Sin embargo, habría ido en contra de su carácter voluntarioso tener que aceptar que había sucumbido a semejante hechizo y que el deseo de volver a ver a esa muchacha y de llegar a conocerla le retenía en Milán. En las mujeres y las muchachas que había encontrado hasta entonces en su país o en tierras extranjeras sólo había visto a donantes de breves alegrías, criaturas hechas para pasar un buen rato. Amor no había sentido por ninguna de ellas. Y que se hubiese enamorado seriamente esa vez, era algo que no quería reconocer, y por eso se decía constantemente que, desde luego, no se quedaba en Milán por aquella muchacha, eso era ridículo, eso era no conocerle, la muchacha era lo de menos, al fin y al cabo, hacía tiempo que pensaba cobrar en esa ciudad una vieja deuda y, después de tantos años de requerimientos y de espera inútil, no estaba dispuesto a perder la ocasión de recuperar su dinero, y nadie podía pretender que renunciase, sin más ni más, a una reivindicación incuestionable y a un derecho más que evidente, él no era de ésos, y los derechos eran los derechos…, y todo eso se lo repitió hasta que por fin se convenció de que sólo esa cuestión y no otra le retenía en Milán.
En cuanto a la joven milanesa que, sin sospecharlo, le había sumido en semejante desasosiego, y que se había cruzado con él en la calle de San Jacobo que bordea el mercado de frutas y verduras, a la hora del Ave María, en un momento en que la gente se agolpaba más de lo habitual en esa calle, pues a los que la cruzaban para comprar en el mercado sus zanahorias, coles, manzanas, higos o aceitunas se sumaban aquellos que salían de oír misa de las iglesias vecinas. Al principio, no había reparado en la muchacha y quizás habría pasado por su lado sin prestarle atención, sobre todo porque ella llevaba la cabeza baja como era la costumbre, mientras que él pensaba en la venta de sus caballos. Entonces oyó, procedentes del mercado, las notas de la canción, y al mirar en la dirección de donde venían, vio, en medio del ruido y ajetreo del mercado, entre cestos de uvas y carros de verduras, a un hombre que estaba de pie sobre un tonel de col y que, rodeado de burros que rebuznaban, campesinos que discutían, mujeres que regateaban y gatos que corrían de un lado para otro, cantaba su canción con voz melodiosa, imperturbable como si estuviese completamente solo en la plaza y reinase el silencio alrededor y, mientras cantaba, movía los dedos como si tañese las cuerdas de una lira…, y eso hizo reír a Joachim Behaim, hasta que se dio cuenta de que el extraño personaje miraba con una expresión expectante en su dirección, es decir en la de Joachim Behaim, y al volver la cabeza descubrió a la muchacha.
En seguida comprendió que la canción sólo podía estar dirigida a ella. La muchacha se había detenido y sonreía. Su sonrisa era especial, expresaba reconocimiento, saludo, timidez y un poco de alegría, regocijo y un cierto agradecimiento. Con un movimiento de la cabeza apenas perceptible hizo una seña al cantante que estaba sobre el tonel de col. Después se volvió, sonriendo todavía, y su mirada cayó sobre Joachim Behaim que estaba allí fascinado, contemplándola con unos ojos en los que se podía leer la declaración de una pasión impetuosa. Ella le miró con curiosidad, y la sonrisa que aún no había desaparecido de su rostro se convirtió en una sonrisa distinta que ahora le dedicaba a él.
Se miraron mutuamente. Sus labios estaban cerrados, sus semblantes eran como los de personas que no se conocen, pero sus ojos hacían peguntas:
¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adonde vas? ¿Me querrás?
Luego los ojos de ella se separaron de los suyos como separa uno de un abrazo, inclinó levemente la cabeza y a instante se alejó.
Joachim Behaim que parecía despertar de un encantamiento, corrió tras ella; no la quería perder de vista, y mientras la seguía todo lo deprisa que podía mascullando furioso muchos «¡diantre!» y «¡maldita sea!» porque como siempre que tenía prisa, se cruzaban en su camino todos los mozos de cuerda y muleros, vio en la calle justo delante de sus pies, un pañuelo. Lo recogió del suelo y lo deslizó ente sus dedos, pues en cuestión de pañuelos, ya fuesen de lira o de seda, procediesen de Flandes, de Florencia o de Levante, era un experto y no necesitaba examinar el que tenía en la mano para saber que era de ese lino finamente tejido, de brillo sedoso, que llamaban boccaccino en el comercio y que las mujeres y las muchachas de Milán llevaban, porque así lo exigía la moda, prendidos a un lado de sus vestidos, hasta medio dormido podría haber dicho en el acto a cuánto salía una vara de ese boccaccino. También le parecía evidente que la muchacha había dejado caer el pañuelo a propósito; él debía recogerlo del suelo y entregárselo, ella se detendría y se haría la sorprendida, «Sí, en efecto, señor, es mi pañuelo, no me había dado cuenta de que lo había perdido, os doy las gracias, señor, ¿dónde lo habéis encontrado?». Y para entonces ya estarían en plena conversación. De tales pequeñas artimañas y trucos se servían las mujeres, tanto en el sur como en el norte y, desde luego, también las milanesas, de las que se decía que habían sido dotadas por la naturaleza de un carácter alegre y que siempre estaban dispuestas a amar y dejarse amar.
Una Anita adorable, dijo para sí, pues cada muchacha que le gustaba era para él una «Anita», aunque luego resultase llamarse Giovanna, Maddalena, Beatrice, o si vivía en los países de Oriente, Fatima o Dschulnar, para él seguía siendo «Anita». Ahora no hay tiempo que perder, se dijo a sí mismo, pero en el mismo instante se dio cuenta de que la muchacha ya no caminaba delante de él, ya no veía a su Anita, había desaparecido, y eso le desconcertó y confundió tanto que, con el pañuelo en la mano, se dejó durante unos instantes increpar y empujar de un lado a otro por los muleros y los porteadores, hasta que por fin comprendió que su aventura, que tan prometedoramente había comenzado, terminaba nada más empezar.
«La culpa será suya y no mía, si no recupera el pañuelo -pensó contrariado-; del mejor boccaccino y apenas usado, ¡cómo lo puede abandonar así! ¿Por qué tenía tanta prisa? ¡Al menos podría haberse vuelto una vez! ¡Dios santo, esos ojos, ese rostro! ¡Maldita sea debería haberla seguido más deprisa!»