Ender volvió la cara hacia la ventana y miró a los helicópteros y dirigibles subir y bajar.
Cogieron un helicóptero hasta el puerto espacial de la F.I., en Stumpy Point. Oficialmente, tenía el nombre de un Hegemon muerto, pero todos le llamaban Stumpy Point, en memoria del desdichado pueblo sobre el que se había pavimentado cuando hicieron los accesos a las vastas islas de hormigón y acero que salpicaban Pamlico Sound. Todavía había aves acuáticas caminando con pasos pequeños y suaves sobre el agua salada, donde se sumergían árboles musgosos como si fueran a beber. Comenzó a llover ligeramente, y el cemento era negro y liso; era difícil saber dónde acababa el cemento y dónde comenzaba Pamlico Sound.
Graff le condujo por un laberinto de entradas. La autorización era una pequeña bola de plástico que llevaba Graff. La dejaba caer en tol-Vas, y se abrían puertas y la gente se ponía firmes y les saludaban y las tolvas escupían la bola y Graff seguía. Ender se dio cuenta de que al principio todos miraban a Graff, pero a medida que profundizaban en el interior del puerto espacial, la gente comenzó a mirar a Ender. AI principio se fijaban en el hombre que tenía la autoridad real, pero después, donde todos tenían autoridad, era su carga lo que les interesaba ver.
Sólo cuando Graff se amarró al asiento del transbordador junto a él, Ender comprendió que Graff iba a despegar con él.
—¿Hasta dónde? —preguntó Ender—. ¿Hasta dónde me va a acompañar? Graff sonrió ligeramente.
—Todo el camino, Ender.
—¿Le han nombrado director de la Escuela de Alto Mando?
—No.
Habían trasladado a Graff de su puesto de la Escuela de Batalla sólo para que acompañara a Ender a su siguiente destino. «¡Qué importante soy! —se dijo. Y, como un susurro con la voz de Peter, oyó dentro de su cerebro la pregunta—: ¿Cómo puedo utilizarlo?»
Se encogió de hombros e intentó pensar en otra cosa. Peter podía tener el delirio de regir el mundo, pero Ender no lo tenía. Sin embargo, pensando de nuevo en su vida en la Escuela de Batalla, se le ocurrió que aunque nunca había perseguido el poder, siempre lo había tenido. Pero decidió que era un poder nacido de la superioridad, no de la manipulación. No tenía ningún motivo para avergonzarse. Con la posible excepción de Bean, nunca había utilizado su poder para hacer daño a nadie. Y después de todo, con Bean las cosas habían ido bien. Bean se había convertido al final en un amigo, destinado a ocupar el sitio del perdido Alai, quien a su vez ocupó el sitio de Valentine. Valentine, que estaba ayudando a Peter en sus intrigas. Valentine, que seguía queriendo a Ender pasara lo que pasara. Y siguiendo ese tren de pensamientos, volvió a la Tierra, volvió a las tranquilas horas en medio del agua clara cercada por un tazón de tres colinas cubiertas de árboles. «Eso es la Tierra —pensó—. No un globo de miles de kilómetros, sino un bosque con un lago brillante, una casa escondida en la cresta de la colina, rodeada de árboles, una ladera cubierta de hierba que subía desde el agua, peces saltando y pájaros cayendo en picado para atrapar los insectos que vivían en la frontera entre el agua y el cielo. La Tierra era el ruido constante de grillos y vientos y pájaros. Y la voz de una chica, que le hablaba de su infancia lejana. La misma voz que una vez le protegió del terror. La misma voz por la que haría cualquier cosa para que siguiera viviendo, incluso regresar a la escuela, incluso dejar la Tierra de nuevo otros cuatro, o cuarenta o cuatro mil años. Aunque quisiera más a Peter.
Tenía los ojos cerrados, y no había emitido ningún sonido excepto el de su respiración; sin embargo, Graff extendió la mano por el y le tocó la suya, Ender se puso rígido de asombro, y Graff retiró la mano, pero la insólita idea de que Graff pudiera sentir algún afecto hacia él le desconcertó. Pero no, era otro gesto calculado. Graff estaba convirtiendo a un niño en un comandante. Seguramente, la lección 17 del plan de estudios incluía un gesto cariñoso por parte del maestro.
