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Ender volvió a asentir con la cabeza.

—No, no sabes nada. Todos los reclutas sois iguales. No sabéis nada. Cabezas como el espacio. No tenéis nada ahí. Y si recibís un golpe, os desmoronáis. Escucha, cuando acabes como yo, no olvides que hubo alguien que te lo advirtió. Es lo último que alguien va a hacer por ti.

—¿Por qué me lo dices entonces? —preguntó Ender.

—¡No seas bocazas! ¡Come y calla!

Ender se calló y comió. No le gustaba Mick. Y sabía que no había ninguna posibilidad de que acabara como él. Quizá fuera eso lo que habían planeado los profesores, pero Ender no tenía ninguna intención de encajar en sus planes.

«No seré el insector de mi grupo —pensó Ender—. No he dejado a Valentine, a mamá y a papá para venir aquí simplemente para salir frito.»

Cuando se llevaba el tenedor a la boca, sintió a su familia alrededor, como habían estado siempre. Sabía a qué lado tenía que girar la cabeza para levantar la vista y ver a mamá intentando que Valentine no hiciera ruido al comer. Sabía exactamente dónde estaría papá, escudriñando las noticias de la mesa mientras hacía ver que tomaba parte en la conversación, y Peter, haciendo como que se sacaba de la nariz un guisante triturado; incluso Peter podía ser divertido.

Era un error pensar en ellos. Sintió que le subía un sollozo por la garganta y se lo tragó; no podía ver el plato.

No podía llorar. No había ninguna posibilidad de que tuvieran compasión de él. Dap no era mamá. Cualquier signo de debilidad diría a los Peter y a los Stilson que podían destrozarle. Ender hizo lo que hacía siempre cuando Peter le atormentaba. Se puso a contar dobles. Uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro. Y así siguió mientras pudo retener los números en la cabeza; 128, 256, 512, 1024, 2048, 4096, 8192, 16384, 32768, 65536, 131072, 262144. En el 67108864 comenzó a dudar. ¿Se había comido un dígito? ¿Estaba en los diez millones o en los cien millones o sólo en los millones? Intentó hacer un doble más y se perdió, 1342 y algo más, ¿16? ¿o 17738? Lo había perdido. A comenzar otra vez. Todos los dobles que pudiera memorizar. El dolor había desaparecido. Las lágrimas habían desaparecido. No lloraría.

Hasta esa noche, cuando las luces se hicieron mortecinas y oyó en la distancia a varios niños llamando entre sollozos a sus madres, sus padres o sus perros. No pudo evitarlo. Sus labios formaron el nombre de Valentine. Oía su voz riendo en la distancia, allá abajo, en el recibidor. Veía a su madre pasar por su puerta y mirar para comprobar que todo estaba en orden. Oía a su padre reír al lado del vídeo. Era todo tan claro, y sin embargo sabía que eso no volvería nunca, … «Cuando vuelva a verlos otra vez seré mayor, doce años como mínimo. ¿Por qué dije sí? ¿Por qué fui tan estúpido? Ir a la escuela no era nada. Encontrarse con Stilson todos los días. Y con Peter.» Era un mierda. Ender no le tenía miedo.

«Quiero irme a casa», susurró.

Pero su susurro era el mismo que utilizaba al gritar de dolor cuando Peter le atormentaba. El sonido no llegaba más allá de sus oídos, y algunas veces ni siquiera tan lejos.

Y sus lágrimas cayeron en la sábana, pero los sollozos eran tan leves que no zarandeaba la cama; tan tenues que nadie podía oírlos. Pero el dolor estaba allí, espeso en la garganta y la cara, caliente en el pecho y los ojos. «Quiero irme a casa…»

Dap entró esa noche y se movió sigilosamente entre las camas, tocando una mano aquí y otra allá. Por donde pasaba se oían más sollozos, no menos. Un contacto cordial en ese lugar de terror era suficiente para poner a algunos al borde de las lágrimas. No a Ender, sin embargo. Cuando Dap se acercó, los sollozos habían pasado, y su cara estaba seca. Era la cara falsa que presentaba a su madre y a su padre cuando Peter había sido cruel con él y no se atrevía a hacerlo saber.

