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—Un antimaterialista. Y sin embargo, está desagradablemente gordo. ¿Un asceta glotón? ¡Qué contradicción!

—Cuando estoy tenso, como; mientras que usted, cuando está tenso, evacua residuos sólidos.

—Usted me gusta, coronel Graff. Creo que nos llevaremos bien.

—Eso me trae sin cuidado, almirante Chamrajnagar. He venido aquí por Ender. Y ninguno de los dos ha venido por usted.

Ender odió Eros desde el momento en que hizo el transbordo del remolcador. La Tierra, con sus suelos horizontales, había sido suficientemente desagradable; Eros era imposible. Era una roca con forma de huso de sólo seis kilómetros y medio de grosor en su punto más delgado. Como toda la superficie del planeta estaba dedicada a la absorción de la luz solar y a su conversión en energía, todo el mundo vivía en habitaciones de paredes pulidas unidas por túneles que entretejían el interior del asteroide. Los espacios cerrados no eran ningún problema para Ender; lo que le mortificaba era que todos los suelos de los túneles tenían una más que apreciable inclinación hacia abajo. Desde el principio, Ender se vio atormentado por el vértigo cuando caminaba por los túneles, en particular los que ceñían la estrecha circunferencia de Eros. El hecho de que la gravedad fuera sólo la mitad que la normal de la Tierra no era ninguna ayuda; la ilusión de estar a punto de caer era casi completa.

Además, había algo perturbador en las proporciones de las habitaciones; los techos eran demasiado bajos para su anchura, los túneles demasiado estrechos. No era un lugar confortable.

Lo peor de todo, sin embargo, era la cantidad de gente. Ender no tenía grabado en la memoria ningún recuerdo de las ciudades de la Tierra. Su idea de un número confortable de personas era la Escuela de Batalla, donde había llegado a conocer de vista a todos los que allí residían. Aquí, sin embargo, vivían diez mil personas en el interior de la roca. No estaban apiñados, a pesar de la gran cantidad de espacio dedicado al mantenimiento de la vida y a otros tipos de maquinaria. Lo que a Ender le molestaba era estar rodeado constantemente de desconocidos.

No le dejaron entablar relación con nadie. Veía con frecuencia a los demás estudiantes de la Escuela de Alto Mando, pero como no asistía a ninguna clase con regularidad, seguían siendo simplemente rostros. De vez en cuando asistía a alguna conferencia, pero normalmente recibía clases privadas de profesores que se turnaban, aunque, ocasionalmente, otros estudiantes le ayudaban a aprender algún procedimiento, pero los conocía una vez y no los volvía a ver. Comía solo o con el coronel Graff. Su lugar de esparcimiento era un gimnasio, pero raramente veía dos veces a las mismas personas.

Comprendió que le estaban aislando de nuevo, y esta vez no lo hacían disponiendo a los demás estudiantes en su contra, sino no dándoles ninguna oportunidad de entablar relación con él. De todos modos, le habría resultado difícil entablar una relación estrecha con ellos; con la excepción de Ender, todos los demás estudiantes estaban en plena adolescencia.

Por lo tanto, Ender se abstraía en sus estudios y aprendía rápidamente y bien. Absorbía navegación astral e historia militar como si fuera agua; las matemáticas abstractas eran más difíciles, pero descubrió que cuando le asignaban un problema que implicara jugar con el espacio y el tiempo, su intuición era más fiable que sus cálculos; muchas veces veía de golpe una solución que sólo podía demostrar tras minutos u horas de manipular con los números.

Y para disfrutar, ahí estaba el simulador, el videojuego más perfecto que había jugado. Los profesores y los alumnos le enseñaron su manejo paso a paso. En un principio, al desconocer las impresionantes posibilidades del juego, había jugado sólo a nivel táctico, controlando un solo caza en maniobras continuas que le llevaran a descubrir y destruir a un enemigo. El enemigo controlado por el ordenador era tortuoso y poderoso, y cada vez que Ender probaba una táctica, descubría al ordenador utilizándola contra él en cuestión de minutos.

El juego era una pantalla hológrafa, y su caza estaba representado por una luz diminuta. El enemigo era otra luz de color diferente, y danzaban y rotaban y maniobraban por un espacio cúbico que debía tener diez metros de lado. Los controles eran potentes. Podía girar la imagen en cualquier dirección, y por lo tanto podía mirar desde cualquier ángulo, y podía desplazar el centro para que el duelo tuviera lugar más cerca o más lejos de él.

A medida que adquiría más destreza en el control de la velocidad, de la dirección del movimiento, de la orientación y de las armas del caza, la dificultad del juego aumentaba. Podía haber dos naves enemigas a la vez; podía haber obstáculos, los escombros del espacio; tuvo que empezar a preocuparse del combustible y de las limitaciones de las armas; el ordenador comenzó a asignarle objetivos concretos a destruir o alcanzar, de modo que, para ser declarado vencedor, tenía que ignorar las distracciones y cumplir su objetivo.

Cuando hubo dominado el juego con un caza, le permitieron dirigir el escuadrón de cuatro cazas. Daba órdenes a los pilotos simulados de los cuatro cazas, y en vez de tener que limitarse a cumplir las instrucciones del ordenador, se le permitía determinar la táctica, decidir cuál de los diferentes objetivos era el más valioso y dirigir su escuadrón en consecuencia. Podía tomar personalmente el mando de uno de los cazas en cualquier momento, sólo un corto espacio de tiempo, y al principio lo hacía con frecuencia; no obstante, cuando lo hacía destruían rápidamente a los otros tres cazas de su escuadrón, y a medida que los juegos se iban haciendo cada vez más difíciles, tenía que dedicar cada vez más tiempo a dirigir el escuadrón. Cuando lo hacía, ganaba cada vez con más frecuencia.

Al cabo de un año de permanencia en la Escuela de Alto Mando era un experto en el manejo del simulador en sus quince niveles, desde el control de un solo caza hasta el mando de una flota. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que el simulador era para la Escuela de Alto Mando lo que la sala de batalla era para la Escuela de Batalla. Las clases eran provechosas, pero la verdadera educación era el juego. De vez en cuando se dejaban caer por allí algunas personas para verle jugar. Nunca hablaban; casi nadie lo hacía, a menos que tuvieran algo específico que enseñarle. Los espectadores se quedaban a verle ejecutar una simulación difícil y se marchaban en cuanto acababa. Le daban ganas de preguntarles: «Qué estáis haciendo, ¿juzgándome? ¿Decidiendo si me vais a confiar la flota o no? No olvidéis que yo no lo he pedido.» Descubrió que había transferido al simulador muchas cosas aprendidas en la Escuela de Batalla. Cada pocos minutos hacía una reorientación rutinaria del simulador, retándole para no verse aprisionado en una orientación arriba-abajo o revisando constantemente su posición desde el punto de vista del enemigo. Era estimulante tener por fin tal control sobre la batalla, estar en disposición de ver cualquier punto de la misma.

Pero también era frustrante tener un control tan limitado, pues los cazas controlados por el ordenador llegaban sólo hasta donde podía llegar el ordenador. No tomaban ninguna iniciativa. No tenían inteligencia. Empezó a suspirar por sus jefes de batallón, para poder contar con que algunos de los escuadrones harían bien las cosas sin su supervisión constante.

Al final de su primer año ganaba todas las batallas del simulador, y jugaba como si la máquina fuera un miembro más de su cuerpo. Un día, comiendo con el coronel Graff, le preguntó:

—¿Eso es todo lo que puede hacer el simulador?

—¿Qué es todo?

—Como juega ahora. Es fácil, y el grado de dificultad no ha aumentado desde hace tiempo.

—Oh.

Graff parecía desinteresado. Pero Graff siempre parecía desinteresado. Al día siguiente, todo cambió. Graff se fue, y en su lugar dieron un compañero a Ender.