—¿Qué pasa?
Como respuesta, Ender dio una palmada en su casillero. Apareció el mensaje: «Intento de Acceso no Autorizado.» No se había abierto.
—Alguien se está riendo de ti, amigo —dijo Alai—. Se te han adelantado.
—¿Estás seguro de que te sigue interesando mi sistema de seguridad?
Ender se levantó y se alejó de la cama.
—Ender —dijo Alai.
Ender se dio la vuelta. Alai tenía en la mano un trozo de papel.
—¿Qué es?
Alai levantó la vista.
—¿No lo sabes? Estaba en tu cama. Te debes haber sentado encima.
Ender lo cogió.
—Eres listo, Ender, pero en la sala de batalla no eres mejor que yo.
Ender negó con la cabeza. Era lo más estúpido que se les podía haber ocurrido, ascenderle ahora. No ascendían a nadie hasta que tuviera ocho años. Ender ni siquiera tenía siete. Y los reclutas solían pasar a las escuadras juntos, para que casi todas recibieran a un chico nuevo al mismo tiempo. No había ninguna papeleta de traslado en ninguna otra cama.
Justo cuando las cosas estaban empezando a encajar. Justo cuando Bernard estaba empezando a llevarse bien con todo el mundo, incluso con Ender. Justo cuando Ender estaba encontrando en Alai a un amigo de verdad. Justo cuando su vida empezaba a ser soportable.
Ender se agachó para tirar de Alai y ayudarle a levantarse de la cama.
—La escuadra Salamandra está en competición —dijo Alai.
Ender estaba tan furioso por la injusticia del traslado que se le saltaron las lágrimas. «No debes llorar», se dijo a sí mismo.
Alai vio las lágrimas, pero tuvo la delicadeza de no decir nada.
—Son unos pedorros, Ender, y ni siquiera te dejan llevarte tus cosas.
Ender esbozó una sonrisa y al final no lloró.
—¿Crees que debería desvestirme e ir desnudo?
Alai se rió también.
Impulsivamente, Ender le abrazó, con fuerza, casi como si fuera Valentine. Entonces pensó en Valentine y quiso irse a casa.
—No quiero ir —dijo. Alai le devolvió el abrazo.
—Te comprendo, Ender. Eres el mejor. Tal vez tengan prisa por enseñártelo todo.
—No quieren enseñármelo todo —dijo Ender—. Yo quería aprender lo que significa tener un amigo.
Alai asintió con la cabeza.
—Serás siempre mi amigo, mi mejor amigo siempre —dijo. Luego esbozó una sonrisa—. Ve a rebanar insectores.
—Claro.
Ender le devolvió la sonrisa. Alai le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:
—Salaam.
Luego, ruborizado, se dio la vuelta y se fue a su cama, al fondo del dormitorio. Ender adivinó que ese beso y esa palabra eran algo prohibido. Una religión suprimida, quizás. O a lo mejor esa palabra sólo tenía un significado personal y fuerte para Alai. Significara lo que significase para Alai, Ender sabía que era sagrada; que Alai se había descubierto a Ender, como había hecho una vez su madre, cuando, siendo muy joven, antes de que le pusieran el monitor en la nuca, le puso las manos en la cabeza cuando creía que estaba dormido, y rezó sobre él. Ender no había hablado de ello con nadie, ni siquiera con mamá, pero se lo había guardado como un recuerdo de espiritualidad, de cómo le quería su madre cuando creía que nadie, ni incluso él mismo, podía verla ni oírla. Eso era lo que Alai le había dado; un regalo tan sagrado que ni siquiera a Ender le estaba permitido entender su significado.
Después de una cosa como ésa no se podía decir nada. Alai llegó a su cama y se dio la vuelta para mirar a Ender. Sus ojos mantuvieron una mirada cargada de comprensión. Luego, Ender se marchó.
No había nada verde verde marrón en esa parte de la escuela; tendría que ir a buscar esos colores a una de las zonas públicas. Los otros terminarían de comer muy pronto; no quería pasar cerca del comedor. La sala de juegos estaría casi vacía.
