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—¿Mañana por la mañana, entonces?

—No.

—Bueno, ¿cuándo?

—Nunca más, en lo que a mí respecta.

Podía oír los murmullos detrás de él.

—Eh, eso no es justo —dijo uno de los chicos.

—No es culpa nuestra que los profesores estén trucando el juego. No puedes dejar de enseñarnos sólo porque…

Ender golpeó violentamente la pared con la mano abierta y gritó al chico:

—¡Ya no me importa el juego!

Su voz resonó por el corredor. Los chicos de otras escuadras se asomaron a sus puertas. Habló en voz baja rompiendo el silencio.

—¿Lo entendéis? —Y susurró—. El juego ha terminado.

Volvió a su habitación solo. Quiso tumbarse, pero no pudo porque la cama estaba mojada. Eso le recordó todo lo que había sucedido ese día, y, enfurecido, arrancó el colchón y las sábanas de la estructura de la cama y los tiró al corredor. Luego lió un uniforme para hacerlo servir de almohada y se tendió sobre la estructura de alambres ensartados del somier. Era incómodo, pero no lo suficiente como para levantarse.

Apenas llevaba allí unos minutos cuando alguien llamó a la puerta.

—¡Vete! —dijo con voz suave.

Quienquiera que fuera el que estaba llamando, o no le oyó o no le importó. Finalmente, Ender dijo que entrara.

Era Bean.

—Vete, Bean.

Bean asintió con la cabeza, pero no se marchó. Se limitó a mirar al suelo. Ender estuvo a punto de chillarle, maldecirle, gritarle que se marchara. Pero advirtió lo cansado que parecía Bean, con el cuerpo doblado por el cansancio, con los ojos oscuros por la falta de sueño; y sin embargo su piel seguía siendo suave y traslúcida, la piel de un niño, las mejillas con curvas suaves, los miembros esbeltos de un chiquillo. Todavía no tenía ocho años. No importaba que fuera brillante y aplicado y bueno. Era un niño. Era joven.

«No lo es —pensó Ender—. Pequeño, sí. Pero Bean ha pasado por una batalla en la que toda una escuadra completa dependía de él y de los soldados que mandaba, y lo hizo espléndidamente, y ganaron. No hay juventud en eso. Ni infancia.»

Interpretando el silencio y la expresión apaciguada de Ender como un permiso para quedarse, Bean dio otro paso hacia el interior de la habitación. Sólo entonces vio Ender el pequeño trozo de papel en sus manos.

—¿Te han trasladado? —preguntó Ender. Le parecía increíble, pero el sonido de su voz salió indiferente, muerto.

—A la escuadra Conejo.

Ender asintió con la cabeza. «Claro. Era obvio. Si no me pueden derrotar con mi escuadra, me quitan la escuadra…»

—Carn Carby es un buen hombre —dijo Ender—. Espero que reconozca lo que vales.

—Carn Carby ha sido graduado hoy. Recibió el aviso mientras estábamos en batalla.

—Bien, entonces, ¿quién está al mando de Conejo?

Bean extendió las manos desesperanzadamente.

—Yo.

Ender miró al techo y asintió con la cabeza.

—Claro. Después de todo, sólo tienes cuatro años menos de la edad regular.

—No es divertido. No sé qué está pasando aquí. Todos los cambios del juego. Y ahora esto. Y no he sido el único trasladado. Han graduado a la mitad de los comandantes y han puesto a muchos de los muchachos al mando de sus escuadras.

—¿Quiénes?

—Parece que… todos los jefes de batallón y todos los ayudantes.

—Claro. Si deciden hundir mi escuadra, cortarán por la raíz; hagan lo que hagan, lo hacen a conciencia.

—Aun así, seguirás ganando, Ender. Todos lo sabemos. Crazy Tom dijo: «¿No pretenderán que descubra la forma de vencer a la escuadra Dragón?» Todo el mundo sabe que eres el mejor. No pueden acabar contigo, hagan lo que…

—Ya lo han hecho.

—No, Ender, no pueden…

—Ya no me importa su juego, Bean. No voy a jugar nunca más. No más prácticas. No más batallas. Pueden poner en el suelo todos los trozos de papel que quieran, pero no iré. Tomé esa decisión hoy, antes de atravesar la puerta. Por eso hice que salieras a la sala de batalla. No creí que funcionaría, pero no me importaba. Sólo quería despedirme con clase.

