—Lo siento, Ender —susurró Valentine. Estaba mirando el vendaje de su cuello.
Ender tocó la pared y la puerta se cerró detrás de él.
—No me importa. Me alegro de que no esté.
—¿Qué es lo que no está? —Peter entró en el recibidor con la boca llena de pan y crema de cacahuete.
Ender no veía en Peter al hermoso muchacho de diez años que veían los mayores, con el pelo revuelto, negro y espeso, y un rostro que podía haber sido el de Alejandro Magno. Ender miraba a Peter únicamente para detectar ira o aburrimiento, los peligrosos estados de ánimo que casi siempre acarreaban dolor. En cuanto los ojos de Peter descubrieron el vendaje del cuello, apareció el centelleo que delataba su ira.
Valentine también lo vio.
—Ahora es como nosotros —dijo, intentando apaciguarle antes de que tuviera tiempo de golpear.
Pero Peter no estaba dispuesto a dejarse apaciguar.
—¿Como nosotros? Ha llevado ese cacharro hasta los seis años. ¿Cuándo perdiste tú el tuyo? Tenías tres años. Yo perdí el mío antes de cumplir los cinco. Éste casi lo consigue, este pequeño desgraciado, pequeño insector.
«Eso está bien —pensó Ender—. Habla, habla, Peter. Hablar es bueno.»
—Bien, ahora tus ángeles de la guarda ya no están protegiéndote —dijo Peter—. Ahora no están velando para ver si sientes algún dolor, escuchando para oír lo que estoy diciendo, viendo lo que te estoy haciendo. ¿Qué te parece esto? ¿Qué te parece?
Ender se encogió de hombros.
De pronto, Peter sonrió y se puso a dar palmadas en una parodia de regocijo.
—Juguemos a insectores y astronautas —dijo.
—¿Donde está mamá? —preguntó Valentine.
—Está fuera —dijo Peter—. Yo estoy al mando.
—Creo que llamaré a papá.
—No te responderá —dijo Peter—. Ya sabes que papá nunca está en casa.
—Jugaré —dijo Ender.
—Tú serás el insector —dijo Peter.
—Déjale que por una vez sea el astronauta —dijo Valentine.
—No metas las narices donde no te importa, cara culo —dijo Peter—. Ven arriba y elige tus armas.
No iba a ser un juego divertido, Ender lo sabía. La cuestión no era vencer. Cuando los chicos jugaban en los corredores, formando verdaderos batallones, los insectores nunca ganaban, y algunas veces el juego terminaba mal. Pero aquí, en su piso, el juego iba a comenzar mal, y el insector no podría abandonar como hacían los insectores en las guerras de verdad. Tendría que seguir hasta que el astronauta decidiera que se había terminado el juego.
Peter abrió su cajón inferior y sacó la máscara de insector. Su madre se había enfadado cuando la compró, pero su padre dijo que esconder las máscaras de insectores y no dejar a los chicos jugar con pistolas láser de imitación no alejaría la guerra. Es mejor jugar a la guerra y tener más posibilidades de sobrevivir cuando los insectores vuelvan.
«Si sobrevivo al juego —pensó Ender. Se puso la máscara. Le oprimía como una mano que le estrujara la cara—. Pero un insector no siente lo mismo. No llevan esta cara como máscara, es su cara. ¿Se pondrán en sus mundos máscaras humanas y jugarán como nosotros? ¿Cómo nos llamarán? ¿Babosas, porque somos blandos y grasos en comparación con ellos?»
—Cuidado, babosa —dijo Ender. Apenas podía ver a Peter a través de los agujeros de la máscara. Peter sonrió.
—Conque babosa ¿eh? Vale, insector, veamos cómo te rompes la cara.
Ender no pudo verlo venir; sólo advirtió un ligero movimiento de la figura de Peter. La máscara recortaba su campo de visión. De pronto, sintió el impacto de un golpe en un lado de la cabeza; perdió el equilibrio y cayó hacia ese lado.
—No ves bien, ¿eh, insector? —dijo Peter. Ender comenzó a quitarse la máscara. Peter le puso un pie en la ingle.
—No te quites la máscara —dijo.
