De repente, aunque nadie dijo que se callaran, las risas pararon y el grupo quedó en silencio. Ender se dio la vuelta y miró a la puerta. Había allí un chico alto, oscuro y delgado, de bellos ojos negros y labios finos que insinuaban refinamiento. «Seguiría a esta beldad a cualquier parte —dijo algo dentro de Ender—. Vería lo que ven esos ojos.»
—¿Quién eres? —preguntó el chico sin levantar la voz.
—Ender Wiggin, señor —dijo Ender esgrimiendo las órdenes—. Trasladado de grupo de lanzamiento a la escuadra Salamandra.
El chico cogió el papel con un movimiento seguro y veloz, sin tocar la mano de Ender.
—¿Cuántos años tienes, Wiggin? —le preguntó.
——Casi siete.
Con el mismo tono de voz que antes, le dijo:
—He preguntado cuántos años tienes, no cuántos años casi tienes.
—Tengo seis años, nueve meses y doce días.
——Cuánto tiempo has estado haciendo prácticas en la sala de batalla.
—Unos pocos meses. Intento mejorar.
—¿Algún tipo de preparación en maniobras de batalla? ¿Has formado parte de un batallón alguna vez? ¿Has realizado alguna vez algún ejercicio conjunto?
Ender no había oído hablar de todas esas cosas. Negó con la cabeza.
Madrid le miró impávidamente.
—Ya veo. No tardarás en descubrir que los oficiales al mando de la escuela, y notablemente el mayor Anderson, que está a cargo de los juegos, son muy aficionados a los ardides. La escuadra Salamandra está empezando a salir de una oscuridad indecente. Hemos vencido en doce de los últimos veinte juegos. Hemos sorprendido a Rata, Escorpión y Sabueso, y estamos preparados para luchar por el liderazgo de la clasificación. Naturalmente, por eso se me da tal espécimen de subdesarrollo como tú, sin utilidad, sin experiencia y sin esperanza.
Petra dijo en voz baja:
—No está encantado de conocerte.
—Cállate, Arkanian —dijo Madrid—. A una prueba añadimos ahora otra. Pero cualquiera que sean los obstáculos que nuestros oficiales decidan sembrar en nuestro camino, seguimos siendo…
—¡Salamandra! —gritaron los soldados, como un solo hombre.
Instintivamente, la idea que Ender se había hecho de estos acontecimientos cambió. Era una ceremonia, un ritual. Madrid no tenía intención de herirle, sólo quería mantener bajo control un acontecimiento inesperado y utilizarlo para reforzar su control de la escuadra.
—Somos el fuego que les consumirá, vientre e intestinos, cabeza y corazón, muchas llamas pero un solo fuego.
—¡Salamandra! —volvieron a gritar.
—Ni siquiera éste nos debilitará. Por un momento, Ender abrió la puerta a la esperanza.
—Trabajaré duro y aprenderé rápidamente —dijo.
—No te he dado permiso para hablar —respondió Madrid—. Tengo la intención de intercambiarte en cuanto pueda. Probablemente, para librarme de ti tendré que desprenderme de algún elemento valioso, pero, siendo tan pequeño, eres peor que inútil. Un congelado más en cada batalla, eso es lo que eres, y en la situación en que estamos ahora, cada soldado congelado tiene consecuencias en la clasificación. Nada personal, Wiggin, pero estoy seguro que puedes formarte a expensas de algún otro.
—Es todo corazón —dijo Petra.
Madrid se acercó a la chica y le cruzó la cara con el revés de la mano. No sonó mucho, pues la había golpeado con las uñas de los dedos. Pero en la mejilla aparecieron unas señales rojas, cuatro, y otras tantas gotas de sangre marcaban los puntos donde habían dado las puntas de las uñas.
—Éstas son tus instrucciones, Wiggin. Y espero que ésta sea la última vez que tengo que hablar contigo. Te mantendrás aparte mientras nos entrenamos en la sala de batalla. Naturalmente, tienes que estar ahí, pero no pertenecerás a ningún batallón y no tomarás parte en ninguna maniobra. Cuando se nos llame a una batalla, te vestirás rápidamente y te presentarás en la puerta como todos los demás. Pero no atravesarás la puerta hasta que hayan pasado cuatro minutos desde el comienzo del juego, y entonces permanecerás en la puerta, sin desenfundar ni disparar tu arma, hasta que el juego termine.
