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Después del desayuno, Bonzo le miró.

—La orden sigue en píe —dijo—, y no lo olvides.

«Lo pagarás caro, idiota. Puedo no ser un buen soldado, pero sí puedo ayudar y, no hay ninguna razón para que no me lo permitas», se dijo Ender.

Ender no dijo nada.

Un interesante efecto secundario de la batalla fue que Ender subió a la cabeza de la lista de eficacia de los soldados. Como no había disparado ningún tiro, tenía un resultado perfecto en el tiro: ningún fallo. Y como no había sido eliminado ni inutilizado, su porcentaje en este aspecto era excelente. No había nadie cerca de él. Esto hizo que muchos chicos se rieran, y que otros se enfadaran, pero en la lista de eficacia, Ender era ahora el líder.

Siguió sentado fuera durante las sesiones prácticas de la escuadra, y siguió trabajando duro por su cuenta, con Petra por la mañana y con sus amigos por la noche. Ahora se les unían más reclutas, no por divertirse sino porque veían resultados: mejoraban día a día. De todas formas, Ender y Alai seguían siendo mejores. En parte, porque Alai continuaba probando cosas nuevas, lo que obligaba a Ender a pensar en nuevas tácticas para hacerles frente. En parte, porque seguían cometiendo errores estúpidos, que sugerían cosas que ningún soldado que se preciara de serlo habría probado nunca. Muchas de las cosas que probaban resultaban ser inútiles. Pero siempre era divertido, siempre era excitante, y consiguieron suficientes cosas que sabían que servían para algo. Las últimas horas de la tarde eran las mejores del día.

Las dos batallas siguientes fueron fáciles victorias de Salamandra; Ender entró al cabo de cinco minutos y siguió sin ser tocado por el enemigo derrotado. Ender empezó a pensar que la escuadra Cóndor, que les había vencido, era especialmente buena; la escuadra Salamandra, por débil que fuera la capacidad estratégica de Bonzo, era uno de los mejores equipos, y subía ininterrumpidamente en la clasificación, disputando la cuarta plaza a la escuadra Rata.

Ender cumplió los siete años. No había gran afición a las fechas y los calendarios en la Escuela de Batalla, pero Ender había dado con la forma de hacer visible la fecha en su consola, y se acordó de su cumpleaños. La escuela también se acordó; le tomaron las medidas y le dieron un nuevo uniforme Salamandra y un nuevo traje refulgente para la sala de batalla. Volvió al cuartel con la ropa nueva puesta. Se sentía extraño y holgado, corno si su piel ya no le ajustara bien.

Quiso detenerse en la litera de Petra y hablarle de su casa, de cómo solían celebrar su cumpleaños, o simplemente decirle que era su cumpleaños, para que le felicitara. Pero nadie comentaba los cumpleaños. Era infantil. Era lo que hacían los terrícolas. Tartas y costumbres tontas. Valentine le hizo la tarta el día de su sexto cumpleaños. Se cayó y fue terrible. Ya nadie sabía cocinar, era el tipo de cosas que sólo a Valentine se le podía ocurrir hacer. Todo el mundo hizo chanzas a cuenta de la tarta, pero Ender guardó un trozo en el armario. Luego le quitaron el monitor y se marchó, y, por lo que sabía, seguía estando allí, un trocito de polvo amarillo grasoso. Nadie hablaba de su casa, nunca entre soldados; antes de la Escuela de Batalla no había habido vida. Nadie recibía cartas, y nadie escribía. Todos hacían como que no les importaba.

«Pero a mí me importa —pensó Ender—. La única razón por la que estoy aquí es para que ningún insector le pegue a Valentine un tiro en el ojo, para que le vuelen la cabeza como a los soldados de los vídeos de las primeras batallas con los insectores. Para que no le atraviesen la cabeza con un rayo tan caliente que el cerebro reviente el cráneo y se derrame como un bizcocho cuando se hincha, como pasaba en mis peores pesadillas, en mis peores noches, cuando me despertaba temblando pero en silencio, debo guardar silencio u oirán que echo de menos a mi familia, que quiero irme a casa.»

