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—El último que llegue llena de pedos una botella de leche —dijo Alai.

Después, lentamente, uniformemente, maniobraron hasta que estuvieron uno frente al otro, como un águila de dos cuerpos, mano con mano, rodilla con rodilla.

—Y ahora un buen choque, ¿no? —preguntó Alai.

—Yo tampoco lo he hecho nunca —dijo Ender.

Se dieron un empujón. Les propulsó a mayor velocidad de lo que esperaban. Ender chocó contra una pareja de chicos y fue a parar a una pared que no estaba prevista. Tardó un momento en reorientarse y encontrar la esquina donde había de hallarse con Alai. Alai se dirigía ya hacia allí. Ender trazó un curso que incluiría dos rebotes pero que evitaría las mayores aglomeraciones de chicos.

Cuando llegó a la esquina, Alai había pasado los brazos por dos asideros adyacentes y hacía como que dormitaba.

—Has ganado.

—Quiero ver tu cosecha de pedos —dijo Alai.

—La he puesto en tu casillero. ¿No lo habías notado?

—Creía que eran los calcetines.

—Ya no llevamos calcetines.

—Claro.

Eso les recordaba que los dos estaban lejos de casa. Eso les robó parte de la diversión que habían obtenido por haber dominado los inicios de la navegación.

Ender sacó la pistola y le mostró lo que había descubierto sobre los dos botones del dedo pulgar.

—¿Qué hace cuando disparas contra una persona? —preguntó Alai.

—No lo sé.

—¿Por qué no lo averiguamos? Ender negó con la cabeza.

—Podríamos herir a alguien.

—Me refería a dispararnos uno al otro en el pie o algo parecido.

—Ah.

—No puede ser tan peligroso; no pondrían estas pistolas en manos de niños.

—Ahora somos soldados.

—Dispárame al pie.

—No, dispárame tú.

—Disparémonos uno al otro.

Lo hicieron. Inmediatamente, Ender sintió que la pernera del traje se volvía rígida, inmóvil, a la altura de las articulaciones del tobillo y la rodilla.

—¿Te has congelado? —preguntó Alai.

—Rígido como un poste.

—Vamos a congelar un poco —dijo Alai—. Hagamos la primera guerra. Nosotros dos contra ellos.

Ambos esbozaron una sonrisa. Entonces, Ender dijo:

—Mejor que invites a Bernard. Alai le miró con picardía.

—Oh.

—Y a Shen.

—¿A ese meneaculos de ojos de almendra? Ender llegó a la conclusión de que Alai estaba bromeando.

—Eh, no todo el mundo puede ser negro. Alai sonrió.

—Mi abuelo te habría matado por decir eso.

—El abuelo de mi abuelo lo habría vendido antes.

—Unámonos a Bernard y a Shen y congelemos a todos esos medio insectores.

Al cabo de veinte minutos estaban todos congelados, excepto Bernard, Shen, Alai y Ender. Los cuatro estaban sentados, chillando y riendo, cuando entró Dap.

—Ya veo que habéis aprendido a utilizar vuestro equipo —dijo.

Luego hizo algo con un control que llevaba en la mano y todos planearon lentamente hacia la pared donde él se encontraba. Se mezcló con los chicos congelados, tocándolos y descongelando sus trajes. Hubo un tumulto de protestas de que no había habido juego limpio y porque Bernard y Alai les hubieran disparado cuando no estaban preparados.

—¿Por qué no estabais preparados? —preguntó Dap—. Habíais tenido puesto el traje exactamente el mismo tiempo que ellos. Habíais estado aleteando por ahí como patos mareados el mismo número de minutos que ellos. Dejad de lamentaros y empezaremos.

Ender se dio cuenta de que habían asumido que Bernard y Alai eran los líderes de la batalla. Eso jugaba en su favor. Bernard sabía que Ender y Alai habían aprendido a usar las pistolas juntos. Y Ender y Alai eran amigos. Bernard podría creer que Ender se había unido a su grupo, pero no era así. Ender se había unido a un nuevo grupo. El grupo de Alai. Y Bernard se había unido también.

