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—Nunca se es viejo para ser un estudiante del enemigo. He aprendido de los insectores. Tú aprenderás de mí.

Mientras el viejo palmeaba la puerta para abrirla, Ender dio un salto en el aire y le coceó la espalda con los dos pies. Golpeó con tanta fuerza que rebotó y cayó de pie, mientras el viejo daba un grito y se desplomaba en el suelo.

El viejo se incorporó lentamente, agarrándose al tirador de la puerta, con la cara deformada por el dolor. Parecía desvalido, pero Ender no se fiaba de él. Aun así, a pesar de su sospecha, la velocidad del viejo le cogió desprevenido. En un instante se encontró en el suelo cerca de la pared opuesta, sangrando por la nariz y los labios, que se había golpeado contra la cama. Pudo girarse lo suficiente para ver al viejo de pie en la puerta, haciendo una mueca de dolor y con las manos apretadas contra la espalda.

El viejo esbozó una sonrisa.

Ender respondió con otra sonrisa.

—Maestro —dijo—. ¿Tienes nombre?

—Mazer Rackham —dijo el viejo. Entonces se fue.

A partir de entonces, Ender estuvo o con Mazer Rackham o solo. El viejo raramente hablaba, pero estaba allí; en las comidas, en las clases prácticas, en el simulador, en su habitación por la noche. Algunas veces Mazer se marchaba, pero cuando Mazer no estaba, la puerta estaba siempre cerrada, y nadie venía hasta que Mazer regresaba. Ender se pasó una semana llamándole Carcelero Rackham, Mazer respondía al nombre con la misma disposición que al suyo propio, y no mostró ningún signo de que le molestara en lo más mínimo. Ender lo dejó pronto.

Había compensaciones. Mazer repasó con Ender los vídeos de las viejas batallas de la Primera Invasión y las desastrosas derrotas de la F.I. en la Segunda Invasión. No hubo que reconstruirlas a partir de secuencias de los vídeos públicos censurados; estaban completas. Como en las batallas importantes hubo muchos vídeos en funcionamiento, estudiaron las tácticas y estrategias insectoras desde muchos ángulos.

Por primera vez en su vida, un maestro le apuntaba cosas que Ender no había visto ya por sí mismo. Por primera vez, Ender había encontrado una mente viva que podía admirar.

—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó Ender—. Libraste tu batalla hace setenta años. No creo que tengas ni sesenta años.

—Los milagros de la relatividad —dijo Mazer—. Tras la batalla me mantuvieron aquí durante veinte años, aunque les supliqué que me dejaran mandar una de las astronaves que lanzaron contra el planeta de origen de los insectores y las colonias insectoras. Luego… llegaron a comprender algo sobre el comportamiento de los soldados bajo la tensión de la batalla.

—¿Qué?

—No te han enseñado suficiente psicología para entenderlo. Baste decir que comprendieron que a pesar de que no podría llegar a mandar la flota, pues estaría muerto antes de su llegada, seguía siendo la única persona que podía entender a los insectores como yo los entendía. Era, pensaron, la única persona que había derrotado a los insectores ayudado por la inteligencia, no por la suerte. Me necesitaban aquí para… enseñar a la persona que mandaría la flota.

—Así que te metieron en una astronave y te pusieron a una velocidad relativista.

—Y entonces me di la vuelta y vine a casa. Un viaje muy tedioso, Ender. Cincuenta años en el espacio. Oficialmente, para mí sólo pasaron ocho años, pero me sentía como si hubieran pasado quinientos. Sólo para que pudiera enseñar al siguiente comandante todo lo que sé.

—Entonces, ¿yo voy a ser el siguiente comandante?

—Digamos que de momento eres nuestra mejor alternativa.

—¿Están preparando a alguien más?

—No.

—Entonces, eso me conviene en la única alternativa.

Mazer se encogió de hombros.

—Excepto tú. Todavía estás vivo, ¿no? ¿Por qué no tú?

Mazer negó con la cabeza.

—¿Por qué no? Les venciste una vez.

—No puedo ser el comandante por abundantes y poderosas razones.

—Enséñame cómo derrotaste a los insectores, Mazer.

