—¿No te gustaría serlo alguna vez?
Intentó imaginarse a sí misma como las demás muchachas de la escuela. Intentó imaginarse cómo sería la vida si no se sintiera responsable del futuro del mundo.
—Sería demasiado insípido.
—No lo creo.
Y se estiró en la balsa, como si pudiera tenderse en el agua para siempre.
Era verdad. No sabía qué habían hecho a Ender en la Escuela de Batalla, pero habían dilapidado su ambición. No quería abandonar las aguas caldeadas por el sol de su tazón.
«No —pensó—. No, él cree que no quiere marcharse de aquí, pero todavía hay demasiado de Peter en él. O demasiado de mí. Ninguno de nosotros sería feliz por mucho tiempo no haciendo nada. O a lo mejor es que ninguno de nosotros puede ser feliz viviendo sín más compañía que nosotros mismos.»
Por eso comenzó a pincharle de nuevo.
—¿Cuál es el nombre que todo el mundo conoce?
—Mazer Rackham.
—¿Qué pasaría si ganaras la siguiente guerra, como lo hizo Mazer?
—Lo de Mazer Rackham fue un golpe de suerte. Nadie creía en él. Simplemente, dio la casualidad de que estaba en el lugar adecuado.
—Pero imagina que lo haces. Imagina que ganas a los insectores y que tu nombre es tan célebre como el de Mazer Rackham.
—Que sea famoso otro. Peter quiere ser famoso. Que salve él al mundo.
—No estoy hablando de fama, Ender. Tampoco estoy hablando del poder. Estoy hablando de casualidades, como la casualidad de que fuera Mazer Rackham el que estaba allí cuando alguien tenía que detener a los insectores.
—Si estoy aquí—dijo Ender—, no estaré allí. Estará otro. Que tenga esa casualidad.
Su tono de aburrida indiferencia le enfureció.
—Estoy hablando de mi vida, pequeño desgraciado egocéntrico.
Si sus palabras le molestaron, no lo demostró. Seguía estirado, con los ojos cerrados.
—Cuando eras pequeño y Peter te torturaba, te gustaba que no me recostara a esperar a que papá y mamá vinieran a salvarte. Nunca entendieron lo peligroso que era Peter. Sabía que tenías el monitor, pero tampoco esperaba a que vinieran ellos. ¿Sabes lo que solía hacerme Peter porque le impedía lastimarte?
—Cállate —susurró Ender.
Porque vio que su pecho temblaba, porque supo que le había lastimado de verdad, porque supo que, al igual que Peter, había descubierto su punto más débil y que le había clavado ahí el cuchillo, se quedó en silencio.
—No les puedo vencer —dijo Ender en voz baja—. Algún día me encontraré allí como Mazer Rackham, y todo el mundo dependerá de mí, y no seré capaz de hacerlo.
—Si tú no puedes, Ender, nadie podrá. Si tú no les puedes vencer, merecen ganar porque son más fuertes y mejores que nosotros. No será tu culpa.
—Díselo a los muertos.
—Si no eres tú, ¿quién entonces?
—Cualquiera.
—Nadie, Ender. Te voy a decir una cosa. Si lo intentas y pierdes, no será culpa tuya. Pero si no lo intentas y perdemos, será por tu culpa. Nos habrás matado a todos.
—De todos modos, soy un asesino.
—¿Qué otra cosa podrías ser? Los seres humanos no desarrollaron el cerebro para tumbarse en los lagos. Matar es lo primero que aprendimos. E hicimos bien, o estaríamos muertos, y los tigres poseerían la Tierra.
—Nunca pude vencer a Peter. Hiciera lo que hiciera o dijera lo que dijera. No pude.
—Otra vez con Peter. Era mayor que tú. Y era más fuerte.
—También lo son los insectores.
Valentine veía su razonamiento. O más bien, su falta de razonamiento. Podía ganar todo lo que quisiera, pero sabía que había alguien que podía destruirle. Siempre supo que no había ganado, porque ahí estaba Peter, campeón invicto.
—¿Quieres vencer a Peter? —preguntó.
—No —respondió.
—Vence a los insectores. Luego ven a casa y mira a ver si alguien se acuerda de que existe Peter Wiggin. Mírales a los ojos cuando todo el mundo te quiera y te reverencie. Para él eso significará la derrota, Ender. Así es cómo vencerás.
