Pero en la otra guerra, la guerra de las consolas, su segundo ataque ya había surtido efecto.
Cuando volvió de la ducha, Bernard, encolerizado, daba patadas a las camas y chillaba a los chicos: «¡Yo no lo he escrito! ¡Cállate!»
Por todas las consolas de los chicos desfilaba constantemente este mensaje:
TU TRASERO, DÉJAME BESARLO.
«¡Yo no he escrito ese mensaje!», gritaba Bernard. Al cabo de un buen rato de sus gritos apareció Dap en la puerta.
—¿Qué alboroto es este? —preguntó.
—Alguien ha estado escribiendo mensajes utilizando mi nombre —Bernard respondió con brusquedad.
—¿Qué mensaje?
—¡El mensaje no importa!
—Me importa a mí.
Dap cogió la consola más cercana, que era precisamente la del chico que ocupaba la litera de encima de Bernard. Lo leyó, esbozó una sonrisa y devolvió la consola.
—Interesante. Ya sé quién ha sido —dijo Dap.
«Sí —pensó Ender—, el sistema era demasiado fácil de vulnerar, estaba hecho para que lo infringiéramos, o por lo menos alguna sección. Saben que he sido yo.»
—Dígame quién ha sido —gritó Bernard.
—¿Me está gritando, soldado? —preguntó Dap, suavemente.
El estado de ánimo de la estancia cambió de repente.
La rabia de los amigos más cercanos de Bernard y la hilaridad apenas contenida del resto dieron paso a la más absoluta seriedad. La autoridad iba a pronunciarse.
—No, señor —dijo Bernard.
—Todo el mundo sabe que el sistema pone automáticamente el nombre del remitente.
—¡Yo no he escrito eso! —dijo Bernard.
—¿Gritando otra vez? —preguntó Dap.
—Ayer, alguien mandó un mensaje firmado con el nombre DIOS —dijo Bernard.
—¿Ah, sí? —dijo Dap—. No sabía que hubiera ingresado en el sistema.
Dap se dio la vuelta y se marchó, y el dormitorio se llenó de carcajadas.
El intento de Bernard de convertirse en el dirigente del dormitorio había fallado. Sólo unos pocos siguieron con él. Pero eran los peores. Y Ender sabía que mientras tuviera que estar alerta, su vida allí iba a ser muy dura. De todas formas, la intromisión en el sistema había dado los resultados esperados. Había detenido a Bernard, y los chicos que merecían la pena se habían librado de él. Y Ender lo había logrado sin mandarle al hospital, eso era lo más importante. Mucho mejor así.
Luego se aplicó seriamente a la tarea de diseñar un sistema de seguridad para su propia consola, pues estaba claro que las salvaguardias incorporadas en el sistema eran inadecuadas. Si podía violarlas un niño de seis años, estaba claro que habían sido puestas ahí como un juego, que no eran un sistema de seguridad serio. «Otro juego más que nos han montado los profesores. Pero ésta es mi especialidad.»
—¿Cómo lo hiciste? —le preguntó Shen durante el desayuno.
Ender advirtió que era la primera vez que se sentaba a comer con él un recluta de su propia clase.
—¿Hacer qué? —preguntó.
—Enviar un mensaje con un nombre falso. Y con el nombre de Bernard. Ahora le llaman Miraculos. Sólo Mirón delante de los profesores, pero todo el mundo sabe qué mira.
—Pobre Bernard —murmuró Ender—. ¡Es tan sensible!
—Venga, Ender. Tú violaste el sistema. ¿Cómo lo hiciste?
Ender negó con la cabeza y sonrió.
—Gracias por creer que soy tan brillante como para hacer eso. Dio la casualidad de que lo vi el primero, nada más.
—Vale, no tienes obligación de decírmelo —dijo Shen—. De todas formas, fue fenomenal. Comieron un rato en silencio.
—¿Meneo el culo al andar?
—No —dijo Ender—. Un poco nada más. No des pasos tan largos y ya está. Shen asintió con la cabeza.
—Bernard ha sido el único que lo ha notado —dijo Shen—. Es un cerdo.
Ender se encogió de hombros.
—Bien mirado, los cerdos no son tan malos. Shen se rió.
—Tienes razón. Era injusto con los cerdos.
Se rieron al unísono, y se les unieron otros dos reclutas. El aislamiento de Ender había terminado. La guerra estaba tan sólo empezando.
6
LA BEBIDA DEL GIGANTE
—Hemos sufrido ya muchos desengaños; perseverando año tras año, esperando que salgan adelante, y luego no lo logran. Es interesante lo de Ender: está decidido a salir frito antes de cumplir los primeros seis meses.
—¿Ah, sí?
—¿Es que no ve lo que está pasando? Está atascado en la Bebida del Gigante, en el juego. Ese chico debe de ser suicida. No me había hecho ningún comentario al respecto.
—Todos llegan al Gigante alguna vez.
—Pero Ender no le va a dejar en paz. Como Pinual.
—Todos se parecen a Pinual en un momento u otro. Pero sólo Pinual se ha suicidado. No creo que tenga nada que ver con la Bebida del Gigante.
—Es mi vida lo que se está jugando en este asunto. Y fíjese lo que ha hecho con su grupo de lanzamiento. —Sabe que no es culpa suya.
—No me importa. Culpable o no, Ender está envenenando a ese grupo. Se supone que iban a formar un grupo compacto, y allá donde va se abre un abismo insalvable.
—De todas formas, no tengo intención de dejarle ahí mucho tiempo.
—Pues mejor que cambie de intención. Ese grupo de lanzamiento está enfermo, y él es la causa de la enfermedad. Seguirá ahí hasta que estén curados.
—La causa de la enfermedad soy yo. Le he aislado, y la cosa ha funcionado.
—Dele tiempo. Para ver qué hace al respecto.
—No tenemos tiempo.
—No tenemos tiempo para precipitarnos con un chico que tiene tantas posibilidades de convertirse en un monstruo como de convertirse en un genio militar.
—¿Es una orden?
—El grabador está conectado, siempre lo está, tiene las espaldas cubiertas, váyase a la mierda.
—Si es una orden…
—Es una orden. Manténgale donde está hasta que veamos cómo se desenvuelve con sus compañeros de lanzamiento. Graff, me produce dolor de estómago.
—No le dolería el estómago si dejara la escuela a mi cargo y se ocupara de la flota.
—La flota está a la espera de un comandante. No hay nada que hacer hasta que me lo dé.
Entraron uno por uno a la sala de batalla, desmañadamente, como niños que entran por primera vez a una piscina, aferrándose a los asideros de los laterales. La gravedad nula sobrecogía, desorientaba; se dieron cuenta en seguida de que si no utilizaban los pies para nada, todo iba mucho mejor.
Y para empeorar las cosas, los trajes les oprimían. Era difícil hacer movimientos precisos, pues los trajes se adaptaban con un poco de retraso, oponían más resistencia que cualquier otra ropa que habían llevado antes.
Ender se agarró al asidero y flexionó las rodillas. Notó que, además de la dilación inicial, el traje tenía un efecto amplificador del movimiento. Era difícil poner las perneras del traje en marcha, pero después seguían moviéndose, y con fuerza, cuando los músculos ya se habían parado. «Si doy un empujón con una fuerza X, el traje empujará con una fuerza doble. Me moveré con torpeza un buen rato. Mejor que empiece ya», se dijo.