El rostro de Mazer se tornó inescrutable.

—Me has mostrado las otras batallas siete veces al menos. Creo que he visto formas de superar lo que hicieron los insectores en anteriores situaciones, pero nunca me has mostrado cómo les venciste de verdad.

—Ese vídeo es un secreto rigurosamente guardado, Ender.

—Lo sé. Lo he reconstruido parcialmente. Tú, con tu diminuta fuerza de reserva, y su armada, esas grandes astronaves de enorme barriga lanzando sus enjambres de cazas. Tú te precipitas hacia una nave, le disparas, una explosión. Ahí es donde siempre se detienen los vídeos. Después de eso sólo se ven soldados entrando en las naves insectoras y encontrándolos ya muertos. Mazer esbozó una sonrisa.

—Demasiado para ser un secreto rigurosamente guardado. Venga, veamos el vídeo.

Estaban solos en la sala de vídeo, y Ender palmeó la puerta para cerrarla.

—De acuerdo, veámoslo.

El vídeo mostraba exactamente lo que Ender había reconstruido. El lanzamiento suicida de Mazer hacia el corazón de la formación enemiga, la explosión individual, y luego.

Nada. La nave de Mazer siguió, esquivando la onda expansiva, tejiendo su camino entre las demás naves insectoras. No le dispararon. No cambiaron de rumbo. Dos de ellas se estrellaron entre sí y explotaron; una colisión innecesaria que cualquiera de los dos pilotos podía haber evitado. Ninguno hizo el más ligero movimiento.

Mazer aceleró la lectura del vídeo. «Pasemos todo esto.»

—Esperamos durante tres horas —dijo—. Nadie podía creerlo.

Luego, las naves de la F.I. comenzaron a aproximarse a las astronaves insectoras. Los marines empezaron sus operaciones de abordaje. Los vídeos mostraban a los insectores en sus puestos. Muertos.

—Ves —dijo Mazer—. Ya conocías todo lo que había que ver.

—¿Qué sucedió?

—Nadie lo sabe. Tengo mis opiniones personales. Pero muchos científicos dicen que no estoy cualificado para tener opiniones.

—Tú fuiste quien ganó la batalla.

—Creía que eso me cualificaba para hacer comentarios, pero ya sabes lo que pasa. Los xenobiólogos y los xenopsicólogos no pueden aceptar la idea de que un piloto estelar se les adelante con una pura conjetura. Creo que me odian porque, tras ver los vídeos, tenían que vivir el resto de sus vidas naturales aquí, en Eros. Segundad, ya sabes. No eran felices.

—Cuéntame.

—Los insectores no hablan. Piensan entre sí, y de una forma instantánea, como el efecto filótico. Como el ansible. Pero la mayoría de la gente siempre pensó que ello implicaba una comunicación controlada, como el lenguaje: «Te pienso un pensamiento y entonces tú me respondes.» Nunca lo creí. Su respuesta conjunta es demasiado inmediata. Has visto los vídeos. No conversan y deciden entre posibles líneas de acción. Todas las naves actúan como si fueran parte de un solo organismo. Responden de la misma forma que tu cuerpo durante el combate, cuando las diferentes partes del cuerpo hacen automática, inconscientemente, todo lo que se supone que deben hacer. No mantienen una conversación mental entre seres con diferentes procesos mentales. Todos sus pensamientos están presentes a la vez, juntos.

—¿Una sola persona, y cada insector como una mano o un pie?

—Sí. No fui el primero que lo sugirió, pero sí fui el primero que lo creyó. Y algo más. Algo tan estúpido e infantil que los xenobiólogos se rieron de mí en silencio cuando lo dije después de la batalla. Los insectores son insectos. Son como las hormigas y las abejas. Una reina, las obreras. Así fue tal vez hace cien mil años, pero así empezaron, con ese tipo de estructura. Una cosa segura es que ninguno de los insectores que vimos tenía nada que le permitiera engendrar insectorcitos. Cuando desarrollaron esa capacidad de pensar juntos, ¿no es posible que conservaran a la reina?, ¿no es posible que fuera la reina el centro del grupo? ¿Por qué habría de cambiar?