Tenía tanto maldito respeto que quería gritar.
Miraba a los chicos jóvenes de su escuadra, recién llegados de sus grupos de lanzamiento, observaba cómo jugaban, cómo se burlaban de sus jefes cuando creían que nadie les veía. Observaba la camaradería de los viejos amigos que se habían conocido durante años en la Escuela de Batalla, que reían y hablaban de las viejas batallas y de los comandantes y soldados que se habían graduado hacía tiempo.
Pero con sus viejos amigos no había risas, no había recuerdos. Sólo trabajo. Sólo inteligencia y excitación en el juego, pero nada más. Esa noche se había llegado a un punto crucial en las prácticas nocturnas. Ender y Alai estaban discutiendo los matices de las maniobras en espacio abierto cuando Shen se acercó y escuchó durante unos instantes, y luego, de repente, cogió a Alai por los hombros y gritó:
—¡Nova! ¡Nova! ¡Nova!
Alai se echó a reír y por un instante Ender les vio recordar juntos la batalla en que la maniobra en espacio abierto había sido real y habían esquivado a los chicos mayores, y…
De pronto se acordaron que Ender estaba allí.
—Perdona, Ender —dijo Shen. ¿Perdona? ¿Por qué? ¿Por ser amigos?
—Yo también estaba allí, ya lo sabes —dijo Ender.
Y se disculparon de nuevo. De vuelta al trabajo. De vuelta al respeto. Ender comprendió que no se les había ocurrido incluirle en sus risas, en su amistad.
«¿Cómo iban a pensar que yo también formaba parte? ¿Acaso me reí? ¿Acaso participé? Me limitaba a estar allí, observando, como un profesor…
»Así es cómo me ven. Profesor. Soldado legendario. No uno de ellos. No alguien a quien abrazas y susurras salaam en la oreja.» Eso sólo duró mientras Ender seguía pareciendo vulnerable. Ahora era el soldado principal y estaba completa, totalmente solo.
«Compadécete de ti, Ender.»
Tumbado en la litera, escribió en la consola POBRE ENDER. Entonces se rió de sí mismo y borró esas palabras. No había ningún chico o chica en esa escuela que no quisiera cambiar su sitio por el suyo.
Conectó el Juego de Fantasía. Caminó, como hacía frecuentemente, por la aldea que los enanitos habían construido en la colina formada por el cadáver del Gigante. Fue fácil construir fuertes paredes con las costillas ya curvadas justo a la medida, dejando entre ellas el espacio exacto suficiente para hacer ventanas. El cadáver fue cortado en apartamentos, abiertos al camino que formaba la columna vertebral del Gigante. El anfiteatro público estaba esculpido en la taza de la pelvis, y la manada comunal de ponies pastaba entre las piernas del Gigante. Ender nunca sabía con seguridad qué estaban haciendo los enanitos siempre ocupados en sus cosas, pero como le dejaban caminar en paz por la aldea, él tampoco les hacía ningún daño.
Saltó el hueso pélvico de la base de la plaza pública y caminó por los pastos. Los ponies se alejaron asustados. No les persiguió. Ender ya no se acordaba de cómo funcionaba el juego. En los viejos tiempos, antes de haber ido por primera vez al Fin del Mundo, solo había combates y rompecabezas que resolver, derrotar al enemigo antes de que te mate, descifrar la forma de salvar el obstáculo. Sin embargo, ahora nadie atacaba, no había guerra, y fuera donde fuera, no encontraba ningún obstáculo.
Exceptuando, por supuesto, la habitación del palacio del Fin del Mundo. Era el único lugar peligroso que quedaba. Y Ender, a pesar de que juraba a menudo que no iría, siempre volvía allí, siempre mataba a la serpiente, siempre miraba a su hermano cara a cara, y siempre, hiciera lo que hiciera a continuación, moría.
