—Escucha bien, carachicle. Eres nadie. ¿Entendido? Eres nadie. ¿Entendido? No eres alguien hasta que mates. ¿Entendido?
La forma de hablar de los chicos mayores tenía su ritmo propio. Ender lo cogió con rapidez.
—Si soy nadie, dime por qué te asusta jugarme al mejor de tres.
Ahora los otros chicos estaban impacientes.
—Termina con el mequetrefe ya y acabemos.
Ender ocupó su sitio en los desconocidos controles. Sus manos eran pequeñas, pero los controles eran bastante sencillos. Sólo necesitó unas pocas prácticas para descubrir qué botones disparaban determinadas armas. El control del movimiento era una bola normal. Sus reflejos eran lentos al principio. El otro chico, del que todavía no sabía el nombre, tomó la delantera rápidamente. Pero Ender aprendió mucho y cuando el juego llegaba a su fin lo estaba haciendo mucho mejor.
—¿Satisfecho, recluta?
—Al mejor de tres.
—No se permite jugar al mejor de tres.
—Me has ganado la primera vez que me pongo a jugar —dijo Ender—. Si no puedes ganarme dos veces, es como si no me hubieras ganado.
Jugaron otra vez, y esta vez Ender fue lo suficientemente diestro como para sacar adelante unas cuantas maniobras que estaba claro que el otro chico no había visto nunca. Sus pautas repetitivas no pudieron hacer nada. Ender no ganó con facilidad, pero ganó.
Entonces, los chicos mayores dejaron de reír y hacer chistes. El tercer juego se desarrolló en el más completo silencio. Ender lo ganó con rapidez y brillantez.
Cuando el juego acabó, uno de los chicos mayores dijo:
—Hora de que cambien esta máquina. Si sigue aquí, cualquier cerebro de mosquito puede ganar.
Ni una sola palabra de felicitación. El silencio más completo cuando Ender se marchó.
No se fue lejos. Se paró a una distancia prudencial y observó que los siguientes jugadores intentaban poner en práctica lo que les había enseñado. «¿Cerebro de mosquito? —Ender se rió para sus adentros—. No me olvidarán.»
Se sentía bien. Había ganado algo, y contra chicos mayores. Probablemente no al mejor, pero ya nunca más tendría la sensación sobrecogedora de que no daba la talla, de que la Escuela de Batalla era demasiado para él. Lo único que tenía que hacer era observar el juego y entender cómo funcionaba todo, y luego podría usar el sistema, e incluso sobresalir.
Esperar y observar era lo que más le costaba. Porque mientras tanto tenía que aguantar. El chico al que rompió el brazo buscaba la venganza. Su nombre, que Ender aprendió rápidamente, era Bernard. Pronunciaba su propio nombre con acento francés, pues los franceses, con su arrogante separatismo, insistían en que la enseñanza del Normalizado no empezara hasta la edad de cuatro años, cuando las pautas de la lengua francesa ya se habían establecido. Su acento le hacía exótico e interesante; su brazo roto le convertía en un mártir; su sadismo le convertía en un foco natural para todos aquellos a los que les gustaba ver sufrir a los demás.
Ender se convirtió en su enemigo.
Cosas sin importancia. Dar una patada a su cama cada vez que entraba y salía por la puerta. Darle empujones con la bandeja de comida. Ponerle la zancadilla en las escalerillas. Ender aprendió rápidamente a no dejar nada fuera de sus casilleros; también aprendió a levantarse rápidamente, a agarrarse. Maladroit, le llamó Bernard una vez, y se quedó con ese nombre.
Algunas veces Ender se enfurecía. Naturalmente, con Bernard la rabia era inadecuada. Se limitaba a comportarse como lo que era: un torturador. Lo que enfurecía a Ender era ver que los demás le seguían de buena gana. Indudablemente, sabían que la venganza de Bernard no era justa. Indudablemente, sabían que era él quien había golpeado primero a Ender en el transbordador, que Ender se había limitado a responder a la violencia. Si lo sabían, actuaban como si no lo supieran; incluso en el caso de que no lo supieran, el comportamiento de Bernard debería haber sido suficiente para que supieran que era una serpiente.
Al fin y al cabo, Ender no era su único blanco. Bernard estaba erigiendo un reino.
