con el aposento que le asignaron y los precios que le dijeron y encargó que le subieran a su habitación la cena y una infusión para dormir, pues pensaba acostarse temprano.
Cuando hubieron quitado la mesa y Behaim terminó de tomarse la infusión, llamaron de nuevo a su puerta y el posadero entró en el aposento.
– Disculpad, señor -se excusó- de que venga aunque tengáis todo el aspecto de estar cansado. Quisiera preguntaros si la gente no os miraba a veces de manera extraña cuando os dirigíais hacia aquí.
– Sí -dijo Behaim-. Eso me ha ocurrido cien veces, pero no sólo aquí en Milán, sino ya en Verona y también en los pueblos que tuve que atravesar.
– Si me permitís que os dé un consejo -siguió hablando el posadero-, dejad que os afeiten la barba o que le den otra forma. Hoy ya no se estilan esas barbas.
– ¡Ni pensarlo! -se enojó Behaim, pues estaba orgulloso de su cuidada barba que todavía no tenía un solo pelo gris-. Que me mire la gente como le dé la gana, poco me importa.
– Haced lo que os plazca, señor -dijo el posadero, pero fio se marchó, y después de reflexionar un momento, preguntó-: No habréis visitado todavía a los monjes del convento de Santa María delle Grazie, ¿verdad?
– No. ¿Qué tengo yo que ver con esos monjes? -Se asombró Behaim.
– En el refectorio de ese convento -explicó el posadero-, se encuentra la famosa Cena del maestro Leonardo, el Florentino, y ésa, señor, es una obra que hay que ver sin falta. Seguramente os habréis cruzado alguna vez con ese Leonardo.
– Sí -dijo Behaim-. Traté a menudo con él, y si no me falla la memoria, me invitó a comer o me hizo algún otro honor. ¿Se encuentra en Milán?
– No, ya hace tiempo que no vive en nuestra ciudad; dicen que está de viaje -le informó el posadero-. Pero volviendo sobre la Cena…, desde hace años vienen las gentes a millares a contemplarla, y no sólo acude todo Milán y toda la Lombardía, no, también vienen de Venecia, del ducado de Mantua, de las Marcas, de la Romana y de más lejos todavía. Vienen jóvenes y viejos, hombres y mujeres, incluso se dejan traer en parihuelas. Entran en el refectorio vestidos con sus trajes de domingo como quien asiste a una fiesta solemne. Y vienen los campesinos de los pueblos, y ellos también se ponen sus mejores galas para contemplar esa Cena, y cuentan, que uno de ellos trajo consigo a su burro engalanado. ¡Escuchad mi consejo, señor, id a verla! ¡Sí, verdaderamente deberíais hacerlo!
Y con esas palabras se despidió.
A la mañana siguiente, cuando Behaim se hallaba delante de la Cena en el refectorio del convento y, tras haber contemplado a Cristo y Simón Pedro, dejó caer su mirada sobre el Judas que sostenía la bolsa en la mano, sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.
«¡Dios bendito! -se dijo anonadado-. ¿Estoy soñando o qué pasa aquí? ¡Por mi alma que esto es una tropelía, una tropelía infame! ¡Cómo se ha atrevido?»
Miró entorno suyo en busca de simpatía y comprensión por lo que le habían hecho. A pesar de la hora temprana, había numerosos visitantes en el refectorio y todos le miraban, le veían allí, delante del Judas, y nadie abría la boca, remaba un silencio absoluto, como en la iglesia, cuando la campanilla anuncia la consagración. Pero luego, cuando abandonó enfurecido el refectorio y salió al exterior tan rápido como pudo -pues no quería seguir siendo el blanco de esas miradas-, sólo entonces empezaron los presentes a hablar y a llamarse los unos a los otros: