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—No le he hecho venir para perder el tiempo. ¿Cómo diablos se las ha arreglado el ordenador para hacer eso?

—No lo sé.

—¿Cómo pudo coger una fotografía del hermano de Ender e introducirla en los gráficos de la rutina del País de la Fantasía?

—Cuando programaron el ordenador, yo no estaba presente, coronel Graff. Lo único que sé es que, hasta ahora, el ordenador nunca había llevado a nadie a ese lugar. Llegar al País de la Fantasía es ya bastante extraño, pero ya no es el País de la Fantasía. Está más allá del Fin del Mundo y…

—Conozco los nombres de los lugares, lo que no conozco son sus significados.

—El País de la Fantasía estaba programado en el ordenador. Se le menciona en algunos sitios. Pero en ningún sitio se habla del Fin del Mundo. No tenemos ninguna experiencia con él.

—No me gusta que el ordenador torture de esa forma la mente de Ender. Peter Wiggin es la persona más fuerte de su vida, exceptuando, tal vez, a su hermana Valentine.

—Además, el juego está diseñado para ayudarles a desarrollarse, para ayudarles a encontrar mundos en los que puedan sentirse bien.

—¿Es que no lo entiende, mayor Imbu? No quiero que Ender se sienta bien con el fin del mundo. Nuestro trabajo no consiste en hacer que se sienta bien con el fin del mundo.

—El Fin del Mundo del juego no es necesariamente el fin de la humanidad en una guerra contra los insectores. Tiene un significado personal para Ender.

—¿Ah sí? ¿Qué significado?

—No lo sé, señor. No soy el chico. Pregúnteselo a él.

—Mayor Imbu, se lo pregunto a usted.

—Podría tener mil significados.

—Dígame uno.

—Usted ha aislado al muchacho. Tal vez esté deseando que llegue el fin de este mundo, la Escuela de Batalla. O tal vez se refiera al fin del mundo en el que creció, a su hogar, a su venida aquí. O tal vez es su forma de enfrentarse con el hecho de haber destrozado aquí a tantos chicos. Ya sabe que Ender es un chico muy sensible y ha infligido mucho daño físico a algunas personas; puede que esté deseando que llegue el fin de ese mundo.

—O de ninguno de ellos.

—El juego establece una relación entre el muchacho y el ordenador. Juntos crean historias. Las historias son verdaderas, en el sentido en que reflejan la realidad de la vida del muchacho. Eso es lo único que sé.

—Le diré lo que sé yo, mayor Imbu. Esa fotografía de Peter Wiggin no se ha podido sacar de los ficheros de esta escuela. No tenemos ninguna información sobre él, electrónica o no, desde que Ender vino. Y esa fotografía es más reciente.

—Sólo ha transcurrido un año y medio› señor. ¿Cuanto puede haber cambiado el muchacho?

—Ahora lleva un peinado totalmente distinto. Le rehicieron la boca con ortopedia dental He conseguido en la Tierra una fotografía reciente y la he comparado. La única posibilidad que tenía el ordenador de la Escuela de Batalla para conseguir esa fotografía era requisarla en un ordenador de la Tierra. Y además tenía que ser uno que no esté conectado con la F.I. Para eso hace falta un permiso de requisición. No se puede ir sin más ni más al condado de Guilford, Carolina del Norte, y arrancar una fotografía de los ficheros de la escuela. ¿Autorizó alguien de esta escuela ese acceso?

—No lo entiendo, señor. Nuestro ordenador de la Escuela de Batalla es sólo una parte de la red de la F.I. Si nosotros queremos una fotografía, tenemos que conseguir una requisitoria, pero si el juego decide que la fotografía es necesaria…

—Puede ir y cogerla.

—No siempre. Sólo cuando es por el bien del muchacho.

—De acuerdo, es por su bien. Pero ¿por qué? Su hermano es peligroso, su hermano fue rechazado para este programa porque es uno de los peores seres humanos que han pasado por nuestras manos, ¿Por qué es tan importante para Ender? ¿Por qué, después de tanto tiempo?