No estaba tan claro para todos; Bernard seguía fanfarroneando y mandando hacer recados a sus compinches. Pero Alai se movía ahora libremente por todo el dormitorio, y cuando Bernard se salía de sus casillas, podía bromear con él y calmarle. Cuando llegó el momento de elegir al líder del lanzamiento, Alai fue elegido casi por unanimidad. Bernard anduvo enfurruñado unos cuantos días y luego volvió a estar bien, y todos se adaptaron a la nueva situación. El lanzamiento ya no estaba dividido entre el grupo integrado de Bernard y los marginados de Ender. Alai era el puente.

Ender estaba sentado en su cama con la consola en las rodillas. Era la hora de estudio privado, y Ender estaba jugando al Juego Libre. Era un tipo de juego que cambiaba sin ton ni son, en el que el ordenador de la escuela no paraba de sacar situaciones nuevas componiendo un laberinto que uno podía explorar. Se podía volver a las situaciones que le gustaban a uno, pero sólo un rato; si se las tenía ahí mucho tiempo sin hacer nada, desaparecían y otras venían a ocupar su lugar.

Algunas veces era divertido. Algunas veces excitante, y Ender tenía que ser rápido para seguir vivo. Murió muchas veces, pero eso no importaba, los juegos son eso: mueres mucho hasta que le coges el truco.

La figura que le representaba en la pantalla había empezado siendo un niño pequeño. Durante un rato había pasado a ser un oso. Ahora era un ratón grande, con manos largas y delicadas. Hizo correr su figura por debajo de gran cantidad de muebles. Había jugado mucho con el gato, pero ahora se aburría; demasiado fácil darle esquinazo, conocía todos los muebles.

«No pasaré por la ratonera esta vez —se dijo para sí—. Estoy harto del Gigante. Es un juego tonto y además no gano nunca. Elija lo que elija, siempre me equivoco.»

Pero pasó por la ratonera, y por el pequeño puente del jardín. Evitó a los patos y a los mosquitos bombarderos; había intentado jugar con ellos pero eran demasiado fáciles, y si jugaba con los patos mucho tiempo se transformaba en un pez, y eso no le gustaba. Ser un pez le recordaba demasiado a estar congelado en la sala de batalla, con todo el cuerpo rígido, a la espera de que el ejercicio terminara para que Dap le descongelara. Por lo tanto, y como siempre, se encontró subiendo a las colinas rodantes.

Comenzaron los corrimientos de tierras. Al principio había quedado atrapado una y otra vez, aplastado en medio de una enorme mancha de sangre que surgía de un montón de rocas. Ahora, sin embargo, había dominado la técnica de correr cuesta arriba en ángulo para evitar morir aplastado, en busca siempre de tierras más altas.

Y, como siempre, los corrimientos de tierras acabaron en un amasijo de rocas. La cara de la colina se cuarteó y en vez de esquisto era pan blanco, hinchado, subiendo como un bizcocho a medida que la corteza se cuarteaba y caía; era blando y esponjoso; su figura se movía con más lentitud. Y cuando saltó del pan, estaba de pie en una mesa. Detrás de él, una gigantesca rebanada de pan; a su lado, una gigantesca barra de mantequilla. Y el Gigante con la barbilla apoyada en las manos, mirándole. La figura de Ender medía aproximadamente lo mismo que la cabeza del Gigante desde la barbilla hasta la frente.

—Creo que te voy a arrancar la cabeza de un bocado —dijo el Gigante, como siempre.

Esta vez, en vez de correr o seguir allí, Ender hizo ascender su figura hasta la cara del Gigante y le dio una patada en la barbilla.

El Gigante sacó la lengua y Ender cayó al suelo.

—¿Quieres jugar a los acertijos? —preguntó el Gigante.

«O sea, que es siempre lo mismo: el Gigante sólo juega a los acertijos. Estúpido ordenador. Millones de posibles escenarios en su memoria, y el Gigante sólo puede jugar un juego estúpido…»

El Gigante, como siempre, puso en la mesa dos enormes vasos largos, que llegaban a la altura de las rodillas de Ender. Como siempre, los dos estaban llenos de líquidos distintos. El ordenador era lo suficientemente bueno como para no repetir nunca los líquidos, por lo menos que él recordara. Esta vez, uno contenía un líquido espeso, de aspecto cremoso. El otro rechiflaba y espumajeaba.