En su estado de ánimo, ninguno de los juegos le atraía. Se fue por lo tanto al banco de consolas públicas del fondo de la sala y conectó su juego privado. Llegó rápidamente al País de la Fantasía. Esta vez, el Gigante ya estaba muerto cuando llegó allí; tuvo que bajarse de la mesa con cuidado, saltar a la pata de la silla caída del Gigante, y luego dar un salto hasta el suelo. Unas ratas habían estado royendo el cuerpo del Gigante, pero Ender había matado a una con un alfiler de la camisa desgarrada del Gigante, y después de eso le habían dejado en paz.
El cadáver del Gigante había llegado al límite de su descomposición. Lo que podía haber sido descuajado por los cartoneros, había sido descuajado; los gusanos habían hecho su trabajo en los órganos; ahora era una momia disecada, vacía, con los dientes esbozando una sonrisa rígida, los ojos vacíos, los dedos retorcidos. Ender rememoró haber escarbado en el ojo del Gigante cuando éste estaba vivo y era malicioso e inteligente. Furioso y frustrado como estaba, Ender deseó cometer ese asesinato otra vez. Pero ahora el Gigante formaba parte del paisaje, y por lo tanto no podía descargar su cólera contra él.
Ender había atravesado siempre el puente que llevaba al castillo de la Reina de Corazones, donde le esperaban muchos juegos; pero ninguno le atraía ahora. Rodeó el cadáver del Gigante y siguió el arroyo aguas arriba, hasta donde surgía del bosque. Había un patio de recreo, con toboganes y barras de monos, columpios y tiovivos, y una docena de niños riendo mientras jugaban. Ender entró y descubrió que allí adentro se había convertido en un niño, cuando normalmente la figura que le representaba en el juego era la de un adulto. De hecho, era más pequeño que los otros niños.
Se puso en la cola del tobogán. Los otros niños le ignoraban. Subió hasta lo alto, vio al niño que le precedía trazar vertiginosamente la larga espiral que llevaba hasta el suelo. Luego se sentó y empezó a deslizarse.
No había comenzado a deslizarse cuando cayó atravesando el tobogán y aterrizó en el suelo, debajo de la escalerilla. El tobogán no le sustentaba.
Tampoco las barras. Podía escalar agarrándose a unas cuantas, pero de repente, al azar, una barra parecía ser inmaterial y Ender caía. Podía sentarse en el columpio hasta que llegaba arriba; entonces caía. Cuando el tiovivo iba muy rápido, no podía agarrarse a ninguna barra, y la fuerza centrífuga lo lanzaba hacia afuera.
Y los otros niños: sus risas eran estridentes, ofensivas. Daban vueltas alrededor de él y le señalaban y se reían un buen rato antes de volver a sus juegos.
Ender quería pegarles, tirarlos al arroyo. Pero en vez de hacerlo, penetró en el bosque. Encontró un sendero, que se convirtió muy pronto en un camino empedrado, casi totalmente cubierto de maleza, pero todavía transitable. Había letreros de posibles juegos situados a ambos lados del camino, pero Ender no siguió ninguno. Quena ver adonde llevaba el camino.
Llevaba a un claro, con un pozo en el medio, y un letrero que decía: «Bebe, viajero.» Ender se adelantó y echó una mirada al interior del pozo. Casi instantáneamente, oyó un gruñido. Del bosque surgió una docena de lobos con caras humanas que chorreaban baba. Ender les reconoció, eran los niños del patio de recreo. Pero ahora sus dientes podían desgarrar; Ender, desarmado, fue devorado rápidamente.
Su siguiente figura salió, como siempre, en el mismo sitio, y fue comida otra vez, aunque Ender intentó bajarse por el pozo.
Sin embargo, en la siguiente aparición estaba en el patio de recreo. Ahora los niños se reían de él. «Reíd cuanto queráis —pensó Ender—. Sé lo que sois.» Dio un empujón a una niña, que echó a correr detrás de él, enfurecida. Ender la condujo hasta el tobogán. Naturalmente, cayó atravesándolo; pero esta vez, pisándole los talones, también ella cayó. Cuando chocó contra el suelo, se convirtió en una loba y quedó tendida, muerta o aturdida.