Ender observaba desde las afueras del grupo cómo Bernard establecía las jerarquías. Algunos chicos le eran útiles, y les adulaba descaradamente. A otros eran criados de buena gana, y hacían lo que quería aunque les trataba despreciativamente.
Pero unos pocos chocaban con el reinado de Bernard.
Ender, observando, supo quién guardaba rencor a Bernard. Shen era pequeño, ambicioso y fácil de provocar. Bernard lo había descubierto rápidamente, y empezó a llamarle Gusano.
—Porque es tan pequeño —decía Bernard —y porque colea. Mirad cómo balancea el trasero al andar.
Shen se encolerizaba, pero sólo conseguía que se rieran más alto.
—Mirad ese trasero. Te veo, Gusano.
Ender no dijo nada a Shen; sería demasiado obvio que estaba formando su propia banda rival. Se limitó a sentarse con la consola en las rodillas, dando la impresión de que estudiaba.
No estudiaba. Decía a su consola que se dedicara a enviar un mensaje a la cola de interrupciones cada treinta segundos. El mensaje iba dirigido a todos, y era claro y conciso. Lo más duro había sido descubrir cómo ocultar de quién procedía, como hacían los profesores. En los mensajes procedentes de un chico, siempre quedaba insertado automáticamente su nombre. Ender no había descubierto todavía el sistema de segundad de los profesores, por lo que no podía hacer creer que se trataba de un profesor. Pero sí había podido crear un fichero de un estudiante no existente, al que dio el peregrino nombre de Dios.
Sólo cuando el mensaje estaba listo para salir, intentó cruzar su mirada con la de Shen. Al igual que los demás chicos, estaba mirando a Bernard y a sus amigotes, reír y hacer chistes, mofándose del profesor de matemáticas, que solía pararse en la mitad de una frase y mirar a todas partes como si se hubiera bajado del autobús en una parada equivocada y no supiera dónde estaba.
En un determinado momento, Shen apartó la vista de ellos y miró en torno suyo. Ender hizo un gesto con la cabeza, señalando la consola, y se rió. Shen parecía desconcertado. Ender alzó su consola un poco y volvió a señalarla. Shen se levantó a coger la suya. Ender envió el mensaje entonces, Shen lo vio casi en ese mismo momento. Lo leyó y después se rió en voz alta. Miró a Ender como diciendo «¿Has sido tú?». Ender se encogió de hombros, como diciendo: «No sé quién ha sido, pero desde luego no he sido yo.»
Shen se rió otra vez, y unos cuantos chicos que no estaban cerca del grupo de Bernard sacaron sus consolas y miraron. El mensaje aparecía en todas las consolas cada treinta segundos, desfilaba por la pantalla rápidamente y luego desaparecía. Los chicos se rieron al unísono.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó Bernard.
Ender tuvo cuidado de no reírse cuando Bernard recorrió el dormitorio con la mirada, imitando el miedo que le tenían tantos otros. Naturalmente, Shen sonrió de la forma más desafiante. Bernard dijo a uno de sus chicos que trajera una consola. Todos leyeron el mensaje a la vez.
TÁPATE EL TRASERO. BERNARD VIGILA.
Bernard se puso colorado de rabia.
—¿Quién ha sido? —gritó.
—Dios —dijo Shen.
—Todo el mundo sabe que no has sido tú —dijo Bernard—. Demasiado cerebro para un gusano.
El mensaje de Ender expiró al cabo de cinco minutos. Poco tiempo después salió en su consola un mensaje de Bernard.
SÉ QUE HAS SIDO TU.
Ender no levantó la vista. Actuaba como si no hubiera visto el mensaje. «Bernard sólo quiere pillarme con cara de culpable. No sabe nada.»
Naturalmente, no importaba que lo supiera o no. Bernard le iba a mortificar aún más que antes, porque tenía que restablecer su posición. Si algo no podía consentir, era que los otros chicos se rieran de él. Tenía que poner en claro quién era el jefe. En consecuencia, esa mañana Ender fue derribado en la ducha. Uno de los chicos de Bernard hizo como que tropezaba con él y se las apañó para plantarle la rodilla en el vientre. Ender lo aguantó en silencio. En lo que a la guerra abierta se refiere, estaba todavía en la fase de observación. No haría nada.