—Sinceramente, no lo sé, señor. Y el programa del juego está diseñado deforma que no nos lo puede decir. En realidad, cabe que ni él mismo lo sepa. Estamos en un terreno inexplorado.

—¿Quiere decir que el ordenador inventa cosas a medida que avanza?

—Puede decirlo así.

—Bueno, eso hace que me sienta mejor, Creía que era el único.

Valentine celebraba sola el octavo cumpleaños de Ender, en el patio trasero con cerca de madera de su nueva casa de Greensboro. Limpió de agujas de pino y de hojas una pequeña parcela de suelo, y con una astilla grabó en la tierra el nombre de Ender. Luego hizo un pequeño tepee con astillas y agujas de pino, y encendió un fuego. Salió humo que se entretejió con las ramas y las agujas del pino. «Directo al espacio —dijo en silencio—. Directo a la Escuela de Batalla.»

No había llegado ninguna carta y, por lo que sabían, tampoco él había recibido ninguna. Cuando se lo llevaron, su padre y su madre se sentaban en la mesa y tecleaban largas cartas cada dos o tres días. Pronto, sin embargo, fue una vez a la semana, y cuando vieron que no recibían contestación, una vez al mes. Ahora hacía dos años que se había ido, y no había cartas, ninguna, y ningún recuerdo en su cumpleaños. «Está muerto —pensó con amargura—, porque le hemos olvidado.»

Pero Valentine no le había olvidado. No dejó que sus padres lo supieran y sobre todo nunca insinuó a Peter lo asiduamente que pensaba en Ender, lo asiduamente que le escribía cartas que sabía que no contestaría. Y cuando su padre y su madre les anunciaron que iban a dejar la ciudad para trasladarse a Carolina del Norte, precisamente a Carolina del Norte, Valentine comprendió que nunca confiaron en volver a ver a Ender. Dejaban el único lugar donde él podía encontrarles. ¿Cómo los iba a encontrar Ender aquí, entre estos árboles, bajo este cielo variable y pesado? Había vivido toda su vida en la profundidad de los pasillos, y si todavía estaba en la Escuela de Batalla, allí incluso había menos contacto con la naturaleza. ¿Qué impresión le causaría este lugar?

Valentine sabía por qué se había trasladado aquí. Era por Peter, para que la vida entre árboles y animales pequeños, para que la naturaleza en la forma más cruda que papá y mamá podían concebir, ejerciera una influencia dulcificadora en su extraño y terrible hijo. Y, en cierta forma, la ejerció. Peter se adaptó rápidamente. Largos paseos al aire libre, atajando por bosques y saliendo al campo abierto. Algunas veces, para pasar todo el día, llevaba sólo un bocadillo o dos, compartiendo con su consola el espacio de la mochila que portaba en la espalda, y una pequeña navaja en el bolsillo.

Pero Valentine lo sabía. Había visto una ardilla medio despellejada, con sus manitas y pies empaladas en astillas clavadas en la tierra. Se imaginó a Peter atrapándola, empalándola, y separando y despellejando la piel sin abrirle las tripas, mirando los músculos retorcer y contraerse. ¿Cuánto tiempo habría tardado la ardilla en morir? Y Peter estuvo sentado todo ese tiempo cerca de ella, apoyado en el árbol donde a lo mejor había anidado la ardilla, jugando con la consola mientras la vida de la ardilla se escurría.

Al principio se horrorizó, y en la cena estuvo a punto de devolver, viendo a Peter comer con tanto vigor y hablar con tanta alegría. Pero más tarde pensó en ello y comprendió que quizá fuera para Peter una especie de magia, algo parecido a sus pequeños fuegos; un sacrificio que de alguna forma aplacaba a los oscuros dioses que iban a la caza de su alma. Mejor torturar ardillas que niños. «Peter ha sido siempre un labrador de dolor, que lo siembra, lo alimenta, y lo devora con avidez cuando está maduro; mejor que lo tome en estas dosis pequeñas e intensas que con sombría crueldad en los niños de la escuela», se decía la muchacha.