—No lo entiendes —dijo.
—Sí lo entiendo.
—No lo entiendes. No quiero vencer a Peter.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Quiero que él me quiera.
No tenía respuesta. Que ella supiera, Peter no quería a nadie.
Ender no dijo nada más. Simplemente seguía allí tumbado. Y allí siguió.
Finalmente Valentine, goteando sudor, con los mosquitos empezando a revolotear a medida que se acercaba el crepúsculo, se dio una última zambullida en el agua y luego empezó a empujar la balsa hacia la orilla. Ender no mostró ninguna señal de saber lo que hacía Valentine, pero su respiración irregular decía a Valentine que no estaba dormido. Cuando llegaron a la orilla, trepó al muelle y dijo:
—Te quiero, Ender. Más que nunca. Decidas lo que decidas.
No respondió. Dudaba que le creyera. Volvió a subir la colina, encolerizada con ellos por hacerle venir ante Ender de esa forma. Porque, después de todo, había hecho justo lo que ellos querían. Había intentado convencer a Ender de que regresara a su adiestramiento, y él no se lo perdonaría fácilmente.
Ender entró por la puerta, todavía mojado de su último chapuzón en el lago. Estaba oscuro afuera, y oscuro en la habitación donde Graff le esperaba.
—¿Nos marchamos? —preguntó Ender.
—Si quieres —dijo Graff.
—¿Cuándo?
—Cuando estés preparado.
Ender se duchó y se vistió. Al final, se había acostumbrado a las diferentes prendas de la ropa de paisano, pero todavía no se sentía a gusto sin el uniforme o el traje refulgente. «No volveré a ponerme un traje refulgente —pensó—. Ese era el juego de la Escuela de Batalla, y ya lo he pasado.» Oyó el chirrido frenético de los grillos en los bosques; oyó, más cercano el sonido crepitante de un coche avanzando lentamente sobre la gravilla.
¿Qué más debía llevarse? Había leído varios libros de la biblioteca, pero pertenecían a la casa y no podía llevárselos. Lo único que poseía era la balsa, que había hecho con sus propios manos. Eso también se quedaría ahí.
Ahora las luces de la habitación donde esperaba Graff estaban encendidas. También se había cambiado de ropa. Volvía a vestir el uniforme.
Se sentaron los dos en el asiento trasero del coche, y recorrieron carreteras comarcales que les llevarían al aeropuerto.
—Tiempo atrás, cuando la población se multiplicaba —dijo Graff—, preservaron esta área de bosques y granjas. Es una cuenca. Las precipitaciones producen aquí el nacimiento de muchos ríos, y un gran caudal de agua subterránea circula por todas partes. La Tierra es profunda, y rebosa de vida por todas partes, Ender. Nosotros, las personas, sólo vivimos en la superficie, como los insectos que viven en la podredumbre del agua estancada, cerca de la orilla. Ender no dijo nada.
—Adiestramos a nuestros comandantes de la forma que lo hacemos porque así hay que hacerlo. Tienen que pensar de una forma determinada, no se pueden distraer con otras cosas, por eso les aislamos. Te aislamos. Te mantenemos separado. Y funciona. Pero es tan fácil, cuando no conoces a ninguna persona, cuando no conoces ni la propia Tierra, cuando vives con paredes metálicas que te resguardan del frío del espacio, es fácil olvidar por qué vale la pena salvar la Tierra. Por qué el mundo de las personas puede valer el precio que estás pagando.
«Por eso me trajisteis aquí —pensó Ender—. A pesar de vuestras prisas, para eso empleasteis tres meses, para hacerme amar la Tierra. Bien, funcionó. Todos vuestros trucos funcionan. Valentine, también; ella era otro de vuestros trucos, recordarme que no iba a la escuela por mí. Bien, no lo olvidaré.»
—Puede que haya utilizado a Valentine —dijo Graff—, y puede que me odies por ello, Ender, pero ten presente esto: sólo da resultado por eso que hay entre vosotros, eso es real, eso es lo que importa. Hay miles de millones de esas conexiones entre los seres humanos. Tu combate sirve para mantener eso vivo.