Por la mañana se sintió mejor. Su casa era sólo un dolor sordo en la parte posterior de su memoria. Un cansancio en los ojos. Esa mañana Bonzo entró cuando se estaban vistiendo.

—¡Trajes refulgentes! —gritó.

Iba a haber una batalla. El cuarto juego de Ender.

El enemigo era la escuadra Leopardo. Sería fácil. Leopardo era nueva, y estaba siempre en el último cuarto de la clasificación. Había sido organizada sólo seis meses antes, con Pol Slattery como comandante. Ender se puso su nuevo traje de batalla y se alineó; Bonzo le sacó a empujones de la línea y le hizo desfilar el último: «No necesitabas hacer esto —dijo Ender en silencio—. Podías haberme dejado estar en la línea.»

Ender observó desde el corredor. Pol Slattery era joven, pero era listo, tenía algunas ideas nuevas. Mantuvo a sus soldados en movimiento, saltando de una estrella a otra, deslizándose por las paredes para ponerse por detrás o por encima de los imperturbables Salamandra. Ender sonrió. Bonzo estaba irremediablemente confundido, y también sus hombres. Leopardo parecía tener hombres en todos sitios. De todas formas, la batalla no fue tan desigual como parecía. Ender se dio cuenta de que Leopardo también estaba perdiendo muchos hombres; su temeraria táctica les exponía demasiado. Lo que importaba sin embargo era que Salamandra se sentía derrotada. Habían cedido totalmente la iniciativa. Aunque todavía estaban igualados con el enemigo, se apretaban unos contra otros como el último superviviente de una masacre, como si esperaran que el enemigo se olvidara de ellos en la carnicería que se avecinaba.

Ender se deslizó lentamente por la puerta, orientado de forma que la puerta del enemigo estuviera abajo, y planeó lentamente en dirección este hasta una esquina donde no fuera advertido. Incluso se disparó a las piernas para mantenerlas en la posición de rodillas, que le ofrecía la mejor protección. Parecía, a cualquier mirada casual, como cualquier otro soldado congelado que estaba a la deriva fuera del campo de batalla.

Con la escuadra Salamandra esperando miserablemente su destrucción, la escuadra Leopardo no tenía más remedio que destruirla. Les quedaban nueve chicos cuando Salamandra dejó por fin de disparar. Formaron y comenzaron a abrir la puerta de Salamandra.

Ender apuntó cuidadosamente con el brazo extendido, como Petra le había enseñado. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando, congeló a tres de los soldados que estaban a punto de apretar sus cascos contra las esquinas iluminadas de la puerta. Entonces, los otros le apuntaron y dispararon, pero al principio sólo acertaron en sus piernas ya congeladas. Le dio tiempo de acertar a los otros dos de la puerta. A Leopardo le quedaban sólo cuatro hombres sin congelar cuando, al final, dieron a Ender en el brazo y le inutilizaron. El juego había acabado en empate, y todavía no le habían dado en el cuerpo. Pol Slattery estaba furioso, pero no había habido juego sucio. Todos los de la escuadra Leopardo dieron por supuesto que había sido una estrategia de Bonzo, dejar a un hombre hasta el último minuto. No se les ocurrió pensar que el pequeño Ender había disparado contraviniendo las órdenes. Pero la escuadra Salamandra lo sabía. Bonzo lo sabía, y Ender vio en la mirada de su comandante que le odiaba por salvarle de una derrota total. «No me importa —se dijo Ender—. Hará que sea más fácil lograr el intercambio, y, además, no bajarás demasiado en la clasificación. Intercámbiame. He aprendido todo lo que puedo aprender de ti. Perder con clase, eso es lo único que sabes hacer, Bonzo.»