El transbordador llegó al satélite LIP en unas pocas horas. El Lanzamiento Ínter-Planetario era una ciudad de tres mil habitantes, que respiraban oxígeno de las plantas que además les alimentaban, que bebían agua que había pasado ya por sus cuerpos diez mil veces, que vivían sólo para mantener los remolcadores que llevaban suministros por todo el sistema solar y los transbordadores que recogían sus cargamentos y pasajeros de regreso a la Tierra o a la Luna. Era un mundo donde, en poco tiempo, Ender se sintió como en casa, pues sus suelos se elevaban como en la Escuela de Batalla.
Su remolcador era bastante nuevo; la F.I. desechaba constantemente los vehículos viejos y adquiría los últimos modelos. Acababa de traer una inmensa carga de acero fundido procesado por una nave-factoría que estaba desmontando planetoides menores en el cinturón de asteroides. El acero se dejaría en la Luna, y ahora el remolcador estaba acoplado a catorce gabarras. Pero Graff metió de nuevo su bola en el lector, y las gabarras se desengancharon del remolcador. Esta vez haría un viaje rápido, al destino que dijeran las especificaciones de Graff, que no sería consignado hasta que el remolcador se hubiera separado del LIP.
—No es un gran secreto —dijo el capitán del remolcador—. Cuando el destino es desconocido, se trata de LÍE.
Por analogía con LIP, Ender decidió que esas siglas significaban Lanzamiento ínter-Estelar.
—Esta vez, no —dijo Graff.
—Entonces, ¿adónde?
—Al Alto Mando de la F.I.
—Ni siquiera tengo permiso para saber dónde está eso, señor.
—Su nave lo sabe —dijo Graff—. Dejemos que el ordenador eche un vistazo a esto y siga el curso que le trace.
Entregó la bola de plástico al capitán.
—¿Se supone que he de mantener los ojos cerrados todo el viaje, para no descubrir dónde estamos?
—Oh, no, por supuesto que no. El mando de la F.I. está en el planeta menor Eros, que debe estar a unos tres meses de distancia de aquí a la velocidad máxima posible. Que, por supuesto, es a la que iremos.
—¿Eros? Pero creía que los insectores lo habían quemado hasta el punto de que la radiactividad… ¿Cuándo he recibido permiso para saberlo?
—No lo ha recibido. Cuando lleguemos a Eros, será destinado a un trabajo permanente allí.
El capitán lo entendió inmediatamente y no le gustó la idea.
—Soy un piloto, hijo de puta, no tienes ningún derecho a encerrarme en una piedra.
—Pasaré por alto su lenguaje ultrajante hacia un oficial de rango superior. Lo siento mucho, pero mis órdenes eran tomar el primer remolcador militar disponible. Cuando llegué, ése era el suyo. No creo que todos los demás estuvieran fuera para que le tocara a usted. Anímese. Puede que la guerra acabe dentro de quince años, y entonces la ubicación del Alto Mando de la F.I. no tendrá que ser un secreto. Cambiando de tema, si es usted uno de esos que confían en la vista para atracar, deberá tener cuidado. Su albedo es sólo ligeramente más brillante que el de un agujero negro. No lo verá.
—Gracias —dijo el capitán.
Transcurrió casi un mes del viaje antes de que el capitán consiguiera hablar al coronel Graff de una forma civilizada.
El ordenador de la nave tenía una biblioteca limitada, y más orientada a rellenar los ratos de ocio que a la educación. Por consiguiente, durante el viaje, después del desayuno y de los ejercicios matinales, Ender y Graff hablaban. Sobre la Escuela de Alto Mando. Sobre la Tierra. Sobre astronomía y física, y cualquier cosa que Ender quisiera saber.
Y sobre todo, quería saber cosas sobre los insectores.
—No sabemos demasiado —dijo Graff—. Nunca hemos tenido a uno a mano. Incluso cuando cogíamos a uno desarmado y vivo, moría en el momento en que era obvio que había sido capturado. Incluso su sexo es incierto; lo más probable, de hecho, es que la mayoría de los soldados insectores sean hembras, pero con órganos sexuales primarios o atrofiados. No podemos afirmarlo. Lo que te sería de más utilidad es su psicología, y no se puede decir que hayamos tenido ninguna posibilidad de entrevistarles.