Esta vez no fue diferente. Intentó usar el cuchillo de la mesa para hacer palanca en el mortero y sacar una piedra de la pared. Tan pronto como rompió el sello de mortero, comenzó a borbotear un chorro de agua por la grieta, y Ender miraba la consola mientras su figura, ahora fuera de su control, luchaba desesperadamente por sobrevivir, por evitar morir ahogada. Las ventanas de la habitación habían desaparecido, el agua subía, y su figura se ahogó. Mientras ocurría todo eso, la cara de Peter Wiggin seguía en el espejo mirándole.
«Estoy atrapado —pensó Ender—, atrapado en el Fin del Mundo sin ninguna salida.» Y conoció por fin el amargo sabor que le había apesadumbrado, a pesar de todos sus éxitos en la Escuela de Batalla. Era desesperación.
Había hombres uniformados en las entradas de la escuela cuando llegó Valentine. No estaban firmes como guardias, sino más bien holgazaneando como si estuvieran esperando a que alguien de dentro finalizara sus asuntos. Vestían uniformes de marines de la F.I., los mismos uniformes que todo el mundo veía en los sangrientos combates de los vídeos. Daba un aire de aventura al día; todos los niños estaban excitados.
Valentine no lo estaba. Por un lado le hacía pensar en Ender. Y por el otro, le asustaba. Alguien había publicado recientemente un feroz comentario sobre las obras completas de Demóstenes. El comentario, y por consiguiente su trabajo, habían sido discutidos en la conferencia abierta de la red de relaciones internacionales, y algunas de las personas más importantes de la actualidad atacaban y defendían a Demóstenes. Lo que más le preocupaba era el comentario de un señor inglés: «Tanto si le gusta como si no, Demóstenes no puede permanecer en el anonimato eternamente. Ha encolerizado a demasiados sabios y ha contentado a demasiados locos como para continuar oculto más tiempo detrás de su seudónimo tan apropiado. O se desenmascara él mismo para asumir el liderazgo de las fuerzas de la estupidez que ha despertado, o sus enemigos le desenmascararán para poder entender mejor la enfermedad que ha producido una mente tan retorcida y perversa.»
Peter había estado encamado, podía estarlo. Valentine tenía miedo de que la perversa personalidad de Demóstenes hubiera molestado a demasiadas personas poderosas; de que, en efecto, la localizaran. La F.I. lo podía hacer, aunque el gobierno americano estuviera constitucionalmente obligado a no hacerlo. Y aquí estaban las tropas de la F.I. reunidas en la Escuela de Western Guildford, precisamente aquí. Y no exactamente con la intención normal de reclutar marines para la F.I.
Así que no se sorprendió al encontrar un mensaje desfilando por su consola en cuanto la conectó.
Valentine esperó nerviosamente a la puerta de la oficina de la subdirectora hasta que la doctora Lineberry abrió la puerta y le indicó con señas que entrara. Su última duda desapareció cuando vio al hombre barrigudo con uniforme de coronel de la F.I. sentado en el único sillón confortable de la habitación.
—Tú eres Valentine Wiggin —dijo.
—Sí—susurró.
—Soy el coronel Graff. Nos hemos visto antes.
«¿Antes? ¿Cuándo había tenido tratos con la EL?»
—He venido para hablarte confidencialmente, de tu hermano.
«No sólo soy yo —pensó—. Tienen a Peter. ¿O es algo nuevo? ¿Ha hecho alguna locura? Creía que había dejado de hacer locuras.»
—Valentine, pareces asustada. No hay ningún motivo. Por favor, siéntate. Te aseguro que tu hermano está bien. Ha cumplido de sobra nuestras expectativas.
Y ahora, con una gran efusión interna de alivio, comprendió que habían venido por Ender. Ender. No era para castigarla, era el pequeño Ender, que había desaparecido hacía tanto tiempo, que, ahora, ya no formaba parte de las intrigas de Peter. «Tú fuiste el afortunado, Ender. Te fuiste lejos antes de que Peter te pudiera enredar en su conspiración.»
—Valentine, ¿cómo te sientes respecto a tu hermano?
—¿Ender?
—Claro.
—¿Cómo me voy a sentir? No le he visto ni he tenido noticias de él desde que tenía ocho años.