«Gracias, Peter. Por los ojos secos y los sollozos callados. Me has enseñado a ocultar mis sentimientos. Ahora lo necesitaba más que nunca.»

Había escuela. Todos los días, horas de clases. Lectura. Números. Historia. Vídeos de batallas sangrientas en el espacio, los marinos rociando con sus tripas las paredes de las naves de los insectores. Holografías de guerras limpias de la flota, naves convirtiéndose en orlas de luz cuando las astronaves se aniquilaban diestramente en la noche profunda. Muchas cosas que aprender. Ender trabajó con tanto ahínco como cualquiera; todos ellos luchaban por primera vez en su vida, pues por primera vez en su vida competían con compañeros de clase que eran como mínimo tan brillantes como ellos.

Pero los juegos… vivían para eso. Era lo que llenaba las horas comprendidas entre la vigilia y el sueño.

Dap les llevó a la sala de juegos el segundo día. Estaba arriba, encima de la cubierta donde los chicos vivían y trabajaban. Subieron escalerillas hasta donde la gravedad se debilitaba, y allí, en la caverna, vieron las luces deslumbrantes de los juegos.

Algunos juegos eran conocidos para ellos; algunos, incluso los habían jugado en sus casas. Fáciles y difíciles. Ender pasó los juegos bidimensionales de vídeo y comenzó a estudiar los juegos que jugaban los chicos mayores, los juegos holográficos con objetos suspendidos en el aire. Era el único recluta de esa parte de la sala, y de vez en cuando un chico mayor le apartaba de su camino a empujones. «¿Qué haces aquí? ¡Piérdete! ¡Levanta el vuelo!» Y, naturalmente, levantaba el vuelo; en la atenuada gravedad de ese lugar, dejaba de hacer pie en el suelo y planeaba hasta que chocaba con algo o con alguien.

Una y otra vez, sin embargo, salía del atolladero y volvía, quizás a un sitio diferente, para ver el juego desde un ángulo distinto. Era demasiado pequeño para ver los controles, para descubrir cómo se jugaba. Eso no importaba. Repetía con su cuerpo los movimientos del juego. Cómo excavaba el jugador túneles en la oscuridad, túneles de luz que las naves enemigas escudriñarían y después seguirían sin piedad hasta atrapar la nave del jugador. El jugador podía tender trampas: minas, bombas a la deriva, tirabuzones en el aire que forzaban a las naves enemigas a repetirlos interminablemente. Algunos jugadores eran más listos. Otros perdían rápidamente.

A Ender le gustaba más cuando jugaban dos chicos, uno contra el otro. Entonces, cada uno tenía que utilizar los túneles del otro, y rápidamente se ponía de manifiesto cuál de los dos valía algo como estratega.

Al cabo de una hora más o menos, empezó a hastiarle. Ender ya conocía los movimientos de rutina. Conocía las reglas que seguía el ordenador y sabía por lo tanto que, una vez que dominara los controles, estaría en disposición de anticiparse a las maniobras del enemigo. Hacer espirales cuando el enemigo estaba aquí; bucles cuando el enemigo estaba allá; quedarse a la espera en una trampa; tender siete trampas y luego hacer que cayeran en ellas. No era en absoluto estimulante. Era sólo cuestión de jugar hasta que el ordenador fuera tan rápido que los reflejos humanos no pudiesen competir con él. No era nada divertido. Quería jugar contra los otros chicos. Los chicos que estaban tan entrenados por el ordenador que incluso cuando jugaban uno contra otro intentaban emularle. Pensar como una máquina en vez de como un chico. Podría vencerles de esta forma, podría vencerles de esa forma.

—Te echo una partida —dijo al chico que acababa de vencer.

—¿Pero qué es esto? —dijo el chico—, ¿Es un insecto o un insector?

—Acaba de embarcar un rebaño de enanitos —dijo otro chico.

—Pero hablan. ¿Sabíais que podían hablar?

—Ya veo —dijo Ender—. Tienes miedo de jugar contra mí al mejor de tres juegos.

—Ganarte —dijo el chico— sería más fácil que mear en la ducha.

—Y ni la mitad de divertido —dijo otro.

—Soy Ender Wiggin.