Ender asintió con la cabeza. Así que iba a ser nadie. Anheló que el intercambio tuviera lugar pronto.
Se dio cuenta también de que Petra no había hecho nada parecido a gritar de dolor o llevarse la mano a la mejilla, aunque una de las gotas de sangre había comenzado a correr dibujando una veta que llegaba a la mandíbula. Podía ser una marginada, pero ya que Bonzo Madrid no iba a ser su amigo, entablaría amistad con Petra.
Se le asignó una litera al fondo del dormitorio. La litera superior, desde la que, estando tumbado, ni siquiera podía ver la puerta; la curva del techo la bloqueaba. Había otros chicos cerca de él, chicos con aspecto cansado y gesto taciturno, los menos valiosos. No tenían ninguna palabra de bienvenida que decir a Ender.
Ender intentó abrir su casillero palmándolo, pero no pasó nada. Entonces se dio cuenta de que los casilleros no tenían ningún seguro. Los cuatro tenían tiradores para abrirlos. Ahora, en una escuadra, nada era privado.
Había un uniforme en el casillero. No era el verde pálido de los reclutas, sino el uniforme verde oscuro con guarniciones naranja de la escuadra Salamandra. No le iba bien. Pero, claro, era probable que nunca se hubiesen visto en la necesidad de entregar un uniforme así a un chico tan joven.
Estaba empezando a sacarlo cuando advirtió que Petra caminaba por el pasillo en dirección a su cama. Se dejó caer de la litera y se puso en pie para saludarla.
—Tranquilo —dijo—. No soy un oficial.
—Eres jefe de batallón, ¿no?
Alguien que estaba cerca le interrumpió:
—¿Qué te ha hecho pensar eso, Wiggin?
—Ocupas una litera delante.
—Mi litera está delante porque soy el tirador más certero de la escuadra Salamandra, y porque Bonzo tiene miedo de que haga una revolución si los jefes de batallón no me vigilan. Como si se pudiera hacer algo con chicos como éstos. —Señaló a los chicos de gesto taciturno de las literas cercanas.
¿Qué intentaba hacer? ¿Empeorar aún más la situación?
—Todos son mejores que yo —dijo Ender intentando disociarse del desprecio de Petra hacia los chicos que, al fin y al cabo, iban a ser sus compañeros de litera.
—Soy una chica —dijo—, y tú eres un meón de seis años. Tenemos mucho en común. ¿Por qué no somos amigos?
—No pienso hacer tus deberes —dijo. Por un momento, Petra creyó que era un chiste.
—Alto —dijo—. Cuando estás en el juego todo es militar. La escuela no es para nosotros como para los reclutas. Historia y estrategia, y tácticas e insectores y matemáticas y estrellas, las cosas que necesitarás saber cuando seas piloto o comandante. Ya lo verás.
—O sea, que eres mi amigo. ¿Qué gano con ello? —preguntó Ender imitando su forma de hablar, desmesuradamente jactanciosa, como si no le importara nada.
—Bonzo no te va a dejar hacer prácticas. Te va a obligar a llevarte la consola a la sala de batallas para que estudies. Bien mirado, no es tan malo; no quiere que un niño sin ninguna clase de entrenamiento eche a perder sus maniobras de precisión. —Se puso a hablar en giria, la jerga que imitaba el inglés pidgin de la gente no cultivada.
Bonzo, él exacto, él tan cuidadoso, él mea en plato y nunca salpica.
Ender esbozó una sonrisa.
—La sala de batalla está abierta continuamente. Si quieres, te llevaré allí en las horas libres y te enseñaré algo de lo que sé. No soy un gran soldado, pero sí bastante bueno, y estoy segura que mejor que tú.
—Si quieres… —dijo Ender.
—Empezaremos mañana por la mañana después del desayuno.
—¿Y si hay alguien utilizando la sala? Los de mi lanzamiento íbamos siempre nada más terminar de desayunar.