Ender bajó la máscara a su sitio y retiró las manos.
Peter hizo presión con el pie. Ender sintió que el dolor le atravesaba y se dobló.
—Sigue tendido, insector. Te vamos a viviseccionar, insector. Por fin hemos cogido a uno vivo y podemos ver qué tenéis dentro.
—Peter, para —dijo Ender.
—Peter, para. Muy bien. O sea, que los insectores podéis adivinar nuestros nombres. Podéis haceros pasar por niños buenos para que os queramos y seamos buenos con vosotros. Pero no te servirá de nada. Puedo ver lo que eres en realidad. Querían hacernos creer que eras humano, Tercerito, pero en realidad eres un insector, y ahora se ve.
Levantó el pie, dio un paso adelante y se arrodilló sobre Ender, apretando la rodilla contra su vientre justo debajo del esternón. Aplicó cada vez más peso. Se hacía difícil respirar.
—Te podría matar así —susurró Peter—.
Basta apretar y apretar hasta que estuvieses muerto. Y podría decir que no sabía que te iba a hacer daño, que estábamos jugando, y me creerían, y todo saldría bien. Y estarías muerto. Todo habría salido bien.
Ender no podía hablar; no le quedaba aire en los pulmones. Peter podría estar hablando en serio. Probablemente no hablaba en serio, pero podría.
—Hablo en serio —dijo Peter—. Pienses lo que pienses, hablo en serio. Sólo te autorizaron porque yo era tan prometedor. Pero no salí tan bien como pensaban. Tú saliste mejor. Creen que tú eres mejor. Pero no quiero tener un hermanito mejor, Ender. No quiero tener un Tercero.
—Lo contaré todo —dijo Valentine.
—Nadie te creería.
—Me creerán.
—Entonces, tú también morirás, dulce hermanita.
—Claro —dijo Valentine—, se creerán toda esta historia: «No sabía que mataría a Andrew. Y cuando ya estaba muerto, no sabía que mataría a Valentine también.»
La presión cedió un poco.
—Hoy, no. Pero algún día no estaréis juntos. Y habrá un accidente.
—Hablas por hablar —dijo Valentine—. No lo dices en serio.
—¿Tú crees?
—¿Sabes por qué no lo dices en serio? —preguntó Valentine—. Porque quieres estar en el gobierno algún día. Quieres que te elijan. Y no te elegirán si tus adversarios descubren que tu hermano y tu hermana murieron en accidentes sospechosos cuando eran pequeños. Especialmente gracias a una carta que he introducido en mi fichero secreto, y que será abierta en caso de que muera.
—No me harás creer esas tonterías —dijo Peter.
—La carta dice: «No he muerto de muerte natural. Peter me ha matado y si todavía no ha matado a Andrew, lo hará pronto.» No es suficiente para condenarte, pero sí es suficiente para que nunca te elijan.
—Tú eres ahora su monitor —dijo Peter—. Más vale que le vigiles noche y día. Más vale que estés ahí.
—Ender y yo no somos estúpidos. Obtuvimos tan buenas puntuaciones como tú en todo. Mejores en algunas cosas. Los tres somos niños asombrosamente brillantes. No eres el más listo, Peter, sólo el más grande.
—Lo sé. Pero llegará el día en que no estés con él, en que se te olvide. De pronto te acordarás y correrás en su busca, y él estará ahí, perfectamente. Y la siguiente vez no te preocuparás tanto, y no te darás tanta prisa. Y una y otra vez, él estará perfectamente. Y pensarás que lo he olvidado. Aunque te acuerdes que dije esto, pensarás que lo he olvidado. Y pasarán los años. Y entonces sucederá un accidente terrible, y encontraré su cuerpo, y lloraré desconsoladamente sobre él, y te acordarás de esta conversación, Vally, pero te avergonzarás de ti misma por haberlo recordado, porque sabrás que he cambiado, que en realidad fue un accidente, que sería cruel incluso acordarse de lo que dije en una discusión infantil. Sólo que será verdad. Voy a grabarme esto en la cabeza, y él morirá, y tú no harás nada, nada. Pero sigue creyendo que tan sólo soy el más grande.