—Deberías haber visto la cara de William Bee. Se quedó parado intentando descubrir cómo podía haber perdido cuando tú sólo tenías siete chicos que sólo podían menear la punta de los pies y él sólo tenía tres que no podían.

¿Por qué habría de ver la cara de William Bee? ¿Por qué habría de querer ganar a nadie? Ender apretó las palmas de las manos contra los ojos.

—Hoy he lastimado gravemente a Bonzo, Bean. Le he lastimado de verdad.

—Se lo estaba buscando.

—Le dejé sin sentido estando de pie. Era como si estuviese muerto, de pie. Y seguí pegándole.

Bean no dijo nada.

—Sólo quería asegurarme de que no me volvería a lastimar nunca más.

—No lo hará. Le han mandado a casa.

—¿Ya?

—Los profesores no han dado muchas explicaciones, nunca lo hacen. La nota oficial dice que ha sido graduado, pero donde ponen el destino —ya sabes, escuela táctica, apoyo logístico, navegación, mando, ese tipo de cosas—; sólo decía Cartagena, España. Esa es su casa.

—Me alegro que le hayan graduado.

—Mierda, Ender, nosotros nos alegramos de que se haya ido. Si hubiéramos sabido lo que te estaba haciendo, le habríamos matado en el acto. ¿Es cierto que eran un grupo de chicos contra ti?

—No. Sólo él y yo. Luchó con honor.

«Si no hubiera sido por su honor, él y los demás me habrían pegado. Entonces, puede que me hubieran matado. Su sentido del honor salvó mi vida», pensó Ender.

—Yo no luché con honor —dijo Ender—. Luché para vencer. Bean rió.

—Y venciste. Le pusiste en órbita de una patada.

Llamaron a la puerta. Antes de que Ender pudiera contestar, la puerta se abrió. Ender imaginó que serían más soldados suyos. Pero era el mayor Anderson. Y detrás de él venía el coronel Graff.

—Ender Wiggin —dijo el coronel Graff. Ender se puso de pie.

—Sí, señor.

—Tu alarde de mal genio de hoy en la sala de batalla era insubordinación y no se ha de repetir.

—Sí, señor —dijo Ender. Bean todavía se sentía insubordinado, y no creía que Ender se merecía la reprimenda.

—Creo que ya era hora de que alguien dijera a los profesores lo que pensamos sobre lo que han estado haciendo.

Los adultos le ignoraron. Anderson alargó a Ender una hoja de papel. Una hoja de tamaño grande. No uno de esos trozos de papel que contenían órdenes de régimen interno de la Escuela de Batalla; era toda una serie de órdenes. Bean sabía lo que significaba. Trasladaban a Ender de la escuela.

—¿Graduado?—preguntó Bean. Ender asintió con la cabeza.

—¿Qué les ha hecho tardar tanto? Sólo vas dos o tres años adelantado. Ya has aprendido a caminar, hablar y vestirte por ti mismo. ¿Qué les queda por enseñarte?

Ender negó con la cabeza.

—Sólo sé que el juego se ha acabado. Dobló el papel.

—Nunca es demasiado pronto. ¿Puedo hablar con mi escuadra?

—No hay tiempo —dijo Graff.

—Tu transbordador sale en veinte minutos. Además, es mejor no hablar con ellos después de haber recibido tus órdenes. Lo hace más fácil.

—¿Para ellos o para ustedes? —preguntó Ender.

No esperó la respuesta. Se volvió rápidamente hacia Bean, cogió su mano por un momento, y luego se dirigió hacia la puerta.

—Espera —dijo Bean—. ¿Dónde vas? ¿Táctica? ¿Navegación? ¿Apoyo logístico?

—Escuela de Alto Mando —dijo Ender.

—¿Mando?

—Alto Mando —confirmó Ender.

Y para entonces ya había atravesado la puerta. Anderson le seguía de cerca. Bean cogió al coronel Graff por la manga.

—¡Nadie va a la Escuela de Alto Mando antes de los dieciséis años!