El tabernero tomó la jarra de Behaim para volverla a llenar. El hombre del que había hablado estaba recostado en su asiento con los ojos dirigidos hacia las vigas ennegrecidas del techo donde colgaban las salchichas de tocino. Entonces se dirigió a su compañero de mesa.
– Tenéis razón -dijo- al reprocharme que os fatigo con versos que ya conocéis. Por eso acabo de componer unos nuevos que quizás no os desagraden del todo. Escuchad, pues, la balada de las cosas que conozco y de una cosa que no conozco.
– Escuchad la nueva balada de Mancino de las cosas que… ¡Vamos! ¡Empieza! ¡Ya estamos callados, somos todo oídos! -exclamó el compañero de mesa que estaba sentado a su izquierda.
El tabernero que regresaba con la jarra llena de vino se detuvo en la puerta para ver lo que ocurría.
– Sin embargo, se encuentra en esta sala un caballero -prosiguió Mancino, inclinándose hacia la mesa de Behaim- a quien nadie conoce y que quizás no siente deseo alguno de escuchar mis versos. Quizás desea beber su vino en paz.
Behaim, que al ver que todos le miraban, comprendió que hablaban de él, se levantó al instante y le aseguró que, al igual que los demás, estaba deseoso de escuchar sus versos. Añadió que encontraba escaso placer en beber su vino en solitario y que había venido con la esperanza de intervenir en alguna conversación divertida. Y luego dijo su nombre: Joachim Behaim.
– ¡Basta de cumplidos! -le animó uno de los camaradas de Mancino, un hombre calvo que lucía un mostacho canoso-. Sentaos con nosotros y beberemos y pasaremos un buen rato juntos. Yo me llamo Giambattista Simoni, soy escultor en madera y podéis ver un Cristo juvenil mío en la catedral, justo a la derecha de la puerta principal, en la primera capilla lateral. Aquí en el Cordero soy el maestro de los novicios.
– Que el diablo me lleve si no averiguo ahora dónde puedo encontrar a esa Anita -murmuró Behaim; luego, con la silla en una mano y la barreta en la otra, se acercó a la mesa y dijo de nuevo que se llamaba Joachim Behaim. Oyó cómo le decían los otros nombres, que olvidó al instante, y se sentó junto al escultor calvo que se había llamado a sí mismo maestro de novicios.
– ¡Porque nos conozcamos más de cerca! -dijo éste levantando la copa-. ¿Habéis estado ya en la catedral? -preguntó seguidamente, pues como buen milanés estaba orgulloso del emblema que había erigido la ciudad en honor de Dios y en el suyo propio.
– No. He oído misa en la iglesia de los hermanos predicadores -le explicó Behaim-. Se hallaba en un lugar cómodo para mí y sólo tenía que recorrer unos pocos metros. Claro que eso ya se acabó. Pues donde vivo ahora tengo la iglesia de San Jacobo, pero no está tan cerca. Hoy precisamente he dejado mi posada del callejón de los Orfebres.
Y tras responder y haber satisfecho la curiosidad del maestro de novicios, se inclinó sobre la mesa y trató de entablar una conversación con Mancino.
– Señor -comenzó-, si no me engaña la memoria, os vi hace unos días en el mercado…
– ¿Qué se le ofrece, al caballero? -preguntó Mancino que estaba puliendo mentalmente sus versos.
– En el mercado de las verduras. Estabais un poco elevado, es decir, sobre un tonel de col…
– La balada de las cosas que conozco -dijo Mancino Poniéndose en pie-. Tiene tres estrofas, seguidas, como siempre, de un breve estribillo.
– … y cantabais -siguió insistiendo el alemán-. Y la muchacha que pasaba por allí…
– ¡Silencio! ¡Silencio para Mancino! -gritó en ese instante el maestro cantero desde la mesa contigua con tal derroche de voz que el hermano Luca, que seguía enfrascado en sus dibujos geométricos, dio un respingo. El tabernero que se disponía a llenar de vino el vaso de estaño del alemán, se quedó con la jarra alzada, rígido como una estatua.
Mancino se había subido encima de su silla. La luz mortecina de la lámpara caía sobre su rostro lleno de surcos. Todo estaba en silencio, sólo se oían los lamentos y gemidos de las almas en pena en la chimenea. Y comenzó:
El tabernero bajó la jarra que ya le pesaba demasiado. Los dos maestros canteros estaban sentados como titanes cansados con la mirada fija en sus almadreñas; uno apoyaba la barbilla en su puño, el otro la frente. El hermano Luca había levantado su cabeza de sabio. Sin darse cuenta, marcaba con la tiza en la mano el ritmo de los versos. Y Mancino prosiguió:
– Ése era el resumen -dijo bajando de la silla de un salto -. Contiene in nuce todo lo que tenía que decir sobre este asunto, y las tres estrofas precedentes sobraban como la mayor parte de lo que fluye de la boca y de la pluma de los poetas. Pero yo estoy disculpado. Lo que me importaba era la cena.