Uno por uno, Ender hizo caer a todos los demás en una trampa. Pero antes de que hubiera acabado con el último, los lobos empezaron a volver en sí, y ya no eran niños. Ender fue descuartizado otra vez.
Esta vez, agitado y sudoroso, Ender encontró su figura revivida en la mesa del Gigante. «Debería dejarlo —se dijo a sí mismo—. Debería ir a mi nueva escuadra.»
Pero hizo que su figura saltara de la mesa y rodeara el cuerpo del Gigante en dirección al patio de recreo.
Esta vez, en cuanto un niño se golpeaba contra el suelo y se convertía en lobo, Ender arrastraba el cuerpo al arroyo y lo tiraba dentro. Cada vez que lo hacía, el cuerpo chisporroteaba como si el agua fuera ácido; el lobo se consumía y del arroyo surgía una oscura nube de humo que se perdía en la lejanía. Despachó sin problemas a los niños, aunque al final empezaron a perseguirle de dos en dos o de tres en tres. Ender no se encontró a ningún lobo esperándole en el claro, y bajó al pozo por la cuerda del balde.
La luz de la caverna era mortecina, pero podía ver montones de joyas. Pasó delante de ellos, adviniendo que, detrás de él, entre las gemas, destellaban unos ojos. Una mesa llena de comida no despertó su interés. Atravesó un grupo de jaulas que colgaban del techo de la cueva, cada una con una criatura exótica de aspecto amistoso. «Jugaré con vosotros más tarde», pensó Ender. Al final llegó a una puerta con esta leyenda formada por esmeraldas refulgentes:
No vaciló. Abrió la puerta y dio un paso adelante. Se detuvo en una pequeña cerca, en lo alto de un acantilado que dominaba un terreno de bosque cerrado, verde y brillante, con pinceladas de color otoño y parcelas de tierra desbrozada aquí y allá, con arados tirados por bueyes y pequeñas aldeas, un castillo levantado en una elevación distante, y nubes que cabalgaban en corrientes de aire por debajo de él. Por encima, el cielo era el techo de una vasta caverna, con cristales colgantes que formaban estalactitas brillantes.
La puerta se cerró tras él; Ender estudió el escenario atentamente. Era tal su belleza que se preocupaba menos que de costumbre por su supervivencia. Le importaba muy poco, por el momento, en qué consistía el juego en ese lugar. Lo había encontrado y verlo era su recompensa. Así, sin detenerse a pensar en las consecuencias, saltó la cerca.
Caía vertiginosamente hacia un río de aguas tumultuosas y rocas peladas; pero una nube se interpuso entre él y el suelo en su caída, y lo recogió, y se lo llevó. Lo llevó a la torre del castillo, y atravesó la ventana abierta, depositándolo en el interior. Lo dejó allí, en una habitación con ninguna puerta visible en el suelo ni en el techo, y con ventanas que daban a un abismo indudablemente fatal.
Un momento antes se había arrojado despreocupadamente desde la cerca; ahora vacilaba.
La pequeña alfombra que había delante del juego se destejió convirtiéndose en una serpiente larga y delgada con dientes perversos.
—Soy tu única escapatoria —le dijo—. La muerte es tu única escapatoria.
Ender echó una mirada a la habitación en busca de un arma, cuando, súbitamente, la pantalla se oscureció. A lo largo del borde de la consola brillaban intermitentemente estas palabras:
Irritado, Ender apartó violentamente la consola y se dirigió a la pared de colores, donde encontró la banda verde verde marrón, la tocó y la siguió a medida que se iluminaba delante de él. El verde oscuro, el verde claro y el marrón de la banda le recordaban el reino otoñal que había encontrado en el juego. «Tengo que volver allí —se dijo—. La serpiente es una cuerda larga; puedo descolgarme de la torre y encontrar la forma de volver a ese lugar. A lo mejor se llama el fin del mundo porque es el fin de los juegos, porque puedo ir a una de esas aldeas y convertirme en uno de los niños que trabajan y juegan allí, sin que haya nada que matar y sin que nada me mate, simplemente vivir ahí.»
Pero no conseguía hacerse una idea de lo que podría ser «simplemente vivir». No lo había hecho en toda su vida. Pero quería hacerlo ahora.
Las escuadras eran más grandes que los grupos de lanzamiento, y los dormitorios-cuarteles de las escuadras también eran más grandes. Éste era largo y estrecho, con literas a ambos lados; tan largo que se podía apreciar la curvatura del suelo en la elevación de la otra punta; una porción de la rueda de la Escuela de Batalla.
Ender se quedó en la puerta. Unos cuantos chicos que estaban cerca de la puerta le miraron, pero eran mayores, y parecía como si ni le hubieran visto. Siguieron con sus conversaciones, tumbados o sentados en las literas. Naturalmente, estaban comentando batallas; los chicos mayores siempre estaban comentando batallas. Eran mucho más altos que Ender. Los de diez y once años parecían torres; incluso el más joven tenía ya ocho años, y Ender no era muy alto para su edad.
Intentó ver cuál de ellos era el comandante, pero casi todos estaban vestidos de una forma intermedia entre el traje de batalla y lo que los soldados llamaban siempre su uniforme de noche: desnudos de la cabeza a los pies. Muchos habían sacado sus consolas, pero pocos estaban estudiando.
Ender entró en el dormitorio. Su presencia fue advertida inmediatamente.
—¿Qué quieres? —le preguntó el chico que ocupaba la litera superior más próxima a la puerta. Era el más alto. Ender se había fijado antes en él, un joven gigante con pelusilla que le crecía desigualmente por la barbilla—. Tú no eres un Salamandra.
—Parece ser que sí, creo —dijo Ender—. Verde verde marrón, ¿no? He sido trasladado.
Mostró su papel al chico, obviamente el centinela.
El centinela alargó la mano hacia el papel. Ender lo retiró, justo lo necesario para ponerlo fuera de su alcance.
—Parece ser que tengo que entregárselo a Bonzo Madrid.
Otro chico se sumó a la conversación, un chico más pequeño, pero de todas formas más alto que Ender.
—No Ben-zoe idiota. Bonzo. Es un nombre español. Bonzo Madrid. Aquí nosotros hablamos español, señor Gran Fedor.
—Tú debes ser Bonzo entonces —preguntó Ender, pronunciando el nombre correctamente.
—No, simplemente un políglota con talento. Petra Arkanian. La única chica de la escuadra Salamandra. Con más huevos que todos los de este dormitorio.
—Mamá Petra me ha hablado —dijo uno de los chicos—. Me ha hablado, me ha hablado. Otro chico replicó:
—Mea hablado, mea hablado, mea hablado. Unos cuantos se rieron.
—Que quede entre tú y yo —dijo Petra—. Si tuvieran que poner una lavativa a la Escuela de Batalla, se la pondrían a verde verde marrón.
Ender se desesperaba. No tenía nada que le avalase: sin ningún tipo de preparación, pequeño, sin experiencia, expuesto a los resentimientos de los demás por su temprano ascenso. Y por si no fuera suficiente, ahora, por casualidad, entablaba amistad precisamente con quien menos le convenía. Una marginada de la escuadra Salamandra, que los demás iban a asociar con él. ¡Qué día! Durante un momento, mientras recorría con la mirada sus caras sarcásticas, se imaginó sus cuerpos cubiertos de pelo, sus dientes puntiagudos preparados para desgarrar. «¿Soy yo el único ser humano de este lugar? ¿Son los demás animales, a la espera de devorar?»
Entonces se acordó de Alai. Seguramente, en todas las escuadras habrá por lo menos